1
(Blancas: e4)
Abrió los ojos cuando el primer
zumbido del teléfono aún no había muerto y lo primero que encontró fueron los
dígitos verdes de su radio-reloj en la oscuridad de la noche.
Por ello supo que la llamada no podía ser buena.
Ninguna llamada telefónica lo es en la madrugada.
Alargó el brazo en el preciso momento en que sobrevenía el
silencio entre el primer y el segundo zumbido, y tropezó con el vaso de agua
depositado en la mesita de noche. Lo derribó. A su lado, su mujer también se
agitó por el brusco despertar. Fue ella la que encendió la luz de su propia
mesita.
La mano del hombre se aferró al auricular del teléfono. Lo
descolgó mientras se incorporaba un poco para hablar, y se lo llevó al oído. Su
pregunta fue rápida, alarmada.
—¿Sí?
Escuchó una voz neutra, opaca. Una
voz desconocida.
—¿El señor Salas?
—Soy yo.
—Verá, señor —la voz, de mujer, se tomó una especie de
respiro. O más bien fue como si se dispusiera a tomar carrerilla—. Le llamo
desde el Clínico. Me temo que ha sucedido algo delicado y necesitamos...
—¿Es mi hija? —preguntó automáticamente él.
Sintió cómo su mujer se aferraba a su brazo.
—Sí, señor Salas —continuó la voz, abierta y
directamente—. Nos la han traído en bastante mal estado y... bueno, aún es
pronto para decir nada, ¿entiende? Sería necesario que se pasara por aquí
cuanto antes.
—Pero... ¿está bien? —la tensión le hizo atropellarse, la
presión de la mano de su esposa le hizo daño, su cabeza entró en una espiral de
miedos y angustias—. Quiero decir...
—Su hija ha tomado algún tipo de sustancia peligrosa,
señor Salas. La han traído sus amigos y estamos haciendo todo lo posible por
ella. Es cuanto puedo decirle. Confío en que cuando lleguen aquí tengamos
mejores noticias que darle.
—Vamos inmediatamente.
—Hospital Clínico. Entren por urgencias.
—Gracias... sí, claro, gracias...
Se quedó con el teléfono en la mano, sin darse cuenta de
que su mujer ya estaba en pie. Después la miró.
—¿Un accidente de coche? —apenas si consiguió articular
palabra ella.
—No, dicen que se ha... tomado algo —exhaló él.
La confusión se empezaba a reflejar en sus rostros.
—¿Qué? —fue lo único que logró decir su esposa entre las
brumas de su nueva realidad.
2
(Negras: c6)
Cinta, Santi y Máximo no se movían
desde hacía ya unos minutos. Era como si no se atrevieran. Sólo de vez en
cuando los ojos de alguno de ellos se dirigían hacia la puerta, por la que
había desaparecido el último de los médicos, o buscaban el apoyo de los demás,
apoyo que era hurtado al instante, como si por alguna extraña razón no
quisieran verse ni reconocerse.
—¿Por qué a mí no me ha pasado nada?
Había formulado la pregunta media docena de veces, y como
las anteriores, Cinta no tuvo respuesta.
—Yo también estoy bien —dijo Máximo.
—Dejadlo, ¿vale? —pidió Santi.
—¿Qué vamos a...?
La pregunta de Cinta murió antes de formularla. Desde que
había empezado todo, los nervios se mantenían a flor de piel, pero aún
adormecidos, o mejor dicho atontados, a causa del estallido de la situación.
Ahora empezaban a aflorar plenamente.
Fue Santi el primero en reaccionar, y lo hizo para
sentarse al lado de ella. La rodeó con un brazo y la atrajo suavemente hacia
sí. Después la besó en la frente. Cinta se dejó arrastrar y apoyó la cabeza en
él. Luego cerró los ojos.
Comenzó a llorar suavemente.
—Ha sido un accidente —suspiró Santi con un hilo de voz.
Máximo hundió su cabeza entre sus manos.
Cinta se desahogó sólo unos segundos. Acabó mordiéndose el
labio inferior. Sin desprenderse del amparo protector de Santi, pronunció el
nombre que todos tenían en ese mismo instante en la mente.
—Deberíamos llamar a Eloy.
Se produjo un silencio expectante.
Nadie se movió.
—Y también a Loreto —terminó diciendo Cinta.
Santi suspiró.
Pero fue Máximo el que resumió la situación con un rotundo
y expresivo:
—¡Joder!
3
(Blancas: d4)
Lo despertó el timbre del teléfono y
al levantar la cabeza de la mesa, el cuello le envió una punzada de dolor al
cerebro. La brusquedad del despertar fue paralela a ese dolor.
—¡Ay, ay! —se quejó tratando de flexionar el cuello para
liberarse del anquilosamiento.
Casi no lo logró, así que se levantó y fue hacia el
teléfono, moviéndose lo mismo que un muñeco articulado que iniciase su
andadura. No sólo era el cuello, a causa de haberse quedado dormido sobre la
mesa, sino los músculos, agarrotados, y la sensación de mareo producto del
súbito despertar, unido a la larga noche de estudio a base de cafés y colas.
En quien primero pensó fue en Luciana, Cinta, Santi y
Máximo.
Sus padres no podían ser. Nunca llamaban, y mucho menos a
una hora como aquella. ¿Para qué? Así que sólo podían ser ellos. Los muy...
Levantó el auricular, pero antes de poder decir nada
escuchó el zumbido de la línea al cortarse.
Encima.
Volvió a dejar el teléfono sobre la mesa y bufó lleno de
cansancio. Esperó un par de segundos, luego se desperezó. Tenía la boca
pastosa, los ojos espesos y la lengua pegada al paladar. Debía haberse quedado
dormido aproximadamente hacía tres horas. Las primeras luces del amanecer
asomaban ya al otro lado de la ventana. Miró los libros.
Él estudiando y los demás de marcha. Genial.
Claro que a Máximo le importaban un pito los estudios, y
Santi ya había dejado de darle al callo. Pero en cambio, Luciana y Cinta...
El teléfono no volvía a sonar, así que se apartó de él y
fue al cuarto de baño, para lavarse la cara. Todavía tenía todo el sábado y
todo el domingo por delante antes del dichoso examen del lunes. Sus padres
habían hecho bien yéndose de fin de semana. Y él había hecho bien negándose a
escuchar los cantos de sirenas de los otros para que al menos saliera el
viernes por la noche.
A pesar de lo mucho que deseaba estar con Luciana.
La llamada se repitió cuando se echaba agua a la cara por
segunda vez. ¿Por qué sus padres no compraban un maldito inalámbrico? Cogió la
toalla y se secó mientras se dirigía hacia el teléfono. En esta ocasión se dejó
caer en una butaca antes de levantar el auricular. Sí, tenían que ser ellos.
¿Quién si no?
—Sección de Voluntarios Estudiosos y Futuros Empresarios
—anunció—. ¿Qué clase de zángano y parásito nocturno osa?
Nadie le rió la broma al otro lado.
—Eloy —escuchó la voz de Máximo.
Una voz nada alegre.
—¿Qué pasa? —frunció el ceño instintivamente.
—Oye, antes de que esto pueda cortarse de nuevo... Estamos
en... bueno... Es que...
—¡Díselo! —escuchó claramente la voz de Cinta por el hilo
telefónico.
—Máximo, ¿qué ha ocurrido? —gritó alarmado Eloy.
—Luci se tomó una pastilla, y le ha sentado mal.
—¿Una...? —se despejó de golpe—. ¡Mierda! ¿Qué clase de
pastilla?
La pausa fue muy breve.
—Éxtasis.
Fue un mazazo. Una conmoción.
¿Luciana? ¿Un éxtasis? Aquello no tenía sentido. Estaba en
medio de una pesadilla.
—¿Qué le ha pasado? ¿Dónde estáis?
—En el Clínico. La hemos traído porque... bueno, no
sabemos qué le ha pasado, pero se ha puesto muy mal de pronto y...
—Deberías venir, Eloy —escuchó de nuevo la voz de la mejor
amiga de Luciana por el auricular.
—Los médicos están con ella —continuó Máximo—. Pensamos
que deberías saberlo y estar aquí.
Se puso en pie.
—Salgo ahora mismo —fue lo último que dijo antes de
colgar.
4
(Negras: d5)
A pesar de que el sol acababa de
despuntar más allá de la ciudad, la mujer ya estaba en pie, como cada mañana,
por costumbre. Estaba cerca del teléfono, en la cocina, preparándose su primer
café. Debido a ello pudo coger el auricular antes de que su zumbido despertara
a todos los demás.
No le gustaban las llamadas intempestivas. La última había
sido para decirle lo de su madre.
—¿Sí? —contuvo la respiración.
—¿Señora Sanz?
—¿Quién llama?
—Soy Cinta, la amiga de Loreto.
—¿Cinta? Pero hija, ¿sabes qué hora
es?
—Es que ha pasado algo y creo que
Loreto debería saberlo.
—Está dormida.
—Es algo... importante, señora.
—Será todo lo importante que tú quieras, pero en su estado
no pienso robarle ni un minuto de sueño. Dime lo que sea y cuando se despierte
se lo digo.
Hubo una pausa al otro lado del hilo
telefónico.
—Es que... —vaciló Cinta.
—¿Qué ha sucedido?
—Se trata de Luciana —suspiró
finalmente Cinta—. Estamos en el hospital, en el Clínico.
—¡Dios mío! ¿Un accidente?
—No, no señora. Que le ha sentado mal
algo.
—¿Y quieres que Loreto vaya ahí tal y
como está ella?
—Yo sólo he pensado que tenía que
saberlo.
—¿Qué es lo que ha tomado?
—Una... pastilla.
—¿Drogas?
—No exactamente, bueno... no sabría
decirle —se le notaba nerviosa y con ganas de terminar cuanto antes—. ¿Le dirá
lo que ha sucedido cuando despierte?
—Sí, claro —la mujer cerró los ojos.
—¿Cómo está ella?
—Lleva un par de días mejor.
—¿Come?
—Lo intenta.
—Está bien. Gracias, señora Sanz —se despidió Cinta.
Colgó dejando a la madre de Loreto todavía con el
auricular en la mano.
5
(Blancas: Caballo e2)
La primera en entrar en la sala de
espera fue Norma, la hermana pequeña de Luciana. Después lo hicieron ellos, los
padres. El padre sujetaba a la madre, que apenas si se sostenía en sus brazos.
Las miradas de los recién llegados convergieron en las de los amigos de su hija
y hermana. Cinta se puso en pie. Santi y Máximo no. Los ojos del hombre tenían
un halo de marcada dureza. Los de su esposa, en cambio, naufragaban en la
impotencia y el desconcierto. La cara de Norma era una máscara inexpresiva.
—¿Cómo está? —quiso saber Cinta.
El padre de Luciana se detuvo en medio de la sala,
abarcándolos totalmente con su mirada llena de aristas. Vieron en ella muchas
preguntas, y leyeron aún más sentimientos, de ira, rabia, frustración, dolor.
Cinta tuvo un estremecimiento.
—¿Qué ha pasado? —la voz de Luis Salas sonó como un
flagelo.
—Nada, estábamos...
—¿Qué ha pasado? —repitió la pregunta con mayor dureza.
Santi se puso en pie para coger a Cinta.
—Tomamos pastillas y a ella le han sentado mal, eso es todo —tuvo el valor de decir.
—¿Qué clase de pastillas?
—Bueno, ya se lo hemos dicho al médico...
—¡Mierda!, ¿estáis locos o qué?
La madre de Luciana rompió a llorar más desconsoladamente
aún por la explosión de furia de su marido. Incluso Norma pareció despertar con
ella. Se acercó a su madre buscando su protección. Sin
dejar de llorar, la mujer abandonó el regazo protector de
su marido para abrazar a su hija pequeña.
Luis Salas se quedó solo frente a ellos tres.
Cinta tenía los ojos desorbitados.
—¿Cómo... está? —preguntó por segunda vez.
La respuesta les alcanzó de lleno, hiriéndolos en lo más
profundo.
—Está en coma —dijo el hombre, primero despacio, para agregar después con mayor
desesperación, con los puños apretados—: ¡Está en coma!,
¿sabéis? ¡Luciana está en coma!
6
(Negras: de4)
El exterior del after hour era un hervidero de chicos y chicas no precisamente dispuestos a
disfrutar de los primeros rayos del recién nacido sol de la mañana. Unos hablaban, excitados, tomándose un
respiro para seguir bailando. Otros descansaban, agotados aunque no rendidos.
Algunos seguían bebiendo de sus botellas, básicamente agua. Y los menos echaban
una cabezada en los coches ubicados en el amplio aparcamiento. Pero la mayoría
reían y planeaban la continuidad de la fiesta, allí o en cualquier otra parte.
Cerca de la puerta del local, la música atronaba el espacio con su machacona
insistencia, puro ritmo, sin melodías ni suavidades que nadie quería.
El único que parecía no participar de la esencia de todo
aquello era él.
Se movía por entre los chicos y las chicas, la mayoría muy
jóvenes, casi adolescentes. Y lo hacía con meticulosa cautela, igual que un
pescador entre un banco de peces, sólo que él no tenía que extender la mano
para atrapar a ninguno. Eran los peces los que le buscaban si querían.
Como aquella muñeca pelirroja.
—¡Eh!, tú eres Poli, ¿verdad?
—Podría ser.
—¿Aún te queda algo?
—El almacén de Poli siempre está lleno.
—¿Cuánto?
—Dos mil quinientas.
—¡Joder! ¿No eran dos mil?
—¿Quieres algo bueno o simplemente una aspirina?
La pelirroja sacó el dinero del bolsillo de su pantalón
verde, chillón. Parecía imposible que allí dentro cupiera algo más, por lo
ajustado que le quedaba. Poli la contempló. Diecisiete, tal vez dieciocho años,
aunque con lo que se maquillaban y lo bien alimentadas que estaban, igual podía
tener dieciséis. Era atractiva y exuberante.
—Con esto te mantienes en pie veinticuatro horas más, ya
verás. No hace falta que te tomes dos o tres.
Le tendió una pastilla, blanca, redonda, con una media
luna dibujada en su superficie. Ella la cogió y él recibió su dinero. Ya no
hablaron más. La vio alejarse en dirección a ninguna parte, porque pronto la
perdió de vista por entre la marea humana.
Siguió su camino.
Apenas una decena de metros.
—¡Poli!
Giró la cabeza y le reconoció. Se llamaba Néstor y no era
un cliente, sino un ex camello. Se había ligado a una cuarentona con pasta.
Suerte. Dejó que se le acercara, curioso.
—Néstor, ¿cómo te va?
—Bien. Oye, ¿el Pandora's sigue siendo zona tuya?
—Sí.
—¿Estuviste anoche vendiendo allí?
—Sí.
—Pues alguien tuvo una subida de calor, yo me andaría con
ojo.
—¿Qué?
—Mario vio la movida. Una cría. Se la llevaron en una
ambulancia.
Poli frunció el ceño.
—Vaya —suspiró.
—Ya sabes cómo son estas cosas. Como pase algo, habrá un
buen marrón. ¿Qué vendías?
—Lo de siempre.
—Ya, pero ¿era éxtasis...?
—Oye, yo vendo, no fabrico. Hay lo que hay y punto. Por
mí, como si se llama Margarita.
—Bueno —Néstor se encogió de hombros—. Yo te he avisado y
ya está. Ahora allá tú.
—Te lo agradezco, en serio.
—Chao, tío.
Se alejó de él dejándole solo.
Realmente solo por primera vez en toda la noche.
7
(Blancas: Caballo x e4)
Norma vio cómo sus padres salían de
la habitación en la que acababan de instalar a Luciana, reclamados de nuevo por
los médicos que la atendían, y se quedó sola con ella.
Entonces casi le dio miedo mirarla.
Tenía agujas clavadas en un brazo, por las que recibía
probablemente el suero, un pequeño artilugio fijado en un hombro y conectado a
sondas y aparatos que desconocía; un tubo enorme, de unos tres centímetros de
diámetro, de color blanco y amarillo, parecía ser el nuevo cordón umbilical de
su vida. De él partía un derivado que entraba en su boca, abierta. Otro,
sellado con cinta a su nariz, se incrustaba en el orificio de la derecha. Por
la parte de abajo de la cama asomaba una bolsa de plástico a la que irían los
orines cuando se produjeran. Y desde luego no parecía dormir. Con la boca
abierta y los ojos cerrados, embutida en aquella parafernalia de aparatos, más
bien se le antojó un conejillo de indias, o alguien a las puertas de la muerte.
Y era aterrador.
Tuvo una extraña sensación, ajena a la realidad
primordial.
Una sensación egoísta, propia, mezcla de rabia y
desesperación. Lo que tenía ante sus ojos, además de una hermana en coma y, por tanto, moribunda,
era el fin de muchos de sus sueños, y especialmente de sus ansias de libertad.
Ahora, a ella, ya no la dejarían salir, ni de noche ni tal vez de día. Y si Luciana moría tanto
como si seguía en coma mucho tiempo, sus padres se
convertirían en la imagen de la ansiedad, convertirían
su casa en una cárcel.
Siempre había ido a remolque de Luciana. Total, por tres
años de diferencia... Ella aún tenía que volver a casa a unas horas concretas, y no podía
salir de noche, y mucho menos regresar al amanecer y
pasar la noche fuera de casa aunque se tratara de algo especial, como una verbena. Ella aún estaba atada a la
maldita adolescencia. También Luciana, pero su hermana mayor se había ganado
finalmente sus primeras y decisivas cotas de libertad. Luciana ya estaba dejando
atrás la adolescencia. Era una mujer.
¿Por qué había tenido que pasar aquello?
Los padres de Ernesto, un compañero del
colegio, habían perdido a un hijo en un accidente, y se volcaron tanto en su
otro hijo que lo tenían amargado. Eso era lo que le esperaba a ella si...
De pronto sintió vergüenza.
Su mente se quedó en blanco.
Bajó la cabeza.
¿Qué estaba pasando? ¿Era posible que con su hermana allí,
en coma, ella pensara tan sólo en sí misma y en sus ansias de vivir y de ser libre para
abrir las alas?
¿Era posible que aún no hubiera derramado una sola lágrima
por Luciana?
Se sintió tan culpable que entonces sí, algo se rompió en
su interior.
Y empezó a llorar.
Luciana podía morir, ésa era la realidad. O permanecer en
aquel estado el resto de su vida, y también era la misma realidad. Un coma era
como la muerte, aunque con una posibilidad de despertar, en unas horas o unos
días. Una posibilidad. Ni siquiera sabía si su hermana era consciente de algo,
de su estado, de su simple presencia allí.
Le cogió una mano, instintivamente.
—Luciana... —musitó.
8
(Negras: Alfil f5 - Blancas: Caballo
g3)
No llores, Norma.
No llores, por favor.
Ayúdame.
Os necesito fuertes, a todos, así que no llores.
Puedo verte, ¿sabes, Norma? No sé cómo, porque sé que
tengo los ojos cerrados, pero puedo verte. Sé que estás ahí, a mi lado, y que
llevas tu blusa amarilla y los vaqueros nuevos, ¿verdad?
¿Lo ves?
Y, sin embargo, aquí dentro está tan oscuro...
Es una extraña sensación, hermana. Es como si flotase en
ninguna parte, mejor dicho, es como si mi cuerpo estuviese fuera de toda
sensación, porque no siento nada, ni frío ni calor, tampoco siento dolor. Es un
lugar agradable. Bueno, lo sería si no estuviese tan oscuro. Me gustaría ver, abrir
los ojos y mirar. Hay algo que me recuerda la placenta de mamá. Sí, antes de
nacer. Recuerdo la placenta de mamá porque era cálida y confortable.
¿Y cómo puedo recordar eso?
No, allí no tenía miedo, había paz. Aquí en cambio tengo
miedo, a pesar de que siento algo de esa misma paz. La siento porque estoy a
sus puertas. Puedo dar un paso y olvidarme de todo para siempre.
Un simple paso.
Pero no puedo moverme.
Norma, Norma, ¿y los demás?
¿Están bien?
¿Y Eloy?
Oh, Dios, daría mi último aliento por tenerlo aquí, a mi
lado, y sentir su mano como siento la tuya, hermana.
Tu mano.
Eloy.
Me siento tan sola...
9
(Negras: Alfil g6)
En el despacho del doctor Pons había
dos sillas únicamente, así que mientras esperaban, él entró en un pequeño
cuarto de baño y regresó con un taburete que colocó en medio de ellas. Cinta y
Santi ocuparon las sillas. Máximo, el taburete. El médico rodeó de nuevo su
mesa para ocupar la butaca que la presidía. Desde ella los observó.
Cinta era de estatura media, tirando a baja,
adolescentemente atractiva con la ropa que llevaba, pero también juvenilmente
sexy: cabello largo, ojos grandes, labios pequeños, cuerpo en plena explosión.
Santi y Máximo, en cambio, eran el día y la noche. El primero llevaba el
cabello corto y tenía la cara llena de espinillas, como si en lugar de piel
tuviera un sembrado. El segundo mostraba una densa cabellera, rizada, como si
de la cabeza le nacieran dos o tres mil tirabuzones de color negro que luego le
caían en desorden por todas partes.
Unió sus dos manos entrelazando los dedos y se acodó en su
mesa. Luego empezó a hablar, despacio, sin que en su voz se notaran
reconvenciones o tonos duros. Era médico. Sólo médico.
Y había una vida en juego.
—Ahora que vuestra amiga, por lo menos, está estabilizada,
es hora de que retomemos la conversación que antes iniciamos.
—Ya le dijimos todo...
—Oídme, ¿queréis ayudarla o no?
—Sí —contestó Cinta rápidamente.
Los otros dos asintieron con la cabeza.
—¿Quién más tomó pastillas?
—Yo —volvió a hablar Cinta.
Miró a Santi y a Máximo.
—Todos tomasteis, ¿no? —preguntó el doctor.
—Sí.
—¿Éxtasis?
—Sí.
—¿Cómo sabéis que era éxtasis?
—Bueno... —vaciló Máximo—. Se supone que...
—¿Soléis tomarlo a menudo?
—No —dijeron al unísono los dos chicos.
Probablemente demasiado rápido, aunque...
—¿Qué efecto os causó? —continuó el interrogatorio.
—Era como... si tuviera un millón de hormigas dentro —dijo de nuevo Cinta, dispuesta a
hablar—. Mi cuerpo era una máquina, capaz de todo. Un
estado de exaltación total.
—Yo quería a todo el mundo —reconoció Máximo—. Un rollo
estupendo. Me dio por reírme cantidad.
—Sí, eso —convino Santi—. Era como estar... muy arriba, no
sé si me entiende. Arriba y muy fuerte.
—¿Y ahora?
No hizo falta que respondieran. El bajón ya era evidente.
Fueran o no habituales, podían tener náuseas, cefaleas, dolor en las
articulaciones...
—¿Qué le pasó exactamente a Luciana?
—Empezó a subirle la temperatura del cuerpo.
—No —Santi detuvo a Cinta—. Primero se mareó, y luego vino
lo de los calambres musculares.
—Fue todo junto —apuntó Máximo—. Yo me asusté cuando vi
que dejaba de sudar. Entonces comprendí que le venía un golpe de calor.
—¿Así que sabéis lo que es eso?
—Sí.
—¿Y aun así, os arriesgáis?
Era una pregunta estúpida, improcedente. Lo comprendió al
instante. Miles de chicos y chicas lo sabían, y sin embargo todas las semanas se jugaban
la vida tomando drogas de diseño. Después de todo, sólo alguien moría de vez en cuando.
Sólo.
—¿Qué pasó después? —siguió el doctor
Pons.
—Lo que le hemos contado —dijo
Cinta—. Empezó con las convulsiones, el corazón se le disparó y...
—¿Tenéis aquí una pastilla de esas?
—No.
Suspiró con fuerza. Hubiera sido demasiada suerte. Con una
pastilla al menos sabría qué llevaba Luciana en el cuerpo. Un análisis de
sangre no bastaba. Había que analizar el producto.
Ni siquiera sabían contra lo que
luchaban.
—A nosotros no nos hizo nada —manifestó Santi—. ¿Por qué
sí a ella?
—Eso no se sabe, por esta razón es tan peligroso. Os
venden química pura adulterada con yeso, ralladura de ladrillos, materiales de
construcción como el «Agua-plast» e incluso venenos como la estricnina. A veces
son más benévolos y simplemente se trata de un comprimido de paracetamol, que
no es más que un analgésico. Pero de lo que se trata es de que, luego, cada
cuerpo humano reacciona de una forma distinta. De hecho, no hay nada, ninguna
sustancia, capaz de provocar una reacción como lo que le ha sucedido a Luciana,
un coma en menos de cuatro horas; pero si alguien sufre del corazón, tiene
asma, diabetes, tensión arterial alta, epilepsia o alguna enfermedad mental o
cardíaca, que a veces incluso se ignora por ser jóvenes y no estar detectada,
la reacción es imprevisible. Incluso beber agua en exceso, pese a que se
recomienda beber un poco cada hora, puede llevar a esa reacción. En una
palabra: el detonante lo pone la persona.
Dejó de hablar. Los tres le habían escuchado con atención.
Pero el resultado era el mismo. Cerca de allí una chica de dieciocho años se
debatía entre la vida y la muerte, al filo de ambos mundos, perdida, tal vez
eternamente, en una dimensión desconocida. Quizá por ello esperaba la última
pregunta.
La formuló Cinta.
—Se pondrá bien, ¿verdad, doctor?
Y no tenía ninguna respuesta para ella. Ni siquiera un
mínimo de optimismo en que basarse.
10
(Blancas: h4)
Al salir del despacho del doctor Pons
se quedaron unos segundos sin saber qué hacer o adónde ir. Luego, de común
acuerdo aunque sin mediar palabra alguna, encaminaron sus pasos en dirección a
la salita en la que habían esperado las noticias acerca del estado de Luciana.
No sabían a ciencia cierta por qué seguían allí, pero lo
cierto es que no se les pasó por la cabeza marcharse. Era como si ya formaran
parte del hospital, o del destino de su amiga.
Vacilaron al ver que en la sala había otras dos personas,
esperando también noticias de otros enfermos. Entonces fue cuando vieron
aparecer a Eloy; venía corriendo, congestionado aún por la prisa que se había
dado en llegar desde su casa a aquella hora.
Máximo llenó sus pulmones de aire. Santi se quedó quieto.
Cinta fue la única en reaccionar yendo, directamente, al encuentro del recién
llegado para abrazarse a él.
Volvió a llorar.
—¿Qué... ha pasado? —preguntó Eloy alarmado.
Cinta no podía hablar. Fue Santi quien lo hizo.
—Está en coma.
—¿Qué? —Eloy se puso pálido.
—Ha sido una putada, tío —manifestó Máximo.
—Pero... ¿cuánto tiempo...?
—Está en coma —repitió Santi—. ¡Jo, tú, ya sabes!, ¿no?
La idea penetró muy despacio en su mente. Fue como si se
diera cuenta de que Cinta estaba allí, entre sus brazos. La apretó con fuerza,
para no sentirse solo, ni tan impotente como se sentía en ese instante.
—¿Qué dicen los médicos? —logró romper el nudo albergado
en su garganta.
—Que hay que esperar. Las cuarenta y ocho horas siguientes
son decisivas —le respondió Santi.
Eloy apretó las mandíbulas.
—¿Qué mierdas habéis tomado? —alzó la voz de pronto.
No hubo una respuesta inmediata. Fueron los ojos de Eloy
los que actuaron de sacacorchos.
—Nada, tío, sólo un estimulante —pareció defenderse
Máximo.
—¿Para qué? ¡Mierda! ¿Para qué?
—Oye, si hubieras estado allí, tú también lo habrías
hecho, ¿vale?
—¿Yo? ¡Si ni siquiera fumo!
—¿Qué tiene que ver esto con el tabaco? Lo tomamos para
ver qué pasaba y estar en forma y no cansarnos y...
—¡Y para ver qué pasaba, coño! —acabó Santi la frase de
Máximo.
—Por favor... no os peleéis... por favor —suplicó Cinta.
—Yo no habría tomado nada —insistió mirándola—. Ni la
habría dejado a ella. ¿Lo habéis hecho por eso, porque no estaba yo?
—Ha sido una casualidad —Santi dejó caer la cabeza abatido.
—¡Y una mierda! —gritó Eloy.
—Estábamos con Ana y Paco, bailando, y entonces... —Cinta
volvió a verse dominada por la emoción. Las lágrimas le impidieron continuar
hablando. Se abrazó de nuevo con fuerza a Eloy y balbuceó un desesperado—: Lo
siento... Lo siento... Lo siento...
Ya no encontró ninguna simpatía ni consuelo en él. La
apartó bruscamente de su lado.
—¡Iros a la mierda! —exclamó el muchacho—. ¡Parecéis críos
de...!
No terminó la frase. Giró sobre sus talones y los dejó
allí, quietos, inmóviles, tan perdidos como lo estaban ya antes de su llegada,
pero ahora mucho más vulnerables por la condición de culpables ante sus ojos.
11
(Negras: h6)
Se tropezó con Norma inesperadamente,
mientras se sentía como un león enjaulado en mitad del laberinto de pasillos y
salas, sin saber qué más hacer para conseguir abrir una brecha en el sistema.
Los dos se reconocieron en mitad de la nada, envueltos en su soledad.
—¡Eloy!
La hermana de Luciana se le echó a los brazos. Por primera
vez desde que la conocía, y pronto haría dos años, él no la rehuyó, al
contrario: la abrazó y le dio un beso en la cabeza, por entre la espesa mata de
su pelo. Norma temblaba.
Y él esperó, cauteloso, aunque en aquel momento sabía que
se necesitaban.
Ya no tenía nada que ver el hecho de que ella, como muchas
hermanas menores, estuviera enamorada de él.
—Me han dicho que está... en coma —murmuró casi un minuto
después.
Norma no se separó de su abrazo.
—Tengo miedo —reconoció.
—No me han dejado verla —dijo Eloy—. Llevo la tira pidiendo...
Esta vez sí. La chica se apartó de él para mirarle a los
ojos. Luego lo cogió de la mano.
—Ven —se limitó a decir.
La siguió. Era un contacto dulce y, en el fondo, una mano
amiga. La primera en aquel mundo inhóspito. ¡Norma y Luciana se parecían tanto!
De hecho, viendo a Norma, recordaba cómo y cuándo se había enamorado de
Luciana. En aquel tiempo, sin embargo, Luciana se acababa de convertir en una
mujer.
El trayecto apenas duró veinte segundos. Norma se detuvo
en una puerta. Sin soltarle a él de la mano la traspuso, empleando la otra para
abrirla. Los dos se encontraron dentro con los padres de las dos hermanas.
Pero Eloy apenas si reparó en ellos.
La imagen de Luciana, inmóvil, con los ojos cerrados, la
boca abierta y las agujas, y los tubos entrando y saliendo de ella, le atravesó
la mente.
—Hijo... —suspiró con emoción la mujer levantándose.
—Me quedé a estudiar... Lo siento, ¡lo siento! —apenas si
logró articular palabra aunque sin poder dejar de mirar a la persona que más
amaba en el mundo.
12
(Blancas: Caballo f3 - Negras:
Caballo d7)
¿Eloy?
¡Oh!, Dios... ¿Eres tú, Eloy?
¿Estoy soñando? No, no es un sueño. Eres tú.
Reconozco tu voz, y huelo tu perfume y... sí, también
puedo verte, al lado de Norma. Y ahora mamá que te da un beso mientras papá
sigue abatido ahí, junto a la ventana.
Has llegado. Sabía que lo harías, pero como aquí el tiempo no existe,
no sabía cuándo sería posible verte. ¡Ahora, sin embargo, me alegra tanto
tenerte a mi lado!
Aunque lamento mi aspecto.
Estoy horrible, ¿verdad?
Y pensar que lo último que te dije fue...
Te quiero. No hablaba en serio, ¿sabes? ¡Qué estúpida fui!
En realidad... no sé, estaba jugando, ya sabes tú. Creo que me asustaba atarme.
Se dicen tantas tonterías acerca del primer amor: que si se empieza pronto
luego se estropea enseguida, que es mejor vivir primero y después...
No quiero perderte, Eloy.
Ni quiero perderme yo.
¿Por qué no me coges de la mano?
Por favor...
¿Has estudiado mucho? Supongo que sí, toda la noche.
Menudo eres. Y terco. Y ahora esto, ¡menudo palo! Si el lunes suspendes el
examen, encima será culpa mía. Me sabe mal, cariño, pero te juro que yo no
quería acabar así. Lo único que deseaba era pasar una noche loca, emborracharme
de música, olvidar, volar. Lo deseaba más que nunca.
Aunque te echaba de menos.
Me crees, ¿verdad?
Claro. Estás aquí. De lo contrario no habrías venido.
Cógeme de la mano.
Vamos, cógeme de la mano.
Así...
Gracias.
Ahora ya no me importan el silencio ni la oscuridad.
Ahora...
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