Capítulo 8
Esa noche, junto al fuego,
Marina me explicó la historia de Germán y del palacete de Sarriá. Germán Blau
había nacido en el seno de una familia adinerada perteneciente a la floreciente
burguesía catalana de la época. A la dinastía Blau no le faltaban el palco en
el Liceo, la colonia industrial a orillas del río Segre ni algún que otro
escándalo de sociedad. Se rumoreaba que el pequeño Germán no era hijo del gran patriarca
Blau, sino fruto de los amores ilícitos entre su madre, Diana, y un pintoresco
individuo llamado Quim Salvat. Salvat era, por este orden, libertino,
retratista y sátiro profesional. Escandalizaba a las gentes de buen nombre al
tiempo que inmortalizaba sus palmitos al
óleo a precios astronómicos. Sea cual fuese la verdad, lo cierto es que Germán
no guardaba parecido ni físico ni de carácter con miembro alguno de la familia.
Su único interés era la pintura, el dibujo, lo cual a todo el mundo le resultó
sospechoso. Especialmente a su padre titular.
Llegado su dieciséis
cumpleaños, su padre le anunció que no había lugar para vagos ni holgazanes en
la familia. De persistir en sus intenciones de "ser artista", le iba
a meter a trabajar en la fábrica como mozo o picapedrero, en la legión o en
cualquier otra institución que contribuyese a fortalecer su carácter y a hacer
de él un hombre de provecho. Germán optó por huir de casa, adonde regresó de la
mano de la benemérita veinticuatro horas después.
Su progenitor, desesperado
y decepcionado con aquel primogénito, optó por pasar sus esperanzas a su segundo
hijo, Gaspar, que se desvivía por aprender el negocio textil y mostraba más
disposición a continuar la tradición
familiar. Temiendo por su futuro económico, el viejo Blau puso a nombre de Germán
el palacete de Sarriá, que llevaba años semiabandonado.
"Aunque nos
avergüences a todos, no he trabajado yo como un esclavo para que un hijo mío se
quede en la calle", -le dijo.
La mansión había sido en
su día una de las más celebradas por las gentes de copete y carruaje, pero
nadie se ocupaba ya de ella. Estaba maldita. De hecho, se decía que los
encuentros secretos entre Diana y el libertino Salvat habían tenido por
escenario dicho lugar.
De ese modo, por ironías
del destino, la casa pasó a manos de Germán.
Poco después, con el apoyo
clandestino de su madre, Germán se convirtió en aprendiz del mismísimo Quim
Salvat. El primer día, Salvat lo miró fijamente a los ojos y pronunció estas
palabras:
-Uno, yo no soy tu padre y
no conozco a tu madre más que de vista. Dos, la vida del artista es una vida de
riesgo, incertidumbre y, casi siempre, de pobreza. No se escoge; ella lo escoge
a uno. Si tienes dudas respecto a cualquiera de estos dos puntos, más vale que salgas
por esa puerta ahora mismo.
Germán se quedó.
Los años de aprendizaje
con Quim Salvat fueron para Germán un salto a otro mundo. Por primera vez descubrió
que alguien creía en él, en su talento y en sus posibilidades de llegar a ser
algo más que una pálida copia de su padre. Se sintió otra persona. En seis meses
aprendió y mejoró más que en los años anteriores de su vida.
Salvat era un hombre
extravagante y generoso, amante de las exquisiteces del mundo. Sólo pintaba de
noche y, aunque no era bien parecido (el único parecido que tenía era con un
oso), se le podía considerar un auténtico rompecorazones, dotado de un extraño
poder de seducción que manejaba casi mejor que el pincel. Modelos que quitaban
la respiración y señoras de la alta sociedad desfilaban por el estudio deseando
posar para él y, según sospechaba Germán, algo más. Salvat sabía de vinos, de
poetas, de ciudades legendarias y de técnicas de acrobacia amorosa importadas
de Bombay. Había vivido intensamente sus cuarenta y siete años. Siempre decía
que los seres humanos dejaban pasar la existencia como si fueran a vivir para
siempre y que ésa era su perdición. Se reía de la vida y de la muerte, de lo
divino y lo humano. Cocinaba mejor que los grandes "chefs" de la guía
Michelin y comía por todos ellos.
Durante el tiempo que pasó
a su lado, Salvat se convirtió en su maestro
y su mejor amigo. Germán siempre supo que lo que había llegado a ser en
su vida, como hombre y como pintor, se lo debía a Quim Salvat.
Salvat era uno de los
pocos privilegiados que conocía el secreto de la luz. Decía que la luz era una
bailarina caprichosa y sabedora de sus encantos. En sus manos, la luz se
transformaba en líneas maravillosas que iluminaban el lienzo y abrían puertas
en el alma. Al menos, eso explicaba el texto promocional de sus catálogos de
exposición.
-Pintar es escribir con
luz -afirmaba Salvat. Primero debes aprender
su alfabeto; luego, su gramática. Sólo entonces podrás tener el estilo y la
magia.
Fue Quim Salvat quien
amplió su visión del mundo llevándole consigo en sus viajes. Así recorrieron
París, Viena, Berlín, Roma...
Germán no tardó en
comprender que Salvat era tan buen vendedor de su arte como pintor, quizá mejor.
Aquélla era la clave de su éxito.
-De cada mil personas que adquieren un cuadro
o una obra de arte, sólo una de ellas tiene una remota idea de lo que
compra -le explicaba Salvat, sonriente.
Los demás no compran la obra, compran al artista, lo que han oído y, casi siempre,
lo que se imaginan acerca de él. Este negocio no es diferente a vender remedios
de curandero o filtros de amor, Germán. La diferencia estriba en el precio.
El gran corazón de Quim
Salvat se paró el diecisiete de julio de 1938. Algunos afirmaron que por culpa
de los excesos. Germán siempre creyó que fueron los horrores de la guerra los
que mataron la fe y las ganas de vivir de su mentor.
-Podría pintar mil
años -murmuró Salvat en su lecho de
muerte- y no cambiaría un ápice la barbarie, la ignorancia y la bestialidad de
los hombres. La belleza es un soplo contra el viento de la realidad, Germán. Mi
arte no tiene sentido. No sirve para nada...
La interminable lista de
sus amantes, sus acreedores, amigos y colegas, las docenas de gentes a las que
había ayudado sin pedir nada a cambio le lloraron en su entierro. Sabían que
aquel día una luz se apagaba en el mundo y que, en adelante, todos estarían más
solos, más vacíos.
Salvat le dejó una
modestísima suma de dinero y su estudio. Le encargó que repartiese el resto (que
no era mucho, porque Salvat gastaba más de lo que ganaba y antes de ganarlo) entre
sus amadas y amigos. El notario que se hacía cargo del testamento entregó a Germán
una carta que Salvat le había confiado al presentir que su final estaba
próximo. Debía abrirla a su muerte.
Con lágrimas en los ojos y
el alma hecha trizas, el joven vagó sin rumbo toda una noche por la ciudad. El
alba le sorprendió en el rompeolas del puerto y fue allí, a las primeras luces
del día, donde leyó las últimas palabras que Quim Salvat le había reservado.
Querido Germán:
No te dije esto en vida, porque creí que debía esperar el momento
oportuno. Pero temo no poder estar aquí cuando llegue. Esto es lo que tengo que
decirte. Nunca he conocido a ningún pintor con mayor talento que tú, Germán. Tú
no lo sabes todavía ni lo puedes entender, pero está en ti y mi único mérito ha
sido reconocerlo. He aprendido más de ti de lo que tú has aprendido de mí, sin
tú saberlo. Me gustaría que hubieras tenido el maestro que mereces, alguien que
hubiese guiado tu talento mejor que este pobre aprendiz. La luz habla en ti,
Germán. Los demás sólo escuchamos. No lo olvides jamás. De ahora en adelante,
tu maestro pasará a ser tu alumno y tu mejor amigo, siempre.
Salvat
Una semana más tarde,
huyendo de recuerdos intolerables, Germán partió para París. Le habían ofrecido
un puesto como profesor en una escuela de pintura. No volvería a poner los pies
en Barcelona en diez años. En París, Germán se labró una reputación como
retratista de cierto prestigio y descubrió una pasión que no le abandonaría jamás:
la ópera. Sus cuadros empezaban a venderse bien y un marchante que le conocía
de sus tiempos con Salvat decidió representarle. Además de su sueldo como
profesor, sus obras se vendían lo suficiente para permitirle una vida sencilla
pero digna. Haciendo algunos ajustes, y con ayuda del rector de su escuela, que
era primo de medio París, consiguió reservarse una butaca en el Teatro de la
Opera para toda la temporada. Nada ostentoso: anfiteatro en sexta fila y un tanto
tirado a la izquierda. Un veinte por ciento del escenario no era visible, pero
la música llegaba gloriosa, ignorando el precio de butacas y palcos.
Allí la vio por primera
vez. Parecía una criatura salida de uno de los cuadros de Salvat, pero ni su
belleza podía hacerle justicia a su voz. Se llamaba Kirsten Auermann, tenía
diecinueve años y, según el programa, era una de las jóvenes promesas de la
lírica mundial. Aquella misma noche se la presentaron en la recepción que la compañía
organizaba tras la función. Germán se coló alegando que era el crítico musical
de "Le Monde". Al estrechar su mano, Germán se quedó mudo.
-Para ser un crítico,
habla usted muy poco y con bastante acento
-bromeó Kirsten. Germán decidió en aquel momento que se iba a casar con
aquella mujer aunque fuese la última cosa que hiciera en su vida. Quiso
conjurar todas las artes de seducción
que había visto emplear a Salvat durante años. Pero Salvat sólo había uno y
habían roto el molde. Así empezó un largo juego del ratón y el gato que se
prolongaría durante seis años y que acabó en una pequeña capilla de Normandía, una
tarde de verano de 1946.
El día de su boda el
espectro de la guerra todavía se olfateaba en el aire como el hedor de la
carroña escondida. Kirsten y Germán regresaron a Barcelona al cabo de poco
tiempo y se instalaron en Sarriá. La residencia se había convertido en un fantasmal
museo en su ausencia. La luminosidad de Kirsten y tres semanas de limpieza hicieron
el resto.
La casa vivió una época de
esplendor como jamás la había conocido. Germán pintaba sin cesar, poseído por
una energía que ni él mismo se explicaba. Sus obras empezaron a cotizarse en
las altas esferas y pronto poseer "un Blau" pasó a ser requisito
"sine qua non" de la buena sociedad.
De pronto, su padre se enorgullecía en público del éxito de Germán.
"Siempre creí en su talento y en que iba a triunfar", "lo lleva
en la sangre, como todos los Blau" y "no hay padre más orgulloso que
yo" pasaron a ser sus frases favoritas y, a fuerza de tanto repetirlas,
llegó a creérselas. Marchantes y salas de exposiciones que años atrás no se molestaban
en darle los buenos días se desvivían por congraciarse con él. Y en medio de
todo este vendaval de vanidades e hipocresías, Germán nunca olvidó lo que
Salvat le había enseñado.
La carrera lírica de
Kirsten también iba viento en popa. En la época en que empezaron a
comercializarse los discos de setenta y ocho revoluciones, ella fue una de las
primeras voces en inmortalizar el repertorio. Fueron años de felicidad y de luz
en la villa de Sarriá, años en los que todo parecía posible y donde no se
podían adivinar sombras en la línea del horizonte.
Nadie dio importancia a los mareos y a los desvanecimientos de Kirsten hasta
que fue demasiado tarde. El éxito, los viajes, la tensión de los estrenos lo
explicaban todo.
El día en que Kirsten fue
reconocida por el doctor Cabrils, dos noticias cambiaron su mundo para siempre.
La primera: Kirsten estaba embarazada. La segunda: una enfermedad irreversible
de la sangre le estaba robando la vida lentamente. Le quedaba un año. Dos, a lo
sumo. El mismo día, al salir del consultorio del médico, Kirsten encargó un reloj
de oro con una inscripción dedicada a Germán en la General Relojera Suiza de la
Vía Augusta.
Para Germán, en quien
habla la luz.
K.A.
Aquel reloj contaría las
horas que les quedaban juntos.
Kirsten abandonó los
escenarios y su carrera. La gala de despedida se celebró en el Liceo de
Barcelona, con "Lakmé", de Delibes, su compositor predilecto. Nadie
volvería a escuchar una voz como aquélla.
Durante los meses de
embarazo, Germán pintó una serie de retratos de su esposa que superaban cualquier
obra anterior. Nunca quiso venderlos.
Un veintiséis de
septiembre de 1964, una niña de cabello claro y ojos color ceniza, idénticos a
los de su madre, nació en la casa de Sarriá. Se llamaría Marina y llevaría
siempre en su rostro la imagen y la luminosidad de su madre.
Kirsten Auermann murió
seis meses más tarde, en la misma habitación en que había dado a luz a su hija y donde había pasado las horas más
felices de su vida con Germán. Su esposo le sostenía la mano, pálida y
temblorosa, entre las suyas. Estaba fría ya cuando el alba se la llevó como un
suspiro.
Un mes después de su
muerte, Germán volvió a entrar en su estudio, que se encontraba en el desván de
la vivienda familiar. La pequeña Marina jugaba a sus pies. Germán tomó el
pincel y trató de deslizar un trazo sobre el lienzo. Los ojos se le llenaron de
lágrimas y el pincel se le cayó de las manos. Germán Blau nunca volvió a pintar.
La luz en su interior se había callado para siempre.
Capítulo 9
Durante el resto del otoño
mis visitas a casa de Germán y Marina se transformaron en un ritual diario.
Pasaba los días soñando despierto en clase, esperando el momento de escapar
rumbo a aquel callejón secreto. Allí me esperaban mis nuevos amigos, a
excepción de los lunes, en que Marina acompañaba a Germán al hospital para su tratamiento.
Tomábamos café y charlábamos en las salas en penumbra.
Germán se avino a enseñarme
los rudimentos del ajedrez. Pese a las lecciones, Marina me llevaba a jaque
mate en unos cinco o seis minutos, pero yo no perdía la esperanza.
Poco a poco, casi sin darme cuenta, el mundo
de Germán y Marina pasó a ser el mío. Su casa, los recuerdos que parecían flotar en el aire...
pasaron a ser los míos. Descubrí así que Marina no acudía al colegio para no
dejar solo a su padre y poder cuidar de él. Me explicó que Germán le había
enseñado a leer, a escribir y a pensar.
-De nada sirve toda la geografía,
trigonometría y aritmética del mundo si no aprendes a pensar por ti mismo -se justificaba Marina. Y en ningún colegio
te enseñan eso. No está en el programa.
Germán había abierto su mente al mundo del
arte, de la historia, de la ciencia. La biblioteca alejandrina de la casa se
había convertido en su universo. Cada uno de sus libros era una puerta a nuevos
mundos y a nuevas ideas.
Una tarde a finales de
octubre nos sentamos en el alféizar de una ventana del segundo piso a
contemplar las luces lejanas del Tibidabo. Marina me confesó que su sueño era
llegar a ser escritora. Tenía un baúl repleto de historias y cuentos que llevaba
escribiendo desde los nueve años. Cuando le pedí que me mostrase alguno, me
miró como si estuviese bebido y me dijo que ni hablar.
"Esto es como el ajedrez",
-pensé. Tiempo al tiempo.
A menudo me detenía a
observar a Germán y Marina cuando ellos no reparaban en mí. Jugueteando,
leyendo o enfrentados en silencio ante el tablero de ajedrez. El lazo invisible
que los unía, aquel mundo aparte que se habían construido lejos de todo y de
todos, constituía un hechizo maravilloso.
Un espejismo que a veces
temía quebrar con mi presencia. Había días en que, caminando de vuelta al internado,
me sentía la persona más feliz del mundo sólo por poder compartirlo.
Sin reparar en un porqué, hice de aquella
amistad un secreto. No le había explicado nada acerca de ellos a nadie, ni
siquiera a mi compañero JF. En apenas unas semanas, Germán y Marina se habían
convertido en mi vida secreta y, en
honor a la verdad, en la única vida que deseaba vivir.
Recuerdo una ocasión en que
Germán se retiró a descansar temprano, disculpándose como siempre con sus exquisitos
modales de caballero decimonónico. Yo me quedé a solas con Marina en la sala de
los retratos. Me sonrió enigmáticamente y me dijo que estaba escribiendo sobre
mí. La idea me dejó aterrado.
-¿Sobre mí? ¿Qué quieres decir con escribir
sobre mí?
-Quiero decir acerca de ti, no encima de ti,
usándote como escritorio.
Hasta ahí ya llego. Marina disfrutaba con mi súbito nerviosismo.
-¿Entonces?
-preguntó. ¿O es que tienes tan bajo concepto de ti mismo que no crees
que valga la pena escribir sobre ti?
No tenía respuesta para
aquella pregunta. Opté por cambiar de estrategia y tomar la ofensiva. Eso me lo
había enseñado Germán en sus lecciones de ajedrez. Estrategia básica: cuando te
pillen con los calzones bajados, echa a gritar y ataca.
Bueno, si es así, no tendrás más remedio que
dejarme leerlo apunté.
Marina enarcó una ceja, indecisa.
-Estoy en mi derecho de
saber lo que se escribe sobre mí -añadí.
- lo mejor no te gusta.
-A lo mejor. O a lo mejor sí.
-Lo pensaré.
-Estaré esperando.
El frío llegó a Barcelona
al estilo habitual: como un meteorito. En apenas un día los termómetros empezaron
a mirarse el ombligo. Ejércitos de abrigos salieron de la reserva sustituyendo
a las ligeras gabardinas otoñales. Cielos de acero y vendavales que mordían las
orejas se apoderaron de las calles.
Germán y Marina me sorprendieron al regalarme una gorra de lana que debía de
haber costado una fortuna.
-Es para proteger las
ideas, amigo Oscar explicó Germán. No se
le vaya a enfriar el cerebro.
A mediados de noviembre
Marina me anunció que Germán y ella debían ir a Madrid por espacio de una
semana. Un médico de La Paz, toda una eminencia, había aceptado someter a
Germán a un tratamiento que todavía estaba en fase experimental y que sólo se
había utilizado un par de veces en toda Europa.
-Dicen que ese médico hace milagros, no
sé... -dijo Marina.
La idea de pasar una semana sin ellos me cayó
encima como una losa. Mis esfuerzos por ocultarlo fueron en vano. Marina leía
en mi interior como si fuera transparente. Me palmeó la mano.
-Es sólo una semana, ¿eh? Luego volveremos a
vernos.
Asentí, sin encontrar palabras de consuelo.
-Hablé ayer con Germán acerca de la
posibilidad de que cuidases de Kafka y de la casa durante estos días... -aventuró Marina.
-Por supuesto. Lo que haga falta.
Su rostro se iluminó.
-Ojalá ese doctor sea tan bueno como
dicen -dije.
Marina me miró durante un largo instante. Tras
su sonrisa, aquellos ojos de ceniza desprendían una luz de tristeza que me desarmó.
-Ojalá.
El tren para Madrid partía
de la estación de Francia a las nueve de la mañana. Yo me había escabullido al
amanecer. Con los ahorros que guardaba reservé un taxi para ir a recoger a
Germán y Marina y llevarlos a la estación. Aquella mañana de domingo estaba
sumida en brumas azules que se desvanecían bajo el ámbar de un alba tímida.
Hicimos buena parte del
trayecto callados. El taxímetro del viejo Seat 1500 repiqueteaba como un metrónomo.
-No debería usted haberse
molestado, amigo Oscar -decía Germán.
-No es molestia -repliqué. Que hace un frío que pela y no es cuestión
de que se nos enfríe el ánimo, ¿eh?
Al llegar a la estación,
Germán se acomodó en un café mientras Marina y yo íbamos a comprar los billetes
reservados en la taquilla.
A la hora de partir Germán
me abrazó con tal intensidad que estuve a punto de echarme a llorar. Con ayuda
de un mozo subió al vagón y me dejó a solas para que me despidiese de Marina.
El eco de mil voces y silbatos se perdía en la enorme bóveda de la estación.
Nos miramos en silencio,
casi de refilón.
-Bueno... -dije.
-No te olvides de calentar
la leche porque...
-Kafka odia la leche fría,
especialmente después de un crimen, ya lo sé. El gato señorito.
El jefe de estación se
disponía a dar la salida con su banderín rojo. Marina suspiró.
-Germán está orgulloso de
ti -dijo.
-No tiene por qué.
-Te vamos a echar de menos.
-Eso es lo que tú te
crees. Anda, vete ya.
Súbitamente, Marina se
inclinó y dejó que sus labios rozasen los míos. Antes de que pudiese pestañear
subió al tren. Me quedé allí, viendo cómo el tren se alejaba hacia la boca de niebla. Cuando el
rumor de la máquina se perdió, eché a andar hacia la salida. Mientras lo hacía pensé que nunca
había llegado a contarle a Marina la extraña visión que había presenciado
aquella noche de tormenta en su casa. Con el tiempo, yo mismo había preferido olvidarlo
y había acabado por convencerme de que lo había imaginado todo.
Estaba ya en el gran vestíbulo
de la estación cuando un mozo se me
acercó algo atropelladamente.
-Esto... Ten, esto me lo
han dado para ti.
Me tendió un sobre de color ocre.
-Creo que se equivoca -dije.
-No, no. Esa señora me ha dicho
que te lo diese insistió el mozo.
-¿Qué señora?
El mozo se volvió a
señalar el pórtico que daba al Paseo Colón.
Hilos de bruma barrían los
peldaños de entrada. No había nadie allí. El mozo se encogió de hombros y se
alejó.
Perplejo, me acerqué hasta
el pórtico y salí a la calle justo a tiempo de identificarla. La dama de negro
que habíamos visto en el cementerio de Sarriá subía a un anacrónico carruaje de
caballos. Se volvió para mirarme durante un instante. Su rostro quedaba oculto bajo
un velo oscuro, una telaraña de acero. Un segundo después la portezuela del carruaje
se cerró y el cochero, envuelto en un abrigo gris que le cubría completamente, azotó
los caballos.
El carruaje se alejó a
toda velocidad entre el tráfico del Paseo Colón, en dirección a las Ramblas,
hasta perderse.
Estaba desconcertado, sin
darme cuenta de que sostenía el sobre que el mozo me había entregado. Cuando reparé
en él, lo abrí. Contenía una tarjeta envejecida. En ella podía leerse una dirección:
Mijail Kolvenik, Calle
Princesa, 33, 4º 2ª
Di la vuelta a la tarjeta.
Al dorso, el impresor había reproducido el símbolo que marcaba la tumba sin
nombre del cementerio y el invernadero abandonado. Una mariposa negra con las
alas desplegadas.
Capítulo 10
De camino a la calle
Princesa descubrí que estaba hambriento y me detuve a comprar un pastel en una panadería
frente a la basílica de Santa María del Mar. Un aroma a pan dulce flotaba al
eco de las campanadas. La calle Princesa ascendía a través del casco antiguo en
un angosto valle de sombras.
Desfilé frente a viejos
palacios y edificios que parecían más antiguos que la propia ciudad. El número 33
apenas podía leerse desdibujado en la fachada de uno de ellos. Me adentré en un
vestíbulo que recordaba el claustro de una vieja capilla. Un bloque de buzones
oxidados palidecía sobre una pared de esmaltes quebrados. Estaba buscando en vano
el nombre de Mijail Kolveniken ellos cuando escuché una respiración pesada a mi espalda.
Me volví alerta y descubrí
el rostro apergaminado de una anciana sentada en la garita de portería.
Me pareció una figura de
cera, ataviada de viuda. Un haz de claridad rozó su rostro. Sus ojos eran
blancos como el mármol. Sin pupilas. Estaba ciega.
-¿A quién busca
usted? preguntó con voz quebrada la
portera.
-A Mijail Kolvenik, señora.
Los ojos blancos, vacíos, pestañearon un par
de veces. La anciana negó con la cabeza.
-Me han dado esta dirección
-apunté. Mijail Kolvenik. Cuarto segunda...
La anciana negó de nuevo y regresó a su estado
de inmovilidad.
En aquel momento observé algo moviéndose sobre
la mesa de la garita. Una araña negra trepaba sobre las manos arrugadas de la
portera.
Sus ojos blancos miraban
al vacío.
Sigilosamente me deslicé
hacia las escaleras.
Nadie había cambiado una
bombilla en aquella escalera por lo menos en treinta años. Los peldaños resultaban
resbaladizos y gastados.
Los rellanos, pozos de
oscuridad y silencio. Una claridad temblorosa exhalaba de una claraboya en el ático.
Allí revoloteaba una paloma atrapada. La puerta del cuarto segunda era una losa
de madera labrada con un picaporte de aspecto ferroviario. Llamé un par de veces
y escuché el eco del timbre perdiéndose
en el interior del piso.
Transcurrieron unos
minutos. Llamé de nuevo. Dos minutos más. Empecé a pensar que había penetrado en
una tumba. Uno de los cientos de edificios fantasmas que embrujaban el casco
antiguo de Barcelona.
De pronto la rejilla de la mirilla se
descorrió. Hilos de luz cortaron la oscuridad. La voz que escuché era de arena. Una voz que no había hablado en
semanas, tal vez meses.
-¿Quién va?
-¿Señor Kolvenik? ¿Mijail Kolvenik? -pregunté. ¿Podría hablar con usted un
momento, por favor?
La mirilla se cerró de
golpe.
Silencio. Iba a llamar de
nuevo cuando la puerta del piso se abrió.
Una silueta se recortó en
el umbral. El sonido de un grifo en una pila llegaba desde el interior del piso.
-¿Qué quieres, hijo?
-¿Señor Kolvenik?
-No soy Kolvenik -atajó la voz. Mi nombre es Sentís. Benjamín
Sentís.
-Perdone, señor Sentís,
pero me han dado esta dirección y...
Le tendí la tarjeta que me había entregado el
mozo de estación.
Una mano rígida la agarró
y aquel hombre, cuyo rostro no podía ver, la examinó en silencio durante un buen
rato antes de devolvérmela.
-Mijail Kolvenik no vive
aquí desde hace ya muchos años.
-¿Le conoce? -pregunté. ¿Tal vez pueda usted ayudarme?
Otro largo silencio.
-Pasa -dijo finalmente Sentís.
Benjamín Sentís era un
hombre corpulento que vivía en el interior de una bata de franela granate.
Sostenía en los labios una
pipa apagada y su rostro estaba tocado por uno de aquellos bigotes que empalmaban
con las patillas, estilo Julio Verne. El piso quedaba por encima de la jungla
de tejados del barrio viejo y flotaba en una claridad etérea. Las torres de la catedral
se distinguían en la distancia y la montaña de Montju emergía a lo lejos. Las
paredes estaban desnudas. Un piano coleccionaba capas de polvo, y cajas con diarios
desaparecidos poblaban el suelo. No había nada en aquella casa que hablase del
presente.
Benjamín Sentís vivía en
pretérito pluscuamperfecto.
Nos sentamos en la sala que
daba al balcón y Sentís examinó de nuevo la tarjeta.
-¿Por qué buscas a
Kolvenik? -preguntó.
Decidí explicarle todo desde el principio,
desde nuestra visita al cementerio hasta la extraña aparición de la dama de
negro aquella mañana en la estación de Francia.
Sentís me escuchaba con la
mirada perdida, sin mostrar emoción alguna. Al término de mi relato, un incómodo
silencio medió entre nosotros. Sentís me miró detenidamente. Tenía mirada de
lobo, fría y penetrante.
-Mijail Kolvenik ocupó este
piso durante cuatro años, al poco tiempo de llegar a Barcelona -dijo. Aún hay por ahí detrás algunos de sus
libros. Es cuanto queda de él.
-¿Tendría usted su
dirección actual? ¿Sabe dónde puedo encontrarle?
Sentís se rió.
-Prueba en el infierno.
Le miré sin comprender.
-Mijail Kolvenik murió en 1948.
Según me explicó Benjamín Sentís
aquella mañana, Mijail Kolvenik había llegado a Barcelona a finales de 1919.
Tenía por entonces poco más de veinte años y era natural de la ciudad de Praga.
Kolvenik huía de una
Europa devastada por la Gran Guerra. No hablaba una palabra de catalán ni de
castellano, aunque se expresaba en francés y alemán con fluidez.
No tenía dinero, amigos ni
conocidos en aquella ciudad difícil y hostil. Su primera noche en Barcelona se
la pasó en el calabozo, al ser sorprendido durmiendo en un portal para
protegerse del frío.
En la cárcel, dos
compañeros de celda acusados de robo, asalto e incendio premeditado decidieron darle
una paliza, alegando que el país se estaba yendo al garete por culpa de
piojosos extranjeros. Las tres costillas rotas, las contusiones y las lesiones
internas sanarían con el tiempo, pero el oído izquierdo lo perdió para siempre.
"Lesión del
nervio", dictaminaron los médicos. Un mal principio.
Pero Kolvenik siempre
decía que lo que empieza mal sólo puede acabar mejor. Diez años más tarde, Mijail
Kolvenik llegaría a ser uno de los hombres más ricos y poderosos de Barcelona.
En la enfermería de la cárcel conoció al que
habría de convertirse con los años en su mejor amigo, un joven doctor de
ascendencia inglesa llamado Joan Shelley. El doctor Shelley hablaba algo de alemán
y sabía por propia experiencia lo que era sentirse extranjero en tierra extraña.
Gracias a él, Kolvenik obtuvo un empleo al ser dado de alta en una pequeña
empresa llamada Velo Granell. La Velo Granell fabricaba artículos de ortopedia
y prótesis médicas. El conflicto de Marruecos y la Gran Guerra en Europa habían
creado un enorme mercado para estos productos. Legiones de hombres destrozados
a mayor gloria de banqueros, cancilleres, generales, agentes de bolsa y otros
padres de la patria habían quedado mutilados y destrozados de por vida en nombre
de la libertad, la democracia, el imperio, la raza o la bandera.
Los talleres de la Velo Granell se encontraban
junto al mercado del Borne. En su interior, las vitrinas de brazos, ojos,
piernas y articulaciones artificiales recordaban al visitante la fragilidad del
cuerpo humano. Con un modesto sueldo y la recomendación de la empresa, Mijail
Kolvenik consiguió alojamiento en un piso de la calle Princesa. Lector voraz, en
año y medio había aprendido a defenderse en catalán y castellano.
Su talento e ingenio le valieron que pronto se
le considerase uno de los empleados claves de la Velo Granell. Kolvenik tenía
amplios conocimientos de medicina, cirugía y anatomía. Diseñó un revolucionario
mecanismo neumático que permitía articular el movimiento en prótesis de piernas
y brazos. El ingenio reaccionaba a los impulsos musculares y dotaba al paciente
de una movilidad sin precedentes. Dicha invención puso a la Velo Granell a la
vanguardia del ramo.
Aquél fue sólo el principio. La mesa de dibujo
de Kolvenik no cesaba de alumbrar nuevos avances y por fin fue nombrado
ingeniero jefe del taller de diseño y desarrollo.
Meses más tarde un desafortunado
incidente puso a prueba el talento del joven Kolvenik. El hijo del fundador de
la Velo Granell sufrió un terrible accidente en la factoría. Una prensa
hidráulica le cortó ambas manos como las fauces de un dragón. Kolvenik trabajó incansablemente
durante semanas para crear unas nuevas manos de madera, metal y porcelana, cuyos
dedos respondían al comando de los músculos y tendones del antebrazo.
La solución ideada por
Kolvenik empleaba las corrientes eléctricas de los estímulos nerviosos del brazo
para articular el movimiento.
Cuatro meses después del
suceso, la víctima estrenaba unas manos mecánicas que le permitían agarrar objetos,
encender un cigarro o abotonarse la camisa sin ayuda. Todos convinieron que
esta vez Kolvenik había superado todo lo imaginable.
Él, poco amigo de elogios
y euforias, afirmó que aquello no era más que el despuntar de una nueva ciencia.
En pago a su labor, el fundador de la Velo Granell le nombró director general
de la empresa y le ofreció un paquete de acciones que le convertía virtualmente
en uno de los dueños junto con el hombre a quien su ingenio había dotado de nuevas
manos.
Bajo la dirección de Kolvenik, la Velo Granell
tomó un nuevo rumbo. Amplió su mercado y diversificó su línea de productos. La empresa
adoptó el símbolo de una mariposa negra con las alas desplegadas, cuyo
significado Kolvenik nunca llegó a explicar. La factoría fue ampliada para el
lanzamiento de nuevos mecanismos: miembros articulados, válvulas circulatorias,
fibras óseas y un sinfín de ingenios. El parque de atracciones del Tibidabo se
pobló de autómatas creados por Kolvenik como pasatiempo y campo de experimentación.
La Velo Granell exportaba
a toda Europa, América y Asia. El valor de las acciones y la fortuna personal
de Kolvenik se dispararon, pero él se
negaba a abandonar aquel modesto piso de la calle Princesa. Según decía, no
había motivo para cambiar. Era un hombre solo, de vida sencilla, y aquel alojamiento
bastaba para él y sus libros.
Aquello habría de cambiar
con la aparición de un nueva pieza en el tablero. Eva Irinova era la estrella
de un nuevo espectáculo de éxito en el Teatro Real. La joven, de origen ruso,
apenas contaba con diecinueve años. Se
decía que por su belleza se habían suicidado caballeros en París, Viena y otras
tantas capitales. Eva Irinova viajaba rodeada de dos extraños personajes,
Sergei y Tatiana Glazunow, hermanos gemelos. Los hermanos Glazunow actuaban como
representantes y tutores de Eva Irinova. Se decía que Sergei y la joven diva
eran amantes, que la siniestra Tatiana dormía en el interior de un ataúd en las
fosas del escenario del Teatro Real, que Sergei había sido uno de los asesinos
de la dinastía Romanov, que Eva tenía la capacidad de hablar con los espíritus
de los difuntos... Toda suerte de rocambolescos chismes de farándula alimentaban
la fama de la bella Irinova, que tenía a Barcelona en su puño.
La leyenda de Irinova llegó a oídos de
Kolvenik. Intrigado, acudió una noche al teatro para comprobar por sí mismo la
causa de tanto revuelo. En una noche Kolvenik quedó fascinado por la joven.
Desde aquel día, el
camerino de Irinova se convirtió literalmente en un lecho de rosas. A los dos meses
de la revelación, Kolvenik decidió alquilar un palco en el teatro. Acudía allí
todas las noches a contemplar embelesado el objeto de su adoración. Ni que decir
tiene que el asunto era la comidilla de toda la ciudad.
Un buen día, Kolvenik convocó a sus abogados y los instruyó para que
hiciesen una oferta al empresario Daniel Mestres. Quería adquirir aquel viejo
teatro y hacerse cargo de las deudas que arrastraba. Su intención era
reconstruirlo desde los cimientos y transformarlo en el mayor escenario de
Europa. Un deslumbrante teatro dotado de todos los adelantos técnicos y
consagrado a su adorada Eva Irinova. La dirección del teatro se rindió a su generosa
oferta. El nuevo proyecto fue bautizado como el Gran Teatro Real.
Un día más tarde, Kolvenik
propuso matrimonio a Eva Irinova en perfecto ruso. Ella aceptó.
Tras la boda, la pareja planeaba trasladarse a
una mansión de ensueño que Kolvenik estaba haciéndose construir junto al parque Güell.
El mismo Kolvenik había entregado un
diseño preliminar de la fastuosa construcción al taller de arquitectura de
Sunyer, Balcells y Baró. Se decía que
nunca jamás se había gastado semejante suma en una residencia privada en toda
la historia de Barcelona, lo cual era mucho decir. Sin embargo, no todos
estaban complacidos con este cuento de hadas. El socio de Kolvenik en la Velo Granell no veía con buenos ojos la
obsesión de éste. Temía que destinase fondos de la empresa para financiar su delirante
proyecto de convertir el Teatro Real en la octava maravilla del mundo moderno.
No andaba muy desencaminado. Por si eso fuese poco, empezaban a circular por la
ciudad rumores en torno a prácticas poco ortodoxas por parte de Kolvenik. Surgieron
dudas respecto a su pasado y a la fachada de hombre hecho a sí mismo que se
complacía en proyectar. La mayoría de esos rumores moría antes de llegar a las
imprentas de la prensa, gracias a la implacable maquinaria legal de la Velo
Granell. El dinero no compra la felicidad, solía decir Kolvenik; pero compra todo
lo demás.
Por su parte, Sergei y Tatiana Glazunow, los
dos siniestros guardianes de Eva Irinova, veían peligrar su futuro. No había habitación
para ellos en la nueva mansión en construcción. Kolvenik, previendo el problema
con los gemelos, les ofreció una generosa suma de dinero para anular su supuesto
contrato con Irinova. A cambio debían abandonar el país y comprometerse a no
volver jamás ni a intentar ponerse en contacto con Eva Irinova. Sergei,
inflamado de furia, se negó en redondo y
juró a Kolvenik que nunca se libraría de
ellos dos.
Aquella misma madrugada, mientras Sergei y
Tatiana salían de un portal en la calle Sant Paul, una ráfaga de disparos
efectuados desde un carruaje estuvo a punto de acabar con sus vidas. El ataque
se atribuyó a los anarquistas. Una semana más tarde, los gemelos firmaron el documento
en el que se comprometían a liberar a Eva Irinova y a desaparecer para siempre.
La fecha de la boda entre
Mijail Kolvenik y Eva Irinova quedó fijada
para el veinticuatro de junio de 1935. El escenario: la catedral de Barcelona.
La ceremonia, que algunos
compararon con la coronación del rey Alfonso XIII, tuvo lugar una mañana
resplandeciente. Las multitudes acaparaban cada rincón de la avenida de la
catedral, ansiosas por embeberse del fasto y la grandeza del espectáculo. Eva
Irinova jamás había estado más deslumbrante. Al son de la marcha nupcial de Wagner,
interpretada por la orquesta del Liceo desde las escalinatas de la catedral,
los novios descendieron hacia el carruaje que los esperaba. Cuando apenas faltaban
tres metros para llegar al coche de caballos blancos, una figura rompió el
cordón de seguridad y se abalanzó hacia los novios. Se escucharon gritos de
alarma. Al volverse, Kolvenik se
enfrentó a los ojos inyectados en sangre de Sergei Glazunow.
Ninguno de los presentes
conseguiría olvidar jamás lo que sucedió a continuación. Glazunow extrajo un
frasco de vidrio y lanzó el contenido sobre el rostro de Eva Irinova. El ácido
quemó el velo como una cortina de vapor. Un aullido quebró el cielo. La multitud
estalló en una horda de confusión y, en un instante, el asaltante se perdió
entre el gentío.
Kolvenik se arrodilló junto a la novia y la tomó en sus
brazos.
Las facciones de Eva
Irinova se deshacían bajo el ácido como una acuarela fresca en el agua. La piel
humeante se retiró en un pergamino ardiente y el hedor a carne quemada inundó
el aire. El ácido no había alcanzado los ojos de la joven. En ellos podía
leerse el horror y la agonía. Kolvenik quiso salvar el rostro de su esposa, aplicando
sus manos sobre él. Tan sólo consiguió llevarse pedazos de carne muerta
mientras el ácido devoraba sus guantes. Cuando Eva perdió finalmente el conocimiento,
su cara no era más que una grotesca máscara de hueso y carne viva.
El renovado Teatro Real nunca llegó a abrir
sus puertas. Tras la tragedia, Kolvenik se llevó a su mujer a la mansión inacabada del
parque Güell. Eva Irinova jamás volvió a poner los pies fuera de aquella casa.
El ácido le había destrozado completamente el rostro y había dañado sus cuerdas
vocales. Se decía que se comunicaba a través de notas escritas en un bloc y que
pasaba semanas enteras sin salir de sus habitaciones.
Por aquel entonces, los problemas financieros
de la Velo Granell empezaron a insinuarse con más gravedad de lo que se había
sospechado. Kolvenik se sentía acorralado
y pronto se le dejó de ver en la empresa. Contaban que había contraído una
extraña enfermedad que le mantenía más y más tiempo en su mansión. Numerosas
irregularidades en la gestión de la Velo Granell y en extrañas transacciones
que el propio Kolvenik había realizado
en el pasado salieron a flote. Una fiebre de murmuraciones y de oscuras
acusaciones afloró con tremenda virulencia. Kolvenik, recluido en su refugio
con su amada Eva, se transformó en un personaje de leyenda negra. Un apestado.
El gobierno expropió el consorcio de la sociedad Velo Granell. Las autoridades
judiciales estaban investigando el caso, que, con un expediente de más de mil
folios, no había hecho más que empezar a instruirse.
En los años siguientes, Kolvenik perdió su fortuna. Su mansión se transformó en
un castillo de ruinas y tinieblas. La servidumbre, tras meses sin paga, los abandonó.
Sólo el chofer personal de Kolvenik permaneció fiel. Todo tipo de rumores
espeluznantes empezó a propagarse. Se comentaba que Kolvenik y su esposa vivían entre ratas, vagando por
los corredores de aquella tumba en la que se habían confinado en vida.
En diciembre de 1948, un pavoroso incendió
devoró la mansión de los Kolvenik. Las llamas pudieron verse desde Mataró,
afirmó el rotativo "El Brusi". Quienes lo recuerdan aseguran que el
cielo de Barcelona se transformó en un lienzo escarlata y que nubes de ceniza barrieron la ciudad al amanecer,
mientras la multitud contemplaba en silencio el esqueleto humeante de las
ruinas. Los cuerpos de Kolvenik y Eva se encontraron carbonizados en el ático,
abrazados el uno al otro. Esta imagen apareció en la fotografía de portada de "La
Vanguardia" bajo el título de "El fin de una era".
A principios de 1949, Barcelona empezaba ya a
olvidar la historia de Mijail Kolvenik y
Eva Irinova. La gran urbe estaba cambiando irremisiblemente y el misterio de la
Velo Granell formaba parte de un pasado legendario, condenado a perderse para
siempre.
Capítulo 11
El relato de Benjamín
Sentís me persiguió durante toda la semana como una sombra furtiva. Cuantas más
vueltas le daba, más tenía la impresión de que faltaban piezas en su historia.
Cuáles, era ya otra cuestión. Estos pensamientos me carcomían de sol a sol
mientras esperaba con impaciencia el regreso de Germán y Marina.
Por las tardes, al acabar las clases, acudía a
su casa para comprobar que todo estuviese en orden.
Kafka me esperaba siempre
al pie de la puerta principal, a veces con el botín de alguna cacería entre las
garras. Escanciaba leche en su plato y
charlábamos; es decir, él se bebía la leche y yo monologaba.
Más de una vez tuve la
tentación de aprovechar la ausencia de los dueños
para explorar la residencia, pero me resistí a hacerlo. El eco de su presencia
se sentía en cada rincón. Me acostumbré a esperar el anochecer en el caserón
vacío, al calor de su compañía invisible. Me sentaba en el salón de los cuadros
y contemplaba durante horas los retratos que Germán Blau había pintado de su
esposa quince años atrás. Veía en ellos a una Marina adulta, a la mujer en la
que ya se estaba convirtiendo. Me preguntaba si algún día yo sería capaz de crear
algo de semejante valor. De algún valor.
El domingo me planté como
un clavo en la estación de Francia. Faltaban todavía dos horas para que llegase
el expreso de Madrid. Las ocupé recorriendo la edificación. Bajo su bóveda,
trenes y extraños se reunían como peregrinos.
Siempre había pensado que
las viejas estaciones de ferrocarril eran uno de los pocos lugares mágicos que quedaban
en el mundo. En ellas se mezclaban los fantasmas de recuerdos y despedidas con
el inicio de cientos de viajes a destinos lejanos, sin retorno. "Si algún día
me pierdo, que me busquen en una estación de tren", pensé.
El silbido del expreso de Madrid me rescató de
mis bucólicas meditaciones. El tren irrumpía en la estación a pleno galope.
Enfiló hacia su vía y el gemido de los frenos inundó el espacio. Lentamente,
con la parsimonia propia del tonelaje, el tren se detuvo. Los primeros pasajeros
comenzaron a descender, siluetas sin nombre.
Recorrí con la mirada el
andén mientras el corazón me latía a toda prisa. Docenas de rostros desconocidos
desfilaron frente a mí. De repente vacilé, por si me había equivocado de día,
de tren, de estación, de ciudad o de planeta. Y entonces escuché una voz a mis espaldas, inconfundible.
-Pero esto sí que es una
sorpresa, amigo Oscar. Se le ha echado de menos.
-Lo mismo digo -respondí, estrechando la mano del anciano pintor.
Marina descendía del vagón.
Llevaba el mismo vestido
blanco que el día de su partida. Me sonrió en silencio, la mirada brillante.
-¿Y qué tal estaba Madrid?
-improvisé, tomando el maletín de Germán.
-Precioso. Y siete veces
más grande que la última vez que estuve allí
-dijo Germán. Si no para de crecer, uno de estos días esa ciudad va a
derramarse por los bordes de la meseta.
Advertí en el tono de Germán un buen humor y
una energía especiales. Confié en que aquello fuese signo de que las noticias
del doctor de La Paz eran esperanzadoras. De camino a la salida, mientras
Germán se entregaba dicharachero a una conversación con un atónito mozo sobre
cuánto habían adelantado las ciencias ferroviarias, tuve oportunidad de quedarme
a solas con Marina. Ella me apretó la mano con fuerza.
-¿Cómo ha ido todo? -murmuré. A Germán se le ve animado.
-Bien. Muy bien. Gracias
por venir a recibirnos.
-Gracias a ti por
volver dije. Barcelona se veía muy vacía
estos días... Tengo un montón de cosas que contarte.
Paramos un taxi frente a la estación, un viejo
Dodge que hacía más ruido que el expreso de Madrid. Mientras ascendíamos por las
Ramblas, Germán contemplaba las gentes, los mercados y los quioscos de flores y
sonreía, complacido.
-Dirán lo que quieran, pero
una calle como ésta no la hay en ninguna ciudad del mundo, amigo Oscar. Ríase
usted de Nueva York.
Marina aprobaba los comentarios de su padre,
que parecía revivido y más joven después de aquel viaje.
-¿No es festivo
mañana? -preguntó de repente Germán.
-Sí -dije.
-O sea, que no tiene usted
escuela...
-Técnicamente, no.
Germán se echó a reír y por un segundo creí
ver en él al muchacho que algún día había sido, décadas atrás.
-Y dígame, ¿tiene usted el
día ocupado, amigo Oscar?
A las ocho de la mañana ya
estaba en su casa, tal y como me había pedido Germán. La noche anterior le
había prometido a mi tutor que todas las noches de aquella semana dedicaría el
doble de horas a estudiar si me dejaba libre aquel lunes, dado que era fiesta.
-No sé qué te llevas entre
manos últimamente. Esto no es un hotel, pero tampoco es una prisión.
-Tu comportamiento es tu
propia responsabilidad... -apuntó el padre.
Seguí, suspicaz. Tú sabrás
lo que haces, Oscar.
Al llegar a la villa de Sarriá encontré a
Marina en la cocina preparando una cesta con bocadillos y termos para las
bebidas. Kafka seguía sus movimientos atentamente, relamiéndose.
-¿Adónde vamos? -pregunté, intrigado.
-Sorpresa -respondió Marina.
Al poco rato apareció Germán, eufórico y
jovial. Vestía como un piloto de "rally" de los años veinte. Me
estrechó la mano y me preguntó si podía echarle una mano en el garaje. Asentí.
Acababa de descubrir que tenían garaje. De hecho, tenían tres, como comprobé al
rodear la propiedad junto a Germán.
-Me alegro de que haya
podido unirse a nosotros, Oscar.
Se detuvo frente a la
tercera puerta del garaje, un cobertizo del tamaño de una pequeña casa cubierto
de hiedra. La palanca de la puerta chirrió
al abrirse. Una nube de polvo inundó el interior en tinieblas. Aquel lugar
tenía el aspecto de haber estado cerrado veinte años. Restos de una vieja motocicleta,
herramientas oxidadas y cajas apiladas bajo un manto de polvo grueso como una alfombra
persa.
Vislumbré una lona gris
que cubría lo que debía de ser un automóvil.
Germán asió una punta de
la lona y me indicó que hiciese lo propio.
-¿A la de tres? preguntó.
A la señal, ambos tiramos con fuerza y la lona
se retiró como el velo de una novia. Cuando la nube de polvo se esparció en la
brisa, la tenue luz que se filtraba entre la arboleda descubrió una visión.
Un deslumbrante Tucker de
los años cincuenta color vino y de llantas cromadas dormía en el interior de
aquella caverna. Miré a Germán, atónito. Él sonrió, orgulloso.
-Ya no se hacen coches así,
amigo Oscar.
-¿Arrancará? -pregunté, observando aquella pieza de museo,
según mi apreciación.
-Esto que ve usted aquí es
un Tucker, Oscar. No arranca; cabalga.
Una hora más tarde nos
encontrábamos cincelando la carretera de la costa. Germán iba al volante, pertrechado
con su atavío de pionero del automovilismo y una sonrisa de lotería. Marina y
yo viajábamos a su lado, delante. Kafka tenía para él todo el asiento trasero, donde
dormía plácidamente. Todos los coches nos adelantaban, pero sus ocupantes se
giraban a contemplar el Tucker, con asombro y admiración.
-Cuando hay clase, la
velocidad es una minucia -explicaba Germán.
Estábamos ya cerca de
Blanes y yo seguía sin saber adónde nos dirigíamos. Germán estaba absorto en el
volante y no quise romper su concentración. Conducía con la misma galantería
que le caracterizaba en todo, cediendo el paso hasta a las hormigas y saludando
a ciclistas, transeúntes y motoristas de la guardia civil. Pasado Blanes, una
señal nos anunció la villa costera de Tossa de Mar. Me volví a Marina y ella me
guiñó un ojo. Se me ocurrió que quizás íbamos al castillo de Tossa, pero el Tucker
bordeó el pueblo y tomó la angosta carretera que, siguiendo la costa, continuaba
hacia el norte.
Más que una carretera,
aquello era una cinta suspendida entre el cielo y los acantilados que
serpenteaba en cientos de curvas cerradas. Entre las ramas de los pinos que se aferraban
a empinadas laderas se podía ver el mar extendido en un manto de azul
incandescente. Un centenar de metros más abajo, decenas de calas y recodos
inaccesibles trazaban una ruta secreta entre Tossa de Mar y la Punta Prima, junto
al puerto de Sant Feliu de Guíxols, a una veintena de kilómetros.
Al cabo de unos veinte minutos, Germán detuvo
el coche al borde de la carretera. Marina me miró, señalando que habíamos
llegado. Bajamos del coche y Kafka se alejó hacia los pinos, como si conociese el
camino. Mientras Germán se aseguraba de que el Tucker estuviese bien frenado y
no se fuese ladera abajo, Marina se acercó a la pendiente que caía sobre el mar.
Me uní a ella y contemplé
la visión. A nuestros pies una cala en forma de media luna abrazaba una lengua
de mar verde transparente. Más allá, la hondonada de rocas y playas dibujaba un
arco hasta la Punta Prima, donde la silueta de la ermita de Sant Elm se alzaba como
un centinela en lo alto de la montaña.
-Anda, vamos -me animó Marina.
La seguí a través de los
pinos.
La senda cruzaba la
propiedad de una antigua casa abandonada que los arbustos habían hecho suya.
Desde allí, una escalera horadada en la roca se deslizaba hasta la playa de piedras
doradas. Una bandada de gaviotas alzó el vuelo al vernos y se retiró a los
acantilados que coronaban la cala, trazando una especie de basílica de roca,
mar y luz. El agua era tan cristalina que podía leerse en ella cada pliegue en
la arena bajo la superficie.
Un pico de roca ascendía
en el centro como la proa de un buque varado. El olor del mar era intenso y una
brisa con sabor a sal peinaba la costa. La mirada de Marina se perdió en el
horizonte de plata y bruma.
-Éste es mi rincón favorito
del mundo dijo.
Marina se empeñó en
mostrarme los recovecos de los acantilados.
No tardé en comprender que
acabaría rompiéndome la crisma o cayéndome de cabeza al agua.
-No soy una cabra -puntualicé, intentado aportar algo de sentido
común a aquella suerte de alpinismo sin cables.
Marina, ignorando mis ruegos, se encaramaba
por paredes lijadas por el mar y se colaba por orificios donde la marea
respiraba como una ballena petrificada. Yo, a riesgo de perder el orgullo,
seguía esperando que en cualquier momento el destino me aplicase todos los artículos
de la ley de la gravedad.
Mi pronóstico no tardó en
hacerse realidad. Marina había saltado al otro lado de un diminuto islote para
inspeccionar una gruta en las rocas. Me dije que, si ella podía hacerlo, más me
valía intentarlo.
Un instante después,
sumergía mis dos patazas en las aguas del Mediterráneo. Estaba tiritando de frío
y de vergüenza. Marina me observaba desde las rocas, alarmada.
-Estoy bien -gemí. No me he hecho daño.
-¿Está fría?
-Qué va balbuceé. Es un caldo.
Marina sonrió y, ante mis ojos atónitos, se
desprendió de su vestido blanco y se zambulló en la laguna. Apareció a mi lado
riéndose. Aquello era una locura, en esa época del año. Pero decidí imitarla.
Nadamos con brazadas enérgicas y luego nos tendimos al sol sobre las piedras
tibias. Sentí el corazón acelerado en las sienes, no sabría decir a ciencia
cierta si a causa del agua helada o como consecuencia de las transparencias que
el baño permitía dilucidar en la ropa interior empapada de Marina.
Ella advirtió mi mirada y
se levantó a buscar su vestido, que yacía sobre las rocas. La observé caminar
entre las piedras, cada músculo de su cuerpo dibujándose bajo la piel húmeda al
sortear las rocas. Me relamí los labios salados y pensé que tenía un hambre de lobo.
Pasamos el resto de la
tarde en aquella cala escondida del mundo, devorando los bocadillos de la cesta
mientras Marina relataba la peculiar historia de la propietaria de aquella
masía abandonada entre los pinos. La casa había pertenecido a una escritora
holandesa a quien una extraña enfermedad la estaba dejando ciega día a día.
Sabedora de su destino, la escritora decidió construirse un refugio sobre los
acantilados y retirarse a vivir en él sus últimos días de luz, sentada frente a
la playa, contemplando el mar.
Vivía aquí con la única compañía
de Sacha, un pastor alemán, y de sus libros favoritos -explicó Marina. Cuando perdió completamente
la vista, sabiendo que sus ojos jamás podrían ver un nuevo amanecer sobre el
mar, pidió a unos pescadores que solían anclar junto a la cala que se hiciesen
cargo de Sacha. Días más tarde, al alba, tomó un bote de remos y se alejó mar adentro.
Nunca se la volvió a ver.
Por algún motivo, sospeché que la historia de
la autora holandesa era una invención de Marina y así se lo di a entender.
-A veces, las cosas más
reales sólo suceden en la imaginación, Oscar
-dijo ella. Sólo recordamos lo que nunca sucedió.
Germán se había quedado
dormido, el rostro bajo su sombrero y Kafka a sus pies. Marina observó a su
padre con tristeza. Aprovechando el sueño de Germán, la tomé de la mano y nos
alejamos hacia el otro extremo de la playa. Allí, sentados sobre un lecho de
roca alisada por las olas, le expliqué todo lo sucedido en su ausencia.
No dejé detalle, desde la
extraña aparición de la dama de negro en la estación, a la historia de Mijail
Kolvenik y la Velo Granell que me había
explicado Benjamín Sentís, sin olvidar la siniestra presencia en la tormenta
aquella noche en su casa de Sarriá. Me escuchó en silencio, con la mirada
perdida en el agua que formaba remolinos a sus pies, ausente.
Permanecimos un buen rato
allí, callados, observando la silueta de la lejana ermita de Sant Elm.
-¿Qué dijo el médico de La
Paz? pregunté finalmente.
Marina alzó la mirada. El sol empezaba a caer
y un reluz ámbar reveló sus ojos empañados en lágrimas.
-Que no queda mucho
tiempo...
Me volví y vi que Germán nos saludaba con la
mano. Sentí que el corazón se me encogía y que un nudo insoportable me
atenazaba la garganta.
-Él no lo cree -dijo Marina.
-Es mejor así.
La miré de nuevo y comprobé que se había
secado las lágrimas rápidamente con gesto optimista. Me sorprendí a mí mismo
mirándola fijamente y, sin saber de dónde me salió el coraje, me incliné sobre su
rostro buscando su boca. Marina posó los dedos sobre mis labios y me acarició
la cara, rechazándome suavemente. Un segundo más tarde se incorporó y la vi alejarse.
Suspiré.
Me levanté y volví con Germán. Al acercarme,
advertí que estaba dibujando en un pequeño cuaderno de apuntes. Recordé que
hacía años que no cogía un lápiz ni un pincel.
Germán alzó la vista y me
sonrió.
-A ver qué opina usted del
parecido, Oscar -dijo despreocupadamente,
y me mostró el cuaderno. Los trazos del lápiz habían conjurado el rostro de
Marina con una perfección sobrecogedora.
-Es magnífico -murmuré.
-¿Le gusta? Lo celebro.
La silueta de Marina se recortaba en el otro
extremo de la playa, inmóvil frente al mar. Germán la contempló primero a ella
y luego a mí. Cortó la hoja y me la tendió.
-Es para usted, Oscar, para
que no se olvide de mi Marina.
De vuelta, el crepúsculo
transformó el mar en una balsa de cobre fundido. Germán conducía sonriente y no
cesaba de explicar anécdotas sobre sus años al volante de aquel viejo Tucker.
Marina le escuchaba, riéndose de sus ocurrencias y sosteniendo la conversación
con hilos invisibles de hechicera. Yo iba callado, la frente pegada a la ventana
y el alma en el fondo del bolsillo. A medio camino, Marina me tomó la mano en
silencio y la sostuvo entre las suyas.
Llegamos a Barcelona al anochecer. Germán se
empeñó en acompañarme hasta la puerta del internado. Aparcó el Tucker frente a la
verja y me dio la mano. Marina descendió y entró conmigo. Su presencia me
quemaba y no sabía cómo irme de allí.
-Oscar, si hay algo...
-No.
-Mira, Oscar, hay cosas que
tú no entiendes, pero...
-Eso es evidente corté.
-Buenas noches. Me volví
para huir a través del jardín.
-Espera -dijo Marina desde la verja.
Me detuve junto al estanque.
-Quiero que sepas que hoy
ha sido uno de los mejores días de mi vida
-dijo.
Cuando me volví a responder, Marina ya se
había marchado.
Ascendí cada peldaño de la
escalera como si llevase botas de plomo. Me crucé con algunos de mis compañeros.
Me miraron de reojo, como si fuese un desconocido. Los rumores de mis
misteriosas ausencias habían corrido por el colegio. Poco me importaba. Cogí el
periódico del día de la mesa del corredor y me refugié en mi habitación. Me
tendí en la cama con el diario sobre el pecho. Escuché voces en el pasillo.
Encendí la lamparilla de noche y me sumergí en el mundo para mí irreal del
diario. El nombre de Marina parecía escrito en cada línea. "Ya pasará",
pensé.
Al poco rato, la rutina de
las noticias me sosegó. Nada mejor que leer acerca de los problemas de los demás
para olvidar los propios. Guerras, estafas, asesinatos, fraudes, himnos,
desfiles y fútbol. El mundo seguía sin cambios. Más tranquilo, seguí leyendo.
Al principio no lo advertí. Era una pequeña nota, un breve para rellenar espacio.
Doblé el diario y lo coloqué bajo la luz.
Cadáver
hallado en un túnel de alcantarillado del barrio Barcelona. Gustavo Berceo, redacción.
El cuerpo de Benjamín Sentís, de ochenta y tres años de edad y natural de Barcelona, fue hallado la madrugada del viernes en una boca del colector cuarto de la red de alcantarillado de Ciutat
Vella. Se desconoce cómo llegó el cadáver
hasta ese tramo, cerrado desde 1941. La causa de la muerte se atribuye a un paro cardíaco. Pero, según
nuestras fuentes, al cuerpo del
fallecido se le habían amputado ambas
manos.
Benjamín Sentís,
retirado, adquirió cierta notoriedad en los años cuarenta en torno al escándalo de la empresa Velo Granell, de la
que fue socio accionista. En los últimos
años había vivido recluido en un pequeño
piso de la calle Princesa, sin parentescos conocidos y casi arruinado.
Capítulo 12
Pasé la noche en vela,
dándole vueltas al relato que Sentís me había explicado. Releí la noticia de su
muerte una y otra vez, esperando encontrar en ella alguna clave secreta entre
los puntos y las comas. El anciano me había ocultado que él era el socio de
Kolvenik en la Velo Granell. Si el resto de su historia era consistente, supuse
que Sentís debía de haber sido el hijo del fundador de la empresa, el hijo que
había heredado el cincuenta por ciento de las acciones de la compañía al ser nombrado
Kolvenik director general.
Esta revelación cambiaba
todas las piezas del rompecabezas de lugar. Si Sentís me había mentido en ese punto,
podía haberme mentido en todo lo demás.
La luz del día me sorprendió intentando dilucidar qué significado
tenían la historia y su desenlace. Ese mismo martes me escabullí durante la
pausa del mediodía para encontrarme con Marina. Ella, que parecía haberme leído
el pensamiento una vez más, esperaba en el jardín con una copia del diario del
día anterior en las manos. Una simple mirada me bastó para saber que ya había
leído la noticia de la muerte de Sentís.
-Ese hombre te mintió... Y ahora está muerto.
Marina echó un vistazo hacia la casa, como si
temiese que Germán pudiese oírnos.
-Mejor será que vayamos a dar una vuelta -propuso.
Acepté, aunque tenía que volver a clase en
menos de media hora.
Nuestros pasos nos dirigieron hacia el parque
de Santa Amelia, en la frontera con el barrio de Pedralbes. Una mansión
restaurada recientemente como centro cívico se alzaba en el corazón del parque. Uno de los
antiguos salones albergaba ahora una cafetería. Nos sentamos a una mesa junto a
un amplio ventanal. Marina leyó en voz alta la noticia que yo casi era capaz de
recitar de memoria.
-No dice en ningún sitio
que haya sido un asesinato -aventuró Marina,
con poca convicción.
-Ni falta que hace. Un
hombre que ha vivido recluido durante veinte años aparece muerto en las alcantarillas,
donde alguien se ha entretenido en quitarle las dos manos, de propina, antes de
abandonar el cuerpo...
-De acuerdo. Es un
asesinato.
-Es más que un
asesinato -dije, con los nervios de
punta. ¿Qué hacía Sentís en un túnel abandonado de las alcantarillas en mitad
de la noche?
Un camarero que secaba vasos aburrido tras la
barra nos escuchaba.
-Baja la voz -susurró Marina.
Asentí y traté de calmarme.
-Tal vez deberíamos ir a la policía y explicar
lo que sabemos -apuntó Marina.
-Pero no sabemos nada -objeté.
-Sabemos algo más que
ellos, probablemente. Hace una semana una misteriosa mujer te hace llegar una tarjeta
con la dirección de Sentís y el símbolo de la mariposa negra. Tú visitas a
Sentís, quien dice no saber nada del asunto, pero te explica una extraña
historia sobre Mijail Kolvenik y la empresa Velo Granell, envuelta en turbios asuntos
cuarenta años atrás. Por algún motivo olvida decirte que él formó parte de esa
historia, que de hecho él era el hijo del socio fundador, el hombre para quien
ese tal Kolvenik creó dos manos artificiales
tras un accidente en la factoría... Siete días más tarde, Sentís aparece muerto
en las cloacas...
-Sin las manos ortopédicas...
-añadí, recordando que Sentís se había mostrado reticente a estrecharme la mano
al recibirme.
Al pensar en su mano
rígida, sentí un escalofrío.
-Por alguna razón, cuando
entramos en aquel invernadero nos cruzamos en el camino de algo -dije, tratando de poner orden en mi mente, y
ahora hemos pasado a formar parte de ello. La mujer de negro acudió a mí con
esa tarjeta...
-Oscar, no sabemos si
acudió a ti ni cuáles eran sus motivos. No sabemos ni quién es...
-Pero ella sí sabe quiénes
somos nosotros y dónde encontrarnos. Y si ella lo sabe...
Marina suspiró.
-Llamemos ahora mismo a la
policía y olvidé monos de todo esto cuanto antes -dijo. No me gusta y además no es asunto
nuestro.
-Lo es, desde que decidimos
seguir a la dama en el cementerio...
Marina desvió la mirada hacia el parque. Dos
niños jugueteaban con una cometa, intentado alzarla al viento. Sin apartar los ojos de ellos,
murmuró lentamente:
-¿Qué sugieres entonces?
Sabía perfectamente lo que
yo tenía en mente.
El sol se ponía sobre la
iglesia de la Plaza Sarriá cuando Marina y yo nos adentramos en el Paseo de la
Bonanova rumbo al invernadero. Habíamos tenido la precaución de coger una
linterna y una caja de fósforos. Torcimos en la calle Iradier y nos adentramos en
los pasajes solitarios que bordeaban la vía de los ferrocarriles.
El eco de los trenes
ascendiendo hacia Vallvidrera se filtraba entre las arboledas. No tardamos en encontrar
el callejón donde habíamos perdido de vista a la dama y la verja que ocultaba
el invernadero al fondo. Un manto de
hojas secas cubría el empedrado. Sombras gelatinosas se extendían a nuestro
alrededor mientras penetrábamos en la maleza. La hierba silbaba al viento y el rostro
de la luna sonreía entre resquicios en el cielo. Al caer la noche, la hiedra
que cubría el invernadero me hizo pensar en una cabellera de serpientes.
Rodeamos la estructura del edificio y encontramos la puerta trasera. La lumbre
de un fósforo reveló el símbolo de Kolvenik y la Velo Granell, empañado por el musgo.
Tragué saliva y miré a Marina. Su rostro exhalaba un brillo cadavérico.
-Ha sido idea tuya volver aquí... -dijo.
Encendí la linterna y su
luz rojiza inundó el umbral del invernadero. Eché un vistazo antes de entrar. A
la luz del día aquel lugar me había parecido siniestro. Ahora, de noche, se me
antojó un escenario de pesadilla. El haz de la linterna descubría relieves sinuosos
entre los escombros. Caminaba seguido de Marina, enfocando la linterna al
frente. El suelo, húmedo, crujía a nuestro paso.
El escalofriante siseo de las figuras de madera
rozando unas con otras llegó hasta nuestros oídos. Ausculté el sudario de
sombras en el corazón del invernadero. Por un instante no supe recordar si aquella
tramoya de figuras suspendidas había quedado alzada o caída cuando nos habíamos
ido de allí. Miré a Marina y vi que ella estaba pensando lo mismo.
-Alguien ha estado aquí
desde la última vez... -dijo, señalando las
siluetas suspendidas del techo a media altura.
Un mar de pies se
balanceaba.
Sentí una oleada de frío
en la base de la nuca y comprendí que alguien había vuelto a bajar las figuras.
Sin perder más tiempo me dirigí hacia el escritorio y le cedí la linterna a
Marina.
-¿Qué estamos
buscando? -murmuró ella.
Señalé el álbum de viejas fotografías sobre la
mesa. Lo cogí y lo introduje en la bolsa que llevaba a la espalda.
-Ese álbum no es nuestro,
Oscar, no sé si...
Ignoré sus protestas y me
arrodillé para inspeccionar los cajones del escritorio. El primero contenía
toda clase de herramientas oxidadas, cuchillas, púas y sierras de filo gastado.
El segundo estaba vacío. Pequeñas arañas negras correteaban sobre el fondo, buscando refugio en los resquicios de
la madera. Lo cerré y probé suerte con el tercer cajón. La cerradura estaba trabada.
-¿Qué pasa? -escuché susurrar a Marina, su voz cargada de
inquietud.
Tomé una de las cuchillas
del primer cajón y traté de forzar la cerradura. Marina, a mi espalda, sostenía
la linterna en alto, observando las sombras danzantes que resbalaban por los
muros del invernadero.
-¿Te falta mucho?
-Tranquila. Es un minuto.
Podía sentir el tope de la
cerradura con la cuchilla. Rodeándolo, horadé el contorno. La madera seca,
podrida, cedía con facilidad bajo mi presión. El carraspeo de la madera
astillada crujía ruidosamente. Marina se agachó junto a mí y dejó la linterna
sobre el suelo.
-¿Qué es ese ruido? -preguntó de pronto.
-No es nada. Es la madera
del cajón al ceder...
Ella posó su mano sobre las
mías, deteniendo mi movimiento.
Durante un instante el
silencio nos envolvió. Sentí el pulso acelerado de Marina sobre mi mano.
Entonces también yo
advertí aquel sonido. El chasquido de las maderas en lo alto. Algo se estaba moviendo
entre las figuras ancladas en la oscuridad. Forcé la vista, justo a tiempo de
percibir el contorno de lo que me pareció un brazo moviéndose sinuosamente. Una
de las figuras se estaba descolgando, deslizándose como un áspid entre las
ramas. Otras siluetas empezaron a moverse al mismo tiempo.
Aferré la cuchilla con
fuerza y me incorporé, temblando. En aquel instante, alguien o algo retiró la linterna
de nuestros pies. Rodó hasta un ángulo y quedamos sumidos en la oscuridad
absoluta. Fue entonces cuando escuchamos aquel silbido, acercándose.
Agarré la mano de mi
compañera y echamos a correr hacia la salida.
A nuestro paso, la tramoya
de figuras descendía lentamente, brazos y piernas rozando nuestras cabezas, pugnando
por aferrarse a nuestras ropas. Sentí uñas de metal en la nuca. Escuché a
Marina gritar a mi lado y la empujé frente a mí, impulsándola a través de aquel
túnel infernal de criaturas que descendían de las tinieblas. Los haces de luna
que se filtraban desde las grietas en la hiedra desvelaban visiones de rostros
quebrados, ojos de cristal y dentaduras esmaltadas.
Blandí la cuchilla a un
lado y a otro con fuerza. La sentí rasgar un cuerpo duro. Un fluido espeso me impregnó los dedos. Retiré la mano; algo
tiraba de Marina hacia las sombras. Marina aulló de terror y pude ver el rostro
sin mirada, de cuencas vacías y negras, de la bailarina de madera rodeando su garganta
con dedos afilados como navajas. Su rostro estaba cubierto por una máscara de
piel muerta.
Me lancé con todas mi
fuerzas contra ella y la derribé sobre el suelo.
Pegado a Marina, corrimos
hacia la puerta, mientras la figura decapitada de la bailarina se alzaba de nuevo,
un títere de hilos invisibles blandiendo garras que chasqueaba como si fueran
tijeras.
Al salir al aire libre
advertí que varias siluetas oscuras nos bloqueaban el paso hacia la salida. Corrimos
en dirección contraria hacia un cobertizo junto al muro que separaba el solar
de las vías del tren. Las puertas de cristal del cobertizo estaban empañadas por
décadas de mugre. Cerradas. Rompí el cristal con el codo y palpé la cerradura interior.
Una manija cedió y la puerta se abrió hacia dentro. Entramos apresuradamente.
Las ventanas posteriores
dibujaban dos manchas de claridad lechosa.
La telaraña del tendido
eléctrico del tren podía adivinarse al otro lado. Marina se volvió un instante a
mirar atrás. Formas angulosas se recortaban en la puerta del cobertizo.
-¡Deprisa! -gritó.
Miré desesperadamente a mi
alrededor buscando algo con que romper la ventana. El cadáver herrumbroso de un
viejo automóvil se pudría en la oscuridad. La manivela del motor yacía al
frente. La agarré y golpeé repetidamente la ventana, protegiéndome de la lluvia
de cristales. La brisa nocturna me sopló en la cara y sentí el aliento viciado
que exhalaba de la boca del túnel.
-¡Por aquí! -Marina se
aupó hasta el hueco de la ventana mientras yo contemplaba las siluetas reptando
lentamente hacia el interior del garaje.
Blandí la manivela
metálica con ambas manos. Súbitamente, las figuras se detuvieron y dieron un paso
atrás. Miré sin comprender y entonces escuché aquel aliento mecánico sobre mí. Salté
instintivamente hacia la ventana, al tiempo que un cuerpo se desprendía del techo.
Reconocí la figura del policía sin brazos. Su rostro me pareció cubierto por
una máscara de piel muerta, cosida burdamente.
Las costuras sangraban.
-¡Oscar! gritó Marina desde el otro lado de la ventana.
Me lancé entre las fauces
de cristal astillado. Noté cómo una lengua de vidrio me cortaba a través de la
tela de mi pantalón. La sentí abrir la piel limpiamente. Aterricé al otro lado
y el dolor me golpeó de súbito. Noté el fluir tibio de la sangre bajo la ropa.
Marina me ayudó a
incorporarme y trampeamos los raíles del tren hacia el otro lado. En aquel
momento una presión me aferró el tobillo y me hizo caer de bruces sobre las vías.
Me volví, aturdido. La mano de una monstruosa marioneta se cerraba sobre mi
pie. Me apoyé sobre un raíl y sentí la vibración sobre el metal. La luz lejana
de un tren se reflejaba sobre los muros. Escuché el chirrido de las ruedas y sentí
temblar el suelo bajo mi cuerpo.
Marina gimió al comprobar
que un tren se acercaba a toda velocidad. Se arrodilló a mis pies y forcejeó
con los dedos de madera que me apresaban. Las luces del tren la golpearon.
Escuché el silbido, aullando. El muñeco yacía inerte; aguantaba su presa, inquebrantable.
Marina luchaba con ambas manos por liberarme. Uno de los dedos cedió. Marina
suspiró.
Medio segundo más tarde,
el cuerpo de aquel ser se incorporó y asió con su otra mano a Marina del brazo.
Con la manivela que aún sostenía, golpeé con todas mis fuerzas el rostro de
aquella figura inerte hasta quebrar la estructura del cráneo. Comprobé con
horror que lo que había tomado por madera era hueso. Había
vida en aquella criatura.
El rugido del tren se hizo
ensordecedor, ahogando nuestros gritos. Las piedras entre las vías temblaban.
El haz de luz del ferrocarril nos envolvió con su halo.
Cerré los ojos y seguí
golpeando con toda el alma a aquel siniestro títere hasta sentir que la cabeza se
desencajaba del cuerpo. Sólo entonces sus garras nos liberaron.
Rodamos sobre las piedras,
cegados por la luz. Toneladas de acero cruzaron a escasos centímetros de nuestros
cuerpos arrancando una lluvia de chispas. Los fragmentos despedazados del
engendro salieron despedidos, humeando como las brasas que saltan en una
hoguera.
Cuando el tren hubo pasado,
abrimos los ojos. Me volví hacia Marina y asentí, dándole a entender que estaba
bien. Nos incorporamos lentamente. Entonces sentí la punzada de dolor en la
pierna.
Marina colocó mi brazo
sobre sus hombros y así pude alcanzar el otro lado de las vías. Una vez allí, nos
giramos a mirar atrás. Algo se movía entre los raíles, brillando bajo la luna.
Era una mano de madera, segada por las ruedas del tren. La mano se agitaba en espasmos
más y más espaciados, hasta que se detuvo por completo. Sin mediar palabra, ascendimos
entre los arbustos hacia un callejón que conducía a la calle Anglí. Las campanas
de la iglesia sonaban a lo lejos.
Afortunadamente, Germán
dormitaba en su estudio cuando llegamos.
Marina me guió
sigilosamente hasta uno de los baños para limpiarme la herida de la pierna a la
luz de las velas. Las paredes y el suelo estaban cubiertos de baldosas esmaltadas
que reflejaban la llama. Una monumental bañera apoyada sobre cuatro patas de
hierro se alzaba en el centro.
-Quítate los
pantalones -dijo Marina, de espaldas a
mí, buscando en el botiquín.
-¿Qué?
-Ya me has oído.
Hice lo que me ordenaba y
extendí la pierna sobre el borde de la bañera. El corte era más profundo de lo
que había pensado y el contorno había adquirido un tono purpúreo. Me entraron
náuseas.
Marina se arrodilló junto
a mí y lo examinó cuidadosamente.
-¿Te duele?
-Sólo cuando lo miro.
Mi improvisada enfermera
tomó un algodón impregnado en alcohol y lo aproximó al corte.
-Esto va a escocer...
Cuando el alcohol mordió la
herida, aferré el borde de la bañera con tal fuerza que debí de dejar grabadas
mis huellas dactilares en él.
-Lo siento -murmuró Marina, soplando sobre el corte.
Más lo siento yo.
Respiré profundamente y
cerré los ojos mientras ella seguía limpiando la herida meticulosamente. Finalmente
tomó una venda del botiquín y la aplicó sobre el corte. Aseguró el esparadrapo
con mano experta, sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo.
-No iban por nosotros -dijo Marina.
No supe bien a qué se
refería.
-Esas figuras en el
invernadero -añadió sin mirarme. Buscaban
el álbum de fotografías. No debimos habérnoslo llevado...
Sentí su aliento sobre mi
piel mientras aplicaba una gasa limpia.
-Sobre lo del otro día, en
la playa... -empecé.
Marina se detuvo y alzó la
mirada.
-Nada.
Marina aplicó la última
tira de esparadrapo y me observó en silencio. Creí que iba a decirme algo, pero
simplemente se incorporó y salió del baño.
Me quedé a solas con las
velas y unos pantalones inservibles.
Capítulo 13
Cuando llegué al internado,
pasada la medianoche, todos mis compañeros estaban ya acostados, aunque desde
las cerraduras de sus habitaciones se filtraban agujas de luz que iluminaban el
pasillo. Me deslicé de puntillas hasta mi cuarto. Cerré la puerta con sumo cuidado
y miré el despertador de la mesilla. Casi la una de la madrugada. Encendí la
lámpara y extraje de mi bolsa el álbum de fotografías que nos habíamos llevado
del invernadero.
Lo abrí y me sumergí de nuevo en la galería de
personajes que lo poblaban. Una imagen mostraba una mano cuyos dedos estaban unidos
por membranas, igual que los de un anfibio. Junto a ella, una niña de rubios
tirabuzones ataviada de blanco ofrecía una sonrisa casi demoníaca, con
colmillos caninos asomando entre los labios. Página tras página, crueles
caprichos de la naturaleza desfilaron ante mí.
Dos hermanos albinos cuya
piel parecía a punto de prender en llamas con la simple claridad de una vela.
Siameses unidos por el cráneo, sus rostros enfrentados de por vida. El cuerpo
desnudo de una mujer cuya columna vertebral se retorcía como una rama seca... Muchos
de ellos eran niños o jóvenes. Muchos parecían menores que yo. Apenas había
adultos ni ancianos. Comprendí que la esperanza de vida para aquellos
infortunados era mínima.
Recordé las palabras de Marina, que aquel
álbum no era nuestro y que nunca debimos habernos apropiado de él. Ahora,
cuando la adrenalina ya se me había evaporado de la sangre, esa idea cobró un nuevo
significado. Al examinarlo, profanaba una colección de recuerdos que no me
pertenecían. Percibía que aquellas imágenes de tristeza e infortunio eran, a su
manera, un álbum familiar. Pasé las páginas repetidamente, creyendo intuir
entre ellas un vínculo que iba más allá del espacio y el tiempo. Por fin lo
cerré y lo guardé de nuevo en mi bolsa. Apagué la luz y la imagen de Marina
caminando en su playa desierta me vino a la mente. La vi alejarse en la orilla
hasta que el sueño acalló la voz de la marea.
Por un día la lluvia se
cansó de Barcelona y partió rumbo Norte. Como un forajido, me salté la última
clase de aquella tarde para encontrarme con Marina. Las nubes se habían abierto
en un telón azul.
Una lengua de sol
salpicaba las calles. Ella me esperaba en el jardín, concentrada en su cuaderno
secreto. Tan pronto me vio se afanó en cerrarlo. Me pregunté si estaría
escribiendo sobre mí, o sobre lo que nos había sucedido en el invernadero.
-¿Qué tal sigue tu pierna?
-preguntó, aferrando el cuaderno con ambos brazos.
-Sobreviviré. Ven, tengo
algo que quiero enseñarte.
Saqué el álbum y me senté
junto a ella en la fuente. Lo abrí y pasé varias hojas. Marina suspiró en
silencio, perturbada por aquellas imágenes.
-Aquí está -dije, deteniéndome en una fotografía, hacia
el final del álbum. Esta mañana, al levantarme, me ha venido a la cabeza.
Hasta ahora no había
caído, pero hoy...
Marina observó la
fotografía que le mostraba. Era una imagen en blanco y negro, embrujada con la rara
nitidez que sólo los viejos retratos de estudio poseen. En ella podía
apreciarse un hombre cuyo cráneo estaba brutalmente deformado y cuya espina
dorsal apenas
le mantenía en pie. Se
apoyaba en un hombre joven ataviado con una bata blanca, lentes redondos y un corbatín
a juego con su bigote pulcramente recortado. Un médico.
El doctor miraba a la
cámara. El paciente se cubría los ojos con la mano, como si se avergonzase de su
condición. Tras ellos se distinguía el panel de un vestidor y lo que parecía
una consulta médica.
En una esquina se
apreciaba una puerta entreabierta. Desde ella, mirando tímidamente la escena,
una niña de muy corta edad sostenía una muñeca. La fotografía parecía más un
documento médico de archivo que otra cosa.
-Fíjate bien -insistí.
-No veo más que a un pobre
hombre...
-No le mires a él. Mira detrás
de él.
-Una ventana...
-¿Qué ves a través de esa
ventana?
Marina frunció el ceño.
-¿Lo reconoces? -pregunté, señalando la figura de un dragón que
decoraba la fachada del edificio al otro lado de la habitación desde donde
había sido tomada la fotografía.
-Lo he visto en alguna parte...
-Eso mismo pensé yo -corroboré. Aquí en Barcelona. En las Ramblas,
frente al Teatro del Liceo. Repasé todas y cada una de las fotografías del
álbum y ésta es la única que está tomada en Barcelona. Despegué la fotografía
del álbum y se la tendí a Marina. Al dorso, en letras casi borradas, se leía:
Estudio Fotográfico Martorell Borrás 1951
Copia Doctor Joan Shelley Rambla de los Estudiantes 46 48, 1º
Barcelona
Marina me devolvió la
fotografía, encogiéndose de hombros.
-Hace casi treinta años que
fue tomada esa fotografía, Oscar... No significa nada...
-Esta mañana he mirado en
el listín telefónico. El tal doctor Shelley figura todavía como ocupante en el
46 48 de la Rambla de los Estudiantes, primer piso. Sabía que me sonaba. Luego
he recordado que Sentís mencionó que el doctor Shelley había sido el primer
amigo de Mijail Kolvenik al llegar a Barcelona...
Marina me estudió.
-Y tú, para celebrarlo, has
hecho algo más que mirar el listín...
-He llamado -admití. Me ha contestado la hija del doctor
Shelley, María. Le he dicho que era de la máxima importancia que hablásemos con
su padre.
-¿Y te ha hecho caso?
-Al principio no, pero
cuando he mencionado el nombre de Mijail Kolvenik, le ha cambiado la voz. Su padre ha
accedido a recibirnos.
-¿Cuándo?
Consulté mi reloj.
En unos cuarenta minutos.
Tomamos el metro hasta la
Plaza Cataluña. Empezaba a caer la tarde cuando ascendimos por las escaleras
que daban a la boca de las Ramblas. Se acercaban las Navidades y la ciudad
estaba engalanada con guirnaldas de luz. Los faroles dibujaban espectros multicolores
sobre el paseo. Bandadas de palomas revoloteaban entre quioscos de flores y
cafés, músicos ambulantes y cabareteras, turistas y lugareños, policías y
truhanes, ciudadanos y fantasmas de otras épocas. Germán tenía razón; no había
una calle así en todo el mundo.
La silueta del Gran Teatro
del Liceo se alzó frente a nosotros. Era noche de ópera y la diadema de luces
de las marquesinas estaba encendida. Al otro lado del paseo reconocimos el
dragón verde de la fotografía en la esquina de una fachada, contemplando el gentío.
Al verlo pensé que la historia había reservado los altares y las estampitas
para san Jorge, pero al dragón le había tocado la ciudad de Barcelona en perpetuidad.
La antigua consulta del
doctor Joan Shelley ocupaba el primer piso de un viejo edificio de aire señorial
e iluminación fúnebre.
Cruzamos un vestíbulo
cavernoso desde el que una escalinata suntuosa ascendía en espiral. Nuestros pasos
se perdieron en el eco de la escalera. Observé que los llamadores de las
puertas estaban forjados con forma de rostros de ángel. Vidrieras catedralicias
rodeaban el tragaluz, convirtiendo el edificio en el mayor caleidoscopio del mundo.
El primer piso, como solía suceder en los edificios de la época, no era tal,
sino el tercero.
Pasamos el entresuelo y el
principal hasta llegar a la puerta en la que una vieja placa de bronce anunciaba:
"Dr. Joan Shelley". Miré mi reloj. Faltaban dos minutos para la hora
señalada cuando Marina llamó a la puerta.
Sin duda, la mujer que nos
abrió se había escapado de una estampa religiosa. Evanescente, virginal y
tocada de un aire místico. Su piel era nívea, casi transparente; y sus ojos,
tan claros que apenas tenían color. Un ángel sin alas.
-¿Señora Shelley? -Pregunté con cortesía.
Ella admitió dicha
identidad, su mirada encendida de curiosidad.
-Buenas tardes -empecé. Mi nombre es Oscar. Hablé con usted esta
mañana...
-Lo recuerdo. Adelante. Adelante...
Nos invitó a pasar. María Shelley
se desplazaba como una bailarina saltando entre nubes, cámara lenta. Era de
constitución frágil y desprendía un aroma a agua de rosas. Calculé que debía de
tener treinta y pocos años, pero parecía más joven. Tenía una de las muñecas
vendada y un pañuelo rodeaba su garganta de cisne. El vestíbulo era una cámara
oscura tramada de terciopelo y espejos ahumados. La casa olía a museo, como si
el aire que flotaba en ella llevase allí
atrapado décadas.
-Le agradecemos mucho que
nos reciba. Ésta es mi amiga Marina.
María posó su mirada en
Marina. Siempre me ha parecido fascinante ver cómo las mujeres se examinan unas
a otras. Aquella ocasión no fue una excepción.
-Encantada -dijo finalmente María Shelley, arrastrando
las palabras. Mi padre es un hombre de avanzada edad. De temperamento un tanto
volátil. Les ruego que no le fatiguen.
-No se preocupe -dijo Marina.
Nos indicó que la
siguiéramos hacia el interior. Definitivamente María Shelley se movía con una elasticidad
vaporosa.
-¿Y dice usted que tiene
algo que pertenece al fallecido señor Kolvenik?
-preguntó María.
-¿Le conoció usted? -Pregunté a mi vez.
Su cara se iluminó con las
memorias de otros tiempos.
-En realidad, no... Oí
hablar mucho de él, sin embargo. De niña dijo, casi para sí misma.
Las paredes vestidas de
terciopelo negro estaban cubiertas con estampas de santos, vírgenes y mártires
en agonía. Las alfombras eran oscuras y absorbían la poca luz que se filtraba
entre los resquicios de ventanas cerradas. Mientras seguíamos a nuestra anfitriona
por aquella galería me pregunté cuánto tiempo llevaría viviendo allí, sola con
su padre.
¿Se habría casado, habría
vivido, amado o sentido algo fuera del mundo opresivo de aquellas paredes?
María Shelley se detuvo
ante una puerta corredera y llamó con los nudillos.
-¿Padre?
El doctor Joan Shelley, o
lo que quedaba de él, estaba sentado en un butacón frente al fuego, bajo pliegos
de mantas. Su hija nos dejó a solas con él. Traté de apartar los ojos de su
cintura de avispa mientras se retiraba. El anciano doctor, en quien apenas se reconocía
al hombre del retrato que yo llevaba en el bolsillo, nos examinaba en silencio.
Sus ojos destilaban recelo. Una de sus manos temblaba ligeramente sobre el respaldo
de la butaca. Su cuerpo hedía a enfermedad bajo una máscara de colonia. Su
sonrisa sarcástica no ocultaba el desagrado que le inspiraban el mundo y su
propio estado.
-El tiempo hace con el
cuerpo lo que la estupidez hace con el alma
-dijo, señalándose a sí mismo. Lo pudre. ¿Qué es lo que queréis?
-Nos preguntábamos si
podría hablarnos de Mijail Kolvenik.
-Podría, pero no veo por
qué -cortó el doctor. Ya se habló demasiado en su día y todo fueron mentiras.
Si la gente pensara una cuarta parte de lo que habla, este mundo sería el
paraíso.
-Sí, pero nosotros estamos
interesados en la verdad apunté.
El anciano hizo una mueca
burlona.
-La verdad no se encuentra,
hijo. Ella lo encuentra a uno.
Traté de sonreír
dócilmente, pero empezaba a sospechar que aquel hombre no tenía interés en
soltar prenda. Marina, intuyendo mi temor, tomó la iniciativa.
-Doctor Shelley -dijo con dulzura, accidentalmente ha llegado
a nuestras manos una colección de fotografías que podría haber pertenecido al
señor Mijail Kolvenik. En una de esas imágenes se le ve a usted y a uno de sus
pacientes. Por ese motivo nos hemos atrevido a molestarle, con la esperanza de
devolver la colección a su legítimo dueño o a quien corresponda.
Esta vez no hubo frase
lapidaria por respuesta. El médico observó a Marina, sin ocultar cierta sorpresa.
Me pregunté por qué no se me habría ocurrido a mí un ardid como aquél. Decidí
que, cuanto más dejase a Marina llevar el peso de la conversación, mejor.
-No sé de qué fotografías
habla usted, señorita...
-Se trata de un archivo que
muestra pacientes afectados por malformaciones... -indicó Marina.
Un brillo se encendió en
los ojos del doctor. Habíamos tocado un nervio. Había vida bajo las mantas,
después de todo.
-¿Qué le hace pensar que
dicha colección pertenecía a Mijail Kolvenik?
-preguntó, fingiendo indiferencia. ¿O que yo tenga algo que ver con
ella?
-Su hija nos ha dicho que
ustedes dos eran amigos -dijo Marina, desviando
el tema.
-María tiene la virtud de
la ingenuidad cortó Shelley, hostil.
Marina asintió, se
incorporó y me indicó que hiciese lo mismo.
-Entiendo -dijo
cortésmente. Veo que estábamos equivocados. Sentimos haberle molestado, doctor.
Vamos, Oscar. Ya encontraremos a quién entregar la colección...
-Un momento -cortó Shelley.
Tras carraspear, indicó
que nos sentásemos de nuevo.
-¿Tenéis todavía esa colección?
Marina asintió,
sosteniendo la mirada del anciano. De improviso, Shelley soltó lo que supuse era
una carcajada. Sonó como hojas de diario viejas al arrugarse.
-¿Cómo sé que decís la
verdad?
Marina me lanzó una orden
muda. Saqué la fotografía del bolsillo y se la tendí al doctor Shelley. La tomó
con su mano temblorosa y la examinó. Estudió la fotografía por largo tiempo.
Finalmente, desviando la mirada hacia el fuego, empezó a hablar.
Según nos contó, el doctor
Shelley era hijo de padre británico y madre catalana. Se había especializado
como traumatólogo en un hospital de Bournemouth. Al establecerse en Barcelona,
su condición de foráneo le cerró las puertas de los círculos sociales donde se
labraban las carreras prometedoras. Cuanto pudo obtener fue un puesto en la
unidad médica de la cárcel. Él atendió a Mijail Kolvenik cuando éste fue objeto de una brutal paliza en
los calabozos.
Por aquel entonces
Kolvenik no hablaba castellano ni
catalán. Tuvo la suerte de que Shelley hablara algo de alemán. Shelley le prestó
dinero para comprar ropa, le alojó en su casa y le ayudó a encontrar un empleo
en la Velo Granell. Kolvenik le tomó un
afecto desmedido y nunca olvidó su bondad.
Una profunda amistad nació
entre ambos.
Más adelante, aquella
amistad habría de fructificar en una relación profesional. Muchos de los pacientes
del doctor Shelley necesitaban piezas de ortopedia y prótesis especiales. La
Velo Granell era líder en dicha producción y, entre sus diseñadores, ninguno mostraba más
talento que Mijail Kolvenik.
Con el tiempo, Shelley se
convirtió en el médico personal de Kolvenik. Una vez la fortuna le sonrió,
Kolvenik quiso ayudar a su amigo financiando
la creación de un centro médico especializado en el estudio y el tratamiento de
enfermedades degenerativas y malformaciones congénitas.
El interés de Kolvenik en el tema se remontaba a su infancia en Praga.
Shelley nos explicó que la madre de Mijail Kolvenik había dado a luz gemelos. Uno de ellos, Mijail,
nació fuerte y sano. El otro, Andrej, vino al mundo con una incurable
malformación ósea y muscular que habría de acabar con su vida apenas siete años
más tarde. Este episodio marcó la memoria del joven Mijail y, de algún modo, su
vocación. Kolvenik siempre pensó que,
con la atención médica adecuada y con el desarrollo de una tecnología que
supliese lo que la naturaleza le había negado, su hermano hubiera podido
alcanzar la edad adulta y vivir una vida plena.
Fue esa creencia la que le
llevó a dedicar su talento al diseño de mecanismos que, como a él le gustaba
decir, "completasen" los cuerpos que la providencia había dejado de lado.
"La naturaleza es
como un niño que juega con nuestras vidas. Cuando se cansa de sus juguetes rotos,
los abandona y los sustituye por otros -decía
Kolvenik. Es nuestra responsabilidad recoger las piezas y reconstruirlas."
Algunos veían en estas
palabras una arrogancia rayana en la blasfemia; otros veían sólo esperanza.
La sombra de su hermano
nunca había abandonado a Mijail Kolvenik.
Creía que un azar
caprichoso y cruel había decidido que fuese él quien viviese y su hermano quien
naciese con la muerte escrita en el cuerpo. Shelley nos explicó que Kolvenik se sentía culpable por ello y que llevaba en
lo más profundo de su corazón una deuda hacia Andrej y hacia todos aquellos que,
como su hermano, estaban marcados por el estigma de la imperfección.
Fue durante esa época
cuando Kolvenik empezó a recopilar
fotografías de fenómenos y deformaciones de todo el mundo. Para él, aquellos
seres dejados de la mano del destino eran los hermanos invisibles de Andrej. Su
familia.
Mijail Kolvenik era un hombre brillante continuó el doctor Shelley. Tales individuos
siempre inspiran el recelo de quienes se sienten inferiores. La envidia es un
ciego que quiere arrancarte los ojos. Cuanto se dijo de Mijail en los últimos
años y tras su muerte fueron calumnias... Aquel maldito inspector... Florián. No
entendía que le utilizaban como un títere para derribar a Mijail...
-¿Florián? intervino Marina.
Florián era el inspector
jefe de la brigada judicial dijo Shelley,
mostrando cuanto desprecio le permitían sus cuerdas vocales. Un trepa, una
sabandija que pretendía hacerse un nombre a costa de la Velo Granell y de
Mijail Kolvenik. Sólo me consuela pensar que nunca pudo probar nada. Su obstinación
acabó con su carrera. Fue él quien se
sacó de la manga todo aquel escándalo de los cuerpos...
-¿Cuerpos?
Shelley se sumió en un largo
silencio. Nos miró a ambos y la sonrisa
cínica volvió a aflorar.
-Ese tal inspector
Florián... -preguntó Marina. ¿Sabe dónde podríamos encontrarle?
-En un circo, con el resto
de los payasos -replicó Shelley.
-¿Conoció usted a Benjamín
Sentís, doctor? -pregunté, tratando de
reconducir la conversación.
-Por supuesto -repuso Shelley. Trataba con él regularmente.
Como socio de Kolvenik, Sentís se encargaba de la parte administrativa de la
Velo Granell. Un hombre avaricioso que no conocía su lugar en el mundo, en mi opinión. Podrido por
la envidia.
-¿Sabía que el cuerpo del
señor Sentís fue encontrado hace una semana en las alcantarillas? -pregunté.
-Leo los periódicos respondió fríamente.
-¿No le pareció extraño?
-No más que el resto de lo
que se ve en la prensa -replicó Shelley.
El mundo está enfermo. Y yo empiezo a estar cansado. ¿Alguna cosa más?
Estaba por preguntarle
acerca de la dama de negro cuando Marina se me adelantó, negando con una sonrisa.
Shelley alcanzó un llamador de servicio y tiró de él. María Shelley hizo acto
de presencia, la mirada pegada a los pies.
-Estos jóvenes ya se iban,
María.
-Sí, padre.
Nos incorporamos. Hice
ademán de recuperar la fotografía, pero la mano temblorosa del doctor se me adelantó.
-Esta fotografía me la
quedo yo, si no os importa...
Dicho esto, nos dio la
espalda y con un gesto indicó a su hija que nos acompañase hasta la puerta.
Justo antes de salir de la
biblioteca me volví a echar un último vistazo al doctor y pude ver que lanzaba
la fotografía al fuego.
Sus ojos vidriosos la
contemplaron arder entre las llamas.
María Shelley nos guió en
silencio hasta el vestíbulo y una vez allí nos sonrió a modo de disculpa.
-Mi padre es un hombre
difícil pero de buen corazón... justificó.
La vida le ha dado muchos sinsabores y a veces su carácter le traiciona...
Nos abrió la puerta y
encendió la luz de la escalera. Leí una duda en su mirada, como si quisiera decirnos algo, pero
temiese hacerlo. Marina también lo advirtió y le ofreció su mano en señal de agradecimiento. María Shelley
la estrechó. La soledad rezumaba por los poros de aquella mujer como un sudor
frío.
-No sé lo que mi padre les
habrá contado... -dijo, bajando la voz y
volviendo la vista, temerosa.
-¿María? -llegó la voz del doctor desde el interior
del piso. ¿Con quién hablas?
Una sombra cubrió la faz de
María.
-Ya voy, padre, ya voy...
Nos tendió una última
mirada desolada y se metió en el piso. Al volverse, advertí que una pequeña medalla
pendía de su garganta. Hubiera jurado que era la figura de una mariposa con las
alas negras desplegadas. La puerta se selló sin darme tiempo a asegurarme.
Nos quedamos en el
rellano, escuchando la voz atronadora del doctor en el interior destilando
furia sobre su hija. La luz de la escalera se extinguió. Por un instante creí oler
a carne en descomposición.
Provenía de algún punto de
las escaleras, como si hubiese un animal muerto en la oscuridad. Me pareció
entonces escuchar pasos que se alejaban hacia lo alto y el olor, o la impresión,
desapareció.
-Vámonos de aquí -dije.
Capítulo 14
En el camino de vuelta a
casa de Marina, advertí que ella me observaba de reojo.
-¿No te vas a pasar las
Navidades con tu familia?
Negué, con la vista
perdida en el tráfico.
-¿Por qué no?
-Mis padres viajan
constantemente. Hace ya algunos años que no pasamos las Navidades juntos.
Mi voz sonó acerada y
hostil, sin pretenderlo. Hicimos el resto del camino en silencio. Acompañé a Marina
hasta la verja del caserón y me despedí de ella.
Caminaba de vuelta al
internado cuando empezó a llover. Contemplé a lo lejos la hilera de ventanas en el cuarto
piso del colegio. Había luz tan sólo en un par de ellas. La mayoría de los
internos había partido por las vacaciones de Navidad y no volvería hasta dentro
de tres semanas. Cada año sucedía lo mismo. El internado quedaba desierto y únicamente
un par de infelices permanecía allí al cuidado de los tutores. Los dos cursos
anteriores habían sido los peores, pero este año ya no me importaba. De hecho,
lo prefería. La idea de alejarme de Marina y Germán se me hacía impensable.
Mientras estuviese cerca de ellos no me sentiría solo.
Ascendí una vez más las
escaleras hacia mi cuarto. El corredor estaba silencioso, abandonado. Aquel ala
del internado estaba desierta. Supuse que sólo quedaría doña Paula, una viuda
que se encargaba de la limpieza y que vivía sola en un pequeño apartamento en el
tercer piso. El murmullo perenne de su televisor se adivinaba en el piso inferior. Recorrí
la hilera de habitaciones vacías hasta llegar a mi dormitorio. Abrí la puerta.
Un trueno rugió sobre el cielo de la ciudad y todo el edificio retumbó. La luz
del relámpago se filtró entre los postigos cerrados de la ventana. Me tendí en
la cama sin quitarme la ropa. Escuché la tormenta desgranar en la oscuridad.
Abrí el cajón de mi mesita de noche y saqué el apunte a lápiz que Germán había
hecho de Marina aquel día en la playa. Lo contemplé en la penumbra hasta que el
sueño y la fatiga pudieron más. Me dormí sujetándolo como si se tratase de un
amuleto. Cuando me desperté, el retrato había desaparecido de mis manos.
Abrí los ojos de repente.
Sentí frío y el aliento del viento en la cara. La ventana estaba abierta y la
lluvia profanaba mi habitación. Aturdido, me incorporé. Tanteé la lamparilla de
noche en la penumbra. Pulsé el interruptor en vano. No había luz. Fue entonces
cuando me di cuenta de que el retrato con el que me había dormido no estaba en
mis manos, ni sobre la cama o el suelo. Me froté los ojos, sin comprender. De
pronto lo noté. Intenso y penetrante. Aquel hedor a podredumbre. En el aire. En
la habitación. En mi propia ropa, como si alguien hubiese frotado el cadáver de
un animal en descomposición sobre mi piel mientras dormía. Aguanté una arcada y,
un instante después, me entró un profundo pánico.
No estaba solo. Alguien o
algo había entrado por aquella ventana mientras dormía.
Lentamente, palpando los
muebles, me aproximé a la puerta. Traté de encender la luz general de la
habitación. Nada. Me asomé al corredor, que se perdía en las tinieblas. Sentí
el hedor de nuevo, más intenso. El rastro de un animal salvaje. Súbitamente, me
pareció entrever una silueta penetrando en la última habitación.
-¿Doña Paula? -llamé, casi susurrando.
La puerta se cerró con suavidad. Inspiré con
fuerza y me adentré en el corredor, desconcertado. Me detuve al escuchar un siseo reptil, susurrando una palabra. Mi
nombre. La voz provenía del interior del dormitorio cerrado.
-¿Doña Paula, es
usted? -tartamudeé, intentando controlar
el temblor que invadía mis manos.
Di un paso hacia la
oscuridad.
La voz repitió mi nombre.
Era una voz como jamás la había escuchado. Una voz quebrada, cruel y sangrante
de maldad. Una voz de pesadilla. Estaba varado en aquel pasillo de sombras,
incapaz de mover un músculo. De pronto, la puerta del dormitorio se abrió con
una fuerza brutal. En el espacio de un segundo interminable me pareció que el pasillo
se estrechaba y se encogía bajo mis pies, atrayéndome hacia aquella puerta.
En el centro de la
estancia, mis ojos distinguieron con absoluta claridad un objeto que brillaba sobre
el lecho. Era el retrato de Marina, con el que me había dormido. Dos manos de
madera, manos de títere, lo sujetaban. Unos cables ensangrentados asomaban por
los bordes de las muñecas. Supe entonces, con certeza, que aquéllas eran las
manos que Benjamín Sentís había perdido en las profundidades del
alcantarillado. Arrancadas de cuajo. Sentí que el aire se me iba de los
pulmones.
El hedor se hizo
insoportable, ácido. Y con la lucidez del terror, descubrí la figura en la pared,
colgando inmóvil, un ser vestido de negro y con los brazos en cruz. Unos
cabellos enmarañados velaban su cara. Al pie de la puerta, contemplé cómo ese
rostro se alzaba con infinita lentitud y mostraba una sonrisa de brillantes colmillos
en la penumbra. Bajo los guantes, unas garras empezaron a moverse como manojos
de serpientes.
Di un paso atrás y escuché
de nuevo aquella voz murmurando mi nombre.
La figura reptaba hacia mí como una gigantesca araña.
Dejé escapar un aullido y
cerré la puerta de golpe. Traté de bloquear la salida del dormitorio, pero
sentí un impacto brutal. Diez uñas como cuchillos asomaron entre la madera.
Eché a correr hacia el otro extremo del pasillo y escuché cómo la puerta
quedaba hecha trizas. El pasillo se había transformado en un túnel interminable.
Vislumbré la escalera a
unos metros y me volví a mirar atrás. La silueta de aquella criatura infernal
se deslizaba directa hacia mí. El brillo que proyectaban sus ojos horadaba la
oscuridad. Estaba atrapado.
Me lancé hacia el corredor
que conducía a las cocinas aprovechando que me sabía de memoria los recovecos
de mi colegio. Cerré la puerta a mi espalda. Inútil. La criatura se precipitó
contra ella y la derribó, lanzándome contra el suelo.
Rodé sobre las baldosas y
busqué refugio bajo la mesa. Vi unas piernas. Decenas de platos y vasos estallaron
en pedazos a mi alrededor, tendiendo un manto de cristales rotos. Distinguí el
filo de un cuchillo serrado entre los escombros y lo agarré desesperadamente. La
figura se agachó frente a mí, como un lobo a la boca de una madriguera. Blandí
el cuchillo hacia aquel rostro y la hoja se hundió en él como en el barro. Sin
embargo, se retiró medio metro y pude escapar al otro extremo de la cocina.
Busqué algo con que
defenderme mientras retrocedía paso a paso. Encontré un cajón. Lo abrí. Cubiertos,
útiles de cocina, velas, un mechero de gasolina..., chatarra inservible.
Instintivamente agarré el mechero y traté de encenderlo.
Noté la sombra de la
criatura alzándose frente a mí. Sentí su aliento fétido. Una de las garras se
aproximaba a mi garganta. Fue entonces cuando la llama del mechero prendió e
iluminó aquella criatura a tan sólo veinte centímetros.
Cerré los ojos y contuve
la respiración, convencido de que había visto el rostro de la muerte y que sólo
me restaba esperar. La espera se hizo eterna. Cuando abrí de nuevo los ojos, se
había retirado. Escuché sus pasos alejándose. La seguí hasta mi dormitorio y me
pareció oír un gemido. Creí leer dolor o rabia en aquel sonido. Cuando llegué a
mi habitación, me asomé. La criatura hurgaba en mi bolsa. Agarró el álbum de
fotografías que me había llevado del invernadero. Se volvió y nos observamos el
uno al otro.
La luz fantasmal de la
noche perfiló al intruso por una décima de segundo. Quise decir algo, pero la criatura
ya se había lanzado por la ventana.
Corrí hasta el alféizar y me asomé, esperando
ver el cuerpo precipitándose hacia el vacío. La silueta se deslizaba por las
tuberías del desagüe a una velocidad inverosímil. Su capa negra ondeaba al
viento. De allí saltó a los tejados del ala este. Sorteó un bosque de gárgolas
y torres. Paralizado, observé cómo aquella aparición infernal se alejaba bajo la
tormenta con piruetas imposibles igual que una pantera, igual que si los tejados
de Barcelona fuesen su jungla. Me di cuenta de que el marco de la ventana
estaba impregnado de sangre. Seguí el rastro hasta el pasillo y tardé en comprender
que la sangre no era mía. Había herido con el cuchillo a un ser humano.
Me apoyé contra la pared.
Las rodillas me flaqueaban y me senté acurrucado, exhausto.
No sé cuánto tiempo estuve
así. Cuando conseguí ponerme en pie, decidí acudir al único lugar donde creí
que iba a sentirme seguro.
Capítulo 15
Llegué a casa de Marina y
crucé el jardín a tientas. Rodeé la casa y me dirigí hacia la entrada de la
cocina. Una luz cálida danzaba entre los postigos. Me sentí aliviado. Llamé con
los nudillos y entré. La puerta estaba abierta. A pesar de lo avanzado de la
hora, Marina escribía en su cuaderno en la mesa de la cocina a la luz de las
velas, con Kafka en su regazo.
Al verme, la pluma se le
cayó de los dedos.
-¡Por Dios, Oscar!
¿Qué...? -exclamó, examinando mis ropas raídas y sucias, palpando los arañazos en
mi rostro. ¿Qué te ha pasado?
Después de un par de tazas
de té caliente conseguí explicarle a Marina
lo que había sucedido o lo que recordaba, porque empezaba a dudar de mis
sentidos. Me escuchó con mi mano entre las suyas para tranquilizarme. Supuse
que debía de ofrecer todavía peor aspecto de lo que había pensado.
-¿No te importa que pase la
noche aquí? No sabía adónde ir. Y no quiero volver al internado.
-Ni yo voy a permitir que
lo hagas. Puedes estar con nosotros el tiempo que haga falta.
-Gracias.
Leí en sus ojos la misma inquietud
que me carcomía. Después de lo sucedido aquella noche, su casa era tan segura
como el internado o cualquier otro lugar. Aquella presencia que nos había estado
siguiendo sabía dónde encontrarnos.
-¿Qué vamos a hacer ahora,
Oscar?
-Podríamos buscar a ese inspector
que mencionó Shelley, Florián, y tratar de averiguar qué es lo que realmente
está sucediendo...
Marina suspiró.
-Oye, quizás es mejor que
me vaya... -aventuré.
-Ni hablar. Te prepararé
una habitación arriba, junto a la mía. Ven.
-¿Qué..., qué dirá Germán?
-Germán estará encantado.
Le diremos que vas a pasar las Navidades con nosotros.
La seguí escaleras arriba.
Nunca había estado en el piso superior. Un corredor flanqueado por puertas de
roble labrado se extendió a la luz del candelabro. Mi habitación estaba en el
extremo del pasillo, contigua a la de Marina.
El mobiliario parecía de
anticuario, pero todo estaba pulcro y ordenado.
-Las sábanas están limpias
-dijo Marina, abriendo la cama.
-En el armario hay más
mantas, por si tienes frío. Y aquí tienes toallas. A ver si te encuentro un pijama
de Germán.
-Me sentará como una
tienda de campaña -bromeé.
-Más vale que sobre y no
que falte. Vuelvo en un segundo.
Oí sus pasos alejarse en el
pasillo. Dejé mi ropa sobre una silla y resbalé entre las sábanas limpias y
almidonadas. Creo que no me había sentido tan cansado en mi vida. Los párpados
se me habían convertido en láminas de plomo. A su regreso Marina traía una especie
de camisón de dos metros de largo que parecía robado de la colección de
lencería de una infanta.
-Ni hablar -objeté. Yo no duermo con eso.
-Es lo único que he
encontrado. Te quedará que ni pintado. Además, Germán no me deja que tenga
muchachos desnudos durmiendo en la casa. Normas.
Me lanzó el camisón y dejó
unas velas sobre la consola.
-Si necesitas cualquier
cosa, da un golpe en la pared. Yo estoy al otro lado.
Nos miramos en silencio un instante.
Finalmente Marina desvió la mirada.
-Buenas noches, Oscar -susurró.
-Buenas noches.
Desperté en una estancia
bañada de luz. La habitación miraba al Este y la ventana mostraba un sol reluciente
alzándose sobre la ciudad. Antes de levantarme ya advertí que mi ropa había
desaparecido de la silla donde la había dejado la noche anterior. Comprendí lo que
eso significaba y maldije tanta amabilidad, convencido de que Marina lo había
hecho a propósito.
Un aroma a pan caliente y
café recién hecho se filtraba bajo la puerta. Abandonando toda esperanza de
mantener mi dignidad, me dispuse a bajar a la cocina ataviado con aquel
ridículo camisón. Salí al pasillo y comprobé que toda la casa estaba sumergida
en aquella mágica luminosidad. Escuché las voces de mis anfitriones en la cocina,
charlando. Me armé de valor y descendí las escaleras. Me detuve en el umbral de
la puerta y carraspeé.
Marina estaba sirviendo café
a Germán y alzó la vista.
-Buenos días, bella
durmiente -dijo.
Germán se volvió y se
levantó caballerosamente, ofreciéndome su mano y una silla en la mesa.
-¡Buenos días, amigo
Oscar! -exclamó con entusiasmo. Es un placer tenerle con nosotros. Marina ya me
ha explicado lo de las obras en el internado. Sepa que puede quedarse aquí todo
lo que haga falta, con confianza. Ésta es su casa.
-Muchísimas gracias...
Marina me sirvió una taza
de café, sonriendo ladina y señalando el camisón.
-Te sienta fenomenal.
-Divino. Parezco la flor de
Mantua. ¿Dónde está mi ropa?
-Te la he limpiado un poco
y está secándose.
Germán me acercó una
bandeja con cruasanes recién traídos de la pastelería Foix. La boca se me hizo un río.
-Pruebe uno de éstos, Oscar
-sugirió Germán. Es el Mercedes Benz de
los cruasanes. Y no se confunda, esto que ve aquí no es mermelada; es un
monumento.
Devoré ávidamente cuanto me
ponían por delante con apetito de náufrago. Germán ojeaba el diario
distraídamente. Se le veía de buen humor y, aunque ya había terminado de
desayunar, no se levantó hasta que estuve ahíto y no me quedaba nada más que
los cubiertos por comer. Luego, consultó su reloj.
-Vas a llegar tarde a tu
cita con el cura, papá -le recordó Marina.
Germán asintió con cierto
fastidio.
-No sé ni para qué me molesto...
-dijo. El muy granuja hace más trampas que un montero.
-Es el uniforme dijo Marina. Cree que le da venia...
Miré a ambos con
desconcierto, sin tener la más remota idea de qué querían decir.
-Ajedrez -aclaró Marina. Germán y el cura mantienen un
duelo desde hace años.
-Nunca rete al ajedrez a un
jesuita, amigo Oscar. Hágame caso. Con su permiso... -dijo Germán, incorporándose.
-Faltaría más. Buena suerte.
Germán tomó su gabán, su
sombrero y su bastón de ébano y partió al encuentro del prelado estratega. Tan
pronto se hubo marchado, Marina se asomó al jardín y volvió con mi ropa.
-Siento decirte que Kafka
ha dormido en ella.
La ropa estaba seca, pero
el perfume a felino no iba a desaparecer ni con cinco lavados.
-Esta mañana, al ir a
buscar el desayuno, he llamado a la jefatura de policía desde el bar de la plaza.
El inspector Víctor Florián está retirado y vive en Vallvidrera. No tiene
teléfono, pero me han dado una dirección.
-Me visto en un minuto.
La estación del funicular
de Vallvidrera quedaba a unas pocas calles de la casa de Marina. Con paso firme
nos plantamos allí en diez minutos y compramos un par de billetes. Desde el
andén, al pie de la montaña, la barriada de Vallvidrera dibujaba un balcón sobre
la ciudad. Las casas parecían colgadas de las nubes con hilos invisibles. Nos
sentamos al final del vagón y vimos Barcelona desplegarse a nuestros pies mientras
el funicular trepaba lentamente.
-Éste debe de ser un buen
trabajo -dije. Conductor de funiculares.
El ascensorista del cielo.
Marina me miró, escéptica.
-¿Qué tiene de malo lo que
he dicho? -pregunté.
-Nada. Si eso es todo a lo
que aspiras.
-No sé a lo que aspiro. No
todo el mundo tiene las cosas tan claras como tú. Marina Blau, premio Nobel de
Literatura y conservadora de la colección de camisones de la familia Borbón.
Marina se puso tan seria
que lamenté al instante haber hecho aquel comentario.
-El que no sabe adónde va
no llega a ninguna parte -dijo fríamente.
Le mostré mi billete.
-Yo sé adónde voy.
Desvió la mirada.
Ascendimos en silencio durante un par de minutos.
La silueta de mi colegio se
alzaba a lo lejos.
-Arquitecto -susurré.
-¿Qué?
-Quiero ser arquitecto. Eso
es a lo que aspiro. Nunca se lo había dicho a nadie.
Por fin me sonrió. El
funicular estaba llegando a la cima de la montaña y traqueteaba como una lavadora
vieja.
-Siempre he querido tener
mi propia catedral dijo Marina. ¿Alguna
sugerencia?
-Gótica. Dame tiempo y yo
te la construiré.
El sol golpeó su rostro y
sus ojos brillaron, fijos en mí.
-¿Lo prometes? -preguntó, ofreciendo su palma abierta.
Estreché su mano con
fuerza. -Te lo prometo.
La dirección que Marina
había conseguido correspondía a una vieja casa que estaba prácticamente al borde
del abismo. Los matojos del jardín se habían apoderado del lugar. Un buzón
oxidado se alzaba entre ellos como una ruina de la era industrial. Nos colamos
hasta la puerta. Se distinguían cajas con montones de diarios viejos sujetos
con cordeles. La pintura de la fachada se desprendía como una piel seca, ajada
por el viento y la humedad. El inspector
Víctor Florián no se desvivía en gastos de representación.
-Aquí sí que se necesita un
arquitecto -dijo Marina.
-O una unidad de
demolición...
Llamé a la puerta con suavidad.
Temía que, si lo hacía más fuerte, el impacto de mis nudillos enviase la casa
montaña abajo.
-¿Y si pruebas con el
timbre?
El botón estaba roto y se
veían conexiones eléctricas de la época de Edison en la caja.
-Yo no meto el dedo
ahí repuse, llamando de nuevo.
De repente la puerta se abrió
diez centímetros. Una cadena de seguridad brilló frente a un par de ojos de
destello metálico.
-¿Quién va?
-¿Víctor Florián?
-Ése soy yo. Lo que
pregunto es quién va.
La voz era autoritaria y
sin atisbo de paciencia. Voz de multa.
-Tenemos información sobre
Mijail Kolvenik ... utilizó como presentación
Marina.
La puerta se abrió de par
en par. Víctor Florián era un hombre ancho y musculoso. Vestía el mismo traje
del día de su retiro, o eso pensé. Su expresión era la de un viejo coronel sin
guerra ni batallón que mandar. Sostenía un puro apagado en sus labios y tenía
más pelo en cada ceja que la mayoría de la gente en toda la cabeza.
-¿Qué sabéis vosotros de
Kolvenik ? ¿Quiénes sois? ¿Quién os ha dado esta dirección?
Florián no hacía
preguntas, las ametrallaba. Nos hizo pasar, tras echar un vistazo al exterior
como si temiese que alguien nos hubiese seguido. El interior de la casa era un
nido de cochambre y olía a trastienda. Había más papeles que en la biblioteca
de Alejandría, pero todos ellos revueltos y ordenados con un ventilador.
-Pasad al fondo.
Cruzamos frente a una
habitación en cuya pared se distinguían decenas de armas. Revólveres, pistolas
automáticas, máuseres, bayonetas... Se habían empezado revoluciones con menos
artillería.
-Virgen Santa... murmuré.
-A callar, que esto no es
una capilla cortó Florián, cerrando la
puerta de aquel arsenal.
El fondo al que aludía era
un pequeño comedor desde el que se contemplaba toda Barcelona. Incluso en sus años
de retiro, el inspector seguía vigilando desde lo alto. Nos señaló un sofá
plagado de agujeros. Sobre la mesa había una lata de alubias a la mitad y una
cerveza Estrella Dorada, sin vaso. “Pensión de policía; vejez de pordiosero”,
pensé. Florián se sentó en una silla frente a nosotros y cogió un despertador
de mercadillo.
Lo plantó de un golpe
sobre la mesa, de cara a nosotros.
-Quince minutos. Si en un cuarto
de hora no me habéis dicho algo que yo no sepa, os echo a patadas de aquí.
Nos llevó bastante más de
quince minutos relatar todo lo que había sucedido. A medida que escuchaba
nuestra historia, la fachada de Víctor Florián se fue agrietando. Entre los
resquicios adiviné al hombre gastado y asustado que se ocultaba en aquel
agujero con sus diarios viejos y su colección de pistolas. Al término de nuestra
explicación Florián tomó su puro y, tras examinarlo en silencio durante casi un
minuto, lo encendió.
Luego, con la vista perdida en el espejismo de
la ciudad en la bruma, empezó a hablar.
Capítulo 16
-En 1945 yo era inspector
de la brigada judicial de Barcelona -empezó
Florián. Estaba pensando en pedir el traslado a Madrid cuando fui asignado al
caso de la Velo Granell. La brigada llevaba cerca de tres años investigando a Mijail
Kolvenik, un extranjero con pocas simpatías entre el régimen..., pero no habían
sido capaces de probar nada. Mi predecesor en el cargo había renunciado. La Velo
Granell estaba rodeada por un muro de abogados y un laberinto de sociedades
financieras donde todo se perdía en una nube. Mis superiores me lo vendieron como
una oportunidad única para labrarme una carrera. “Casos como aquéllos te colocaban
en un despacho en el ministerio con chofer y horario de marqués”, me dijeron.
La ambición tiene nombre de botarate...
Florián hizo una pausa,
saboreando sus palabras y sonriendo con sarcasmo para sí mismo. Mordisqueaba
aquel puro como si fuese una rama de regaliz.
-Cuando estudié el dossier
del caso -continuó, comprobé que lo que
había empezado como una investigación rutinaria de irregularidades financieras
y posible fraude acabó por transformarse en un asunto que nadie sabía bien a
qué brigada adjudicar. Extorsión. Robo. Intento de homicidio... Y había más
cosas... Haceos cargo de que mi experiencia hasta la fecha radicaba en la
malversación de fondos, evasión fiscal, fraude y prevaricación... No es que
siempre se castigasen esas irregularidades, eran otros tiempos, pero lo sabíamos
todo.
Florián se sumergió en una
nube azul de su propio humo, turbado.
-¿Por qué aceptó el caso,
entonces? -preguntó Marina.
-Por arrogancia. Por
ambición y por codicia -respondió
Florián, dedicándose a sí mismo el tono que, imaginé, guardaba para los peores criminales.
-Quizá también para
averiguar la verdad -aventuré. Para hacer
justicia...
Florián me sonrió
tristemente. Se podían leer treinta años de remordimientos en aquella mirada.
-A finales de 1945 la Velo
Granell estaba ya técnicamente en la bancarrota
-continuó Florián. Los tres principales bancos de Barcelona habían
cancelado sus líneas de crédito y las acciones de la compañía habían sido
retiradas de la cotización pública. Al desaparecer la base financiera, la muralla
legal y el entramado de sociedades fantasmas se desplomó como un castillo de
naipes. Los días de gloria se habían esfumado. El Gran Teatro Real, que había estado
cerrado desde la tragedia que desfiguró a Eva Irinova en el día de su boda, se
había transformado en una ruina. La fábrica y los talleres fueron clausurados.
Las propiedades de la empresa, incautadas. Los rumores se extendían como gangrena.
Kolvenik, sin perder la sangre fría, decidió organizar un cóctel de lujo en la
Lonja de Barcelona para ofrecer una sensación de calma y normalidad. Su socio,
Sentís, estaba al borde del pánico. No había fondos ni para pagar una décima
parte de la comida que se había encargado para el evento. Se enviaron invitaciones
a todos los grandes accionistas, las grandes familias de Barcelona...
La noche del acto llovía a
cántaros. La Lonja estaba ataviada como un palacio de ensueño. Pasadas las
nueve de la noche, los miembros de la servidumbre de las principales fortunas
de la ciudad, muchas de las cuales se debían a Kolvenik, presentaron notas de disculpa.
Cuando yo llegué, pasada la medianoche, encontré a Kolvenik, solo en la sala, luciendo
su frac impecable y fumando un cigarrillo de los que se hacía importar de
Viena. Me saludó y me ofreció una copa de champagne. "Coma algo, inspector,
es una pena que se desperdicie todo esto", me dijo. Nunca habíamos estado
cara a cara.
Charlamos durante una
hora. Me habló de libros que había leído de adolescente, de viajes que nunca había
llegado a hacer... Kolvenik era un hombre carismático. La inteligencia le ardía
en los ojos.
Por mucho que lo intenté,
no pude evitar que me cayese bien. Es más, sentí pena por él, aunque se suponía
que yo era el cazador y él, la presa. Observé que cojeaba y se apoyaba en un
bastón de marfil labrado. "Creo que nadie ha perdido tantos amigos en un
día", le dije.
Sonrió y rechazó
tranquilamente la idea. "Se equivoca, inspector. En ocasiones como ésta,
uno nunca invita a los amigos." Me preguntó muy cortésmente si tenía planeado persistir
en su persecución. Le dije que no pararía hasta llevarle a los tribunales.
Recuerdo que me preguntó: "¿Qué podría hacer yo para disuadirle de tal
propósito, amigo Florián?". "Matarme", repliqué. "Todo a su
tiempo, inspector", me dijo, sonriendo. Con estas palabras se alejó,
cojeando.
No le volví a ver..., pero
sigo vivo. Kolvenik no cumplió su última
amenaza.
Florián se detuvo y bebió
un sorbo de agua, saboreándola como si fuese el último vaso del mundo. Se relamió
los labios y prosiguió su relato.
-Desde aquel día, Kolvenik,
aislado y abandonado por todos, vivió recluido con su esposa en el grotesco
torreón que se había hecho construir. Nadie le vio en los años siguientes. Sólo
dos personas tenían acceso a él. Su antiguo chofer, un tal Luis Claret. Claret
era un pobre desgraciado que adoraba a Kolvenik y se negó a abandonarle incluso después de que
no pudiese ni pagarle su sueldo. Y su médico personal, el doctor Shelley, a
quien también estábamos investigando. Nadie más veía a Kolvenik. Y el
testimonio de Shelley asegurándonos que se encontraba en su mansión del parque Güell,
afectado por una enfermedad que no nos supo explicar, no nos convencía lo más
mínimo, sobre todo después de echar un vistazo a sus archivos y su
contabilidad.
Durante un tiempo llegamos
a sospechar que Kolvenik había muerto o
había huido al extranjero, y que todo aquello era una farsa. Shelley seguía
alegando que Kolvenik había contraído
una extraña dolencia que le mantenía confinado en su mansión. No podía recibir
visitantes ni salir de su refugio bajo ninguna circunstancia; ése era su dictamen.
-Ni nosotros, ni el juez
lo creíamos. El 31 de diciembre de 1948 obtuvimos una orden de registro para
inspeccionar el domicilio de Kolvenik y
una orden de arresto contra él. Gran parte de la documentación confidencial de
la empresa había desaparecido. Sospechábamos que se encontraba oculta en su residencia.
Habíamos amasado ya suficientes indicios para acusar a Kolvenik de fraude y evasión fiscal. No tenía sentido
esperar más.
-El último día de 1948 iba
a ser el último en libertad para Kolvenik. Una brigada especial estaba preparada
para acudir a la mañana siguiente al torreón. A veces, con los grandes
criminales, uno debe resignarse a atraparlos en los detalles...
El puro de Florián se había apagado de nuevo.
El inspector le echó un último vistazo y lo dejó caer en una maceta vacía. Había
más restos de cigarros allí, en una suerte de fosa común para colillas.
-Esa misma noche, un
pavoroso incendio destruyó la vivienda y acabó con la vida de Kolvenik y su esposa Eva. Al amanecer se encontraron
los dos cuerpos carbonizados, abrazados en el desván...
Nuestras esperanzas de
cerrar el caso ardieron con ellos. Nunca dudé de que el incendio había sido provocado.
Por un tiempo creí que Benjamín Sentís y
otros miembros de la directiva de la empresa estaban detrás.
-¿Sentís? -interrumpí.
-No era ningún secreto que
Sentís detestaba a Kolvenik por haber
conseguido el control de la empresa de su padre, pero tanto él como los demás
tenían mejores razones para desear que el caso nunca llegase a los tribunales.
Muerto el perro, se acabó la rabia. Sin Kolvenik, el puzzle no tenía sentido.
Podría decirse que aquella noche muchas manos manchadas de sangre se limpiaron
al fuego. Pero, una vez más, como en todo lo relacionado con aquel escándalo desde
el primer día, nunca pudo probarse nada. Todo acabó en cenizas.
-Todavía hoy, la
investigación sobre la Velo Granell es el mayor enigma de la historia del
departamento de policía de esta ciudad. Y el mayor fracaso de mi vida...
-Pero el incendio no fue
culpa suya -ofrecí.
-Mi carrera en el
departamento quedó arruinada. Fui asignado a la brigada antisubversiva. ¿Sabéis
lo que es eso? Los cazadores de fantasmas. Así se les conocía en el departamento.
Hubiera dejado el puesto, pero eran tiempos de hambre y mantenía a mi hermano y
a su familia con mi sueldo. Además, nadie iba a dar empleo a un ex policía.
La gente estaba harta de
espías y chivatos. Así que me quedé. El trabajo consistía en registros a medianoche
en pensiones andrajosas que albergaban a jubilados y mutilados de guerra para
buscar copias de "El capital" y octavillas socialistas escondidas en
bolsas de plástico dentro de la cisterna del inodoro, cosas así...
-A principios de 1949 creí
que todo había acabado para mí. Todo lo que podía salir mal había salido peor.
O eso creía yo. Al amanecer del 13 de diciembre de 1949, casi un año después
del incendio donde murieron Kolvenik y
su esposa, los cuerpos despedazados de dos inspectores de mi antigua unidad
fueron hallados a las puertas del viejo almacén de la Velo Granell, en el
Borne. Se supo que habían acudido allí investigando un informe anónimo que les había
llegado sobre el caso de la Velo Granell. Una trampa. La muerte que encontraron
no se la desearía ni a mi peor enemigo. Ni las ruedas de un tren hacen con un cuerpo
lo que yo vi en el depósito del forense... Eran buenos policías. Armados.
Sabían lo que hacían. El informe dijo que varios vecinos oyeron disparos. Se encontraron
catorce casquillos de nueve milímetros en el área del crimen.
Todos ellos provenían de
las armas reglamentarias de los inspectores. No se encontró ni un solo impacto
o proyectil en las paredes.
-¿Cómo se explica
eso? -preguntó Marina.
No tiene explicación. Es sencillamente
imposible. Pero ocurrió... Yo mismo vi los casquillos e inspeccioné la zona.
Marina y yo intercambiamos
una mirada.
-¿Podría ser que los
disparos fueran efectuados contra un objeto, un coche o un carruaje por ejemplo,
que absorbió las balas y luego desapareció de allí sin dejar rastro? -propuso
Marina.
-Tu amiga sería una buena
policía. Ésa es la hipótesis que manejamos en su momento, pero aún no había
evidencias que la apoyasen. Proyectiles de ese calibre tienden a rebotar sobre
superficies metálicas y dejan un rastro de varios impactos o, en cualquier caso,
restos de metralla. No se encontró nada.
-Días más tarde, en el
entierro de mis compañeros, me encontré con Sentís -continuó Florián. Estaba turbado, con
aspecto de no haber dormido en días. Llevaba la ropa sucia y apestaba a alcohol.
Me confesó que no se atrevía a volver a su casa, que llevaba días vagando, durmiendo
en locales públicos... "Mi vida no vale nada, Florián", me dijo.
"Soy un hombre muerto." Le ofrecí la protección de la policía. Se
rió. Incluso le propuse refugiarse en mi casa. Se negó. "No quiero tener
su muerte en la conciencia, Florián", dijo antes de perderse entre la
gente.
En los siguientes meses,
todos los antiguos miembros del consejo directivo de la Velo Granell encontraron
la muerte, teóricamente, de un modo natural. Fallo cardíaco, fue el dictamen
médico en todos los casos. Las circunstancias eran similares. A solas en sus lechos,
siempre a medianoche, siempre arrastrándose por el suelo..., huyendo de una
muerte que no dejaba rastro. Todos excepto Benjamín Sentís. No volví a hablar
con él en treinta años, hasta hace unas semanas.
-Antes de su
muerte... -apunté.
Florián asintió.
-Llamó a la comisaría y preguntó
por mí. Según él, tenía información sobre los crímenes en la fábrica y sobre el
caso de la Velo Granell. Le llamé y hablé con él. Pensé que deliraba, pero accedí
a verle. Por compasión. Quedamos en una bodega de la calle Princesa al día siguiente.
No se presentó a la cita. Dos días más tarde, un viejo amigo de la comisaría me
llamó para decirme que habían encontrado su cadáver en un túnel abandonado de
las alcantarillas en Ciutat Vella. Las manos artificiales que Kolvenik había creado para él habían sido amputadas. Pero
eso venía en la prensa.
Lo que los diarios no
publicaron es que la policía encontró una palabra escrita con sangre en la pared
del túnel: "Teufel".
-¿"Teufel"?
-Es alemán -dijo Marina. Significa "diablo".
-También es el nombre del
símbolo de Kolvenik -nos desveló Florián.
-¿La mariposa negra?
Él movió afirmativamente la
cabeza.
-¿Por qué se llama
así? -preguntó Marina.
-No soy entomólogo. Sólo sé
que Kolvenik las coleccionaba -dijo.
Se acercaba el mediodía y
Florián nos invitó a comer algo en un bar que había junto a la estación. A
todos nos apetecía salir de aquella casa. El dueño del bar parecía amigo de
Florián y nos guió a una mesa apartada junto a la ventana.
-¿Visita de los nietos,
jefe? -le preguntó, sonriente.
El aludido asintió sin dar
más explicaciones. Un camarero nos sirvió unas raciones de tortilla y pan con
tomate; también trajo una cajetilla de Ducados para Florián. Saboreando la
comida, que estaba excelente, Florián
prosiguió su relato.
-Al iniciar la
investigación sobre la Velo Granell, averigüé que Mijail Kolvenik no tenía un pasado claro... En Praga no había registro
alguno de su nacimiento y nacionalidad. Probablemente Mijail no era su verdadero
nombre.
-¿Quién era entonces? -pregunté.
Hace más de treinta años
que me hago esa pregunta. De hecho, cuando me puse en contacto con la policía
de Praga, sí descubrí el nombre de un tal Mijail Kolvenik, pero aparecía en los
registros de Wolfterhaus.
-¿Qué es eso? -pregunté.
-El manicomio municipal.
Pero no creo que Kolvenik hubiese estado
nunca allí. Simplemente adoptó el nombre de uno de los internos. Kolvenik no estaba loco.
-¿Por qué motivo adoptaría
Kolvenik la identidad de un paciente de
un manicomio? -preguntó Marina.
-No era algo tan inusual
en la época explicó Florián. En tiempos
de guerra, cambiar de identidad puede significar nacer de nuevo. Dejar atrás un
pasado indeseable. Sois muy jóvenes y no habéis vivido una guerra. No se conoce
a la gente hasta que se ha vivido una guerra...
-¿Tenía Kolvenik algo que ocultar? -pregunté. Si la policía de Praga estaba
informada respecto a él, sería por algo...
-Pura coincidencia de
apellidos. Burocracia. Creedme, sé de lo que hablo -dijo Florián. Suponiendo que el Kolvenik de sus archivos fuese nuestro Kolvenik, dejó poco
rastro. Su nombre se mencionaba en la investigación de la muerte de un cirujano
de Praga, un hombre llamado Antonin Kolvenik. El caso fue cerrado y la muerte
atribuida a causas naturales.
-¿Por qué motivo entonces
llevaron a ese Mijail Kolvenik a un manicomio?
-interrogó Marina esta vez.
Florián dudó unos
instantes, como si no se atreviese a contestar. Se sospechaba que había hecho algo
con el cuerpo del fallecido...
-¿Algo?
-La policía de Praga no
aclaró el qué -replicó Florián secamente,
y encendió otro cigarrillo.
Nos sumimos en un largo
silencio.
-¿Qué hay de la historia
que nos explicó el doctor Shelley? Acerca del hermano gemelo de Kolvenik, la
enfermedad degenerativa y...
-Eso es lo que Kolvenik le explicó. Ese hombre mentía con la misma
facilidad con que respiraba. Y Shelley tenía buenas razones para creerle sin
hacer preguntas -dijo Florián. Kolvenik financiaba su instituto médico y sus investigaciones
hasta la última peseta. Shelley era prácticamente un empleado más de la Velo Granell.
Un esbirro...
-Así pues, ¿el hermano
gemelo de Kolvenik era otra
ficción? estaba desconcertado. Su
existencia justificaría la obsesión de Kolvenik por las víctimas con deformaciones y...
-No creo que el hermano
fuese una ficción -cortó Florián. En mi
opinión.
-¿Entonces?
-Creo que ese niño del que
hablaba era en realidad él mismo.
-Una pregunta más, inspector...
-Ya no soy inspector, hija.
-Víctor, entonces. ¿Todavía
es Víctor, verdad?
Aquélla fue la primera vez
que vi sonreír a Florián de manera relajada y abierta.
-¿Cuál es la pregunta?
-Nos ha dicho que, al
investigar las acusaciones de fraude de la Velo Granell, descubrieron que había
algo más...
-Sí. Al principio creímos
que era un subterfugio, lo típico: cuentas de gastos y pagos inexistentes para
evadir impuestos, pagos a hospitales, centros de acogida de indigentes, etc.
Hasta que a uno de mis hombres le resultó extraño que ciertas partidas de
gastos se facturasen, con la firma y aprobación del doctor Shelley, desde el servicio
de Necropsias de varios hospitales de Barcelona. Los depósitos de cadáveres,
vamos aclaró el ex policía. La
"morgue".
-¿Kolvenik vendía
cadáveres? -sugirió Marina.
-No. Los estaba comprando.
Por docenas. Vagabundos. Gentes que morían sin familia ni conocidos. Suicidas,
ahogados, ancianos abandonados... Los olvidados de la ciudad.
El murmullo de una radio se
perdía en el fondo, como un eco de nuestra conversación.
-¿Y qué hacía Kolvenik con esos cuerpos?
-Nadie lo sabe repuso Florián. Nunca llegamos a encontrarlos.
-Pero usted tiene una
teoría al respecto, ¿no es así, Víctor? -continuó Marina.
Florián nos observó en
silencio. -No.
Para ser un policía, aunque
estuviese retirado, mentir no se le daba bien. Marina no insistió en el tema.
El inspector se veía cansado, consumido por sombras que poblaban sus recuerdos.
Toda su ferocidad se había desmoronado. El cigarrillo le temblaba en las manos y
se hacía difícil determinar quién se estaba fumando a quién.
-En cuanto a ese
invernadero del que me habéis hablado... No volváis a él. Olvidad todo este asunto.
Olvidad ese álbum de fotografías, esa tumba sin nombre y esa dama que la
visita. Olvidad a Sentís, a Shelley y a mí, que no soy más que un pobre viejo
que no sabe ni lo que se dice. Este asunto ha destruido ya suficientes vidas. Dejadlo.
Hizo señas al camarero
para que anotase la consumición en su cuenta y concluyó:
-Prometedme que me haréis
caso.
Me pregunté cómo íbamos a
dejar correr el asunto cuando precisamente el asunto venía corriendo detrás de
nosotros. Después de lo que había sucedido la noche anterior, sus consejos me
sonaban a cuento de hadas.
-Lo intentaremos -aceptó Marina por los dos.
-El camino al infierno está
hecho de buenas intenciones -repuso Florián.
El inspector nos acompañó
hasta la estación del funicular y nos dio el teléfono del bar.
-Aquí me conocen. Si necesitáis
cualquier cosa, llamad y me darán el recado. A cualquier hora del día o la
noche. Manu, el dueño, tiene insomnio crónico y pasa las noches escuchando la BBC
a ver si aprende idiomas, o sea que no molestaréis...
-No sé cómo agradecerle...
-Agradecédmelo haciéndome
caso y manteniéndoos al margen de este enredo -cortó Florián.
Asentimos. El funicular abrió
sus puertas.
-¿Y usted, Víctor? -preguntó Marina. ¿Qué va a hacer usted?
-Lo que hacemos todos los
ancianos: sentarme a recordar y preguntarme qué hubiera pasado si lo hubiese
hecho todo al revés. Anda, marchaos ya...
Nos metimos en el vagón y
nos sentamos junto a la ventana. Atardecía. Sonó un silbato y las puertas se
cerraron. El funicular inició el descenso con una sacudida. Lentamente las
luces de Vallvidrera fueron quedando atrás, igual que la silueta de Florián,
inmóvil en el andén.
Germán había preparado un
delicioso plato italiano cuyo nombre sonaba a repertorio de ópera. Cenamos en
la cocina, escuchando a Germán relatar su torneo de ajedrez con el cura, que,
como siempre, le había ganado. Marina permaneció inusualmente callada durante
la cena, dejándonos a Germán ya mí el peso de la conversación. Me pregunté incluso
si habría dicho o hecho algo que la hubiese molestado. Tras la cena Germán me retó
a un partida de ajedrez.
-Me encantaría, pero creo
que me toca fregar platos -aduje.
-Yo los lavaré -dijo Marina a mi espalda, débilmente.
-No, en serio... -objeté.
Germán ya estaba en la otra
habitación, canturreando y ordenando líneas de peones. Me volví a Marina, que
desvió la mirada y se puso a fregar.
-Déjame que te ayude.
-No... Ve con Germán. Dale
el gusto.
-¿Viene usted, Oscar? -llegó la voz de Germán desde la sala.
Contemplé a Marina a la
luz de las velas que ardían sobre la repisa. Me pareció verla pálida, cansada.
-¿Estás bien?
Se volvió y me sonrió. Marina tenía un modo de
sonreír que me hacía sentir pequeño e insignificante.
-Anda, ve. Y déjale ganar.
-Eso es fácil.
Le hice caso y la dejé a
solas.
Me reuní con su padre en
el salón.
Allí, bajo el candelabro
de cuarzo, me senté al tablero dispuesto a que pasara el buen rato que su hija deseaba.
-Mueve usted, Oscar.
Moví. Él carraspeó.
-Le recuerdo que los
peones no saltan de ese modo, Oscar.
-Usted disculpe.
-Ni lo mencione. Es el ardor
de la juventud. No crea, se lo envidio.
La juventud es una novia caprichosa. No sabemos entenderla ni valorarla hasta
que se va con otro para no volver jamás..., ¡ay!... En fin, no sé a qué venía
esto. A ver..., peón...
A medianoche un sonido me arrancó
de un sueño. La casa estaba en penumbra. Me senté en la cama y lo escuché de nuevo. Una tos, apagada, lejana.
Intranquilo, me levanté y salí al pasillo. El ruido provenía del piso de abajo.
Crucé frente a la puerta
del dormitorio de Marina. Estaba abierta y la cama, vacía. Sentí una punzada de
temor.
-¿Marina?
No hubo respuesta. Descendí
los fríos peldaños de puntillas. Los ojos de Kafka brillaban al pie de las
escaleras. El gato maulló débilmente y me guió a través de un corredor oscuro.
Al fondo, un hilo de luz se filtraba desde una puerta cerrada. La tos provenía
del interior. Dolorosa. Agonizante. Kafka se aproximó a la puerta y se detuvo
allí, maullando.
Llamé suavemente. -¿Marina?
Un largo silencio.
-Vete, Oscar.
Su voz era un gemido. Dejé
pasar unos segundos y abrí. Una vela en el suelo apenas iluminaba el baño de
baldosas blancas. Marina estaba arrodillada y tenía la frente apoyada sobre el
lavabo.
Estaba temblando y la
transpiración le había adherido el camisón a la piel como una mortaja. Se ocultó
el rostro, pero pude ver que estaba sangrando por la nariz y que varias manchas
escarlata le cubrían el pecho. Me quedé paralizado, incapaz de reaccionar.
-¿Qué te pasa...? murmuré.
Cierra la puerta -dijo con firmeza. Cierra.
Hice lo que me ordenaba y acudí a su lado.
Estaba ardiendo de fiebre. El pelo pegado a la cara, empapada de sudor helado.
Asustado, me lancé a buscar a Germán, pero su mano me aferró con una fuerza que
parecía imposible en ella.
-¡No!
-Pero...
-Estoy bien.
-¡No estás bien!
-Oscar, por lo que más quieras,
no llames a Germán. Él no puede hacer nada. Ya ha pasado. Estoy mejor.
La serenidad de su voz me
resultó aterradora. Sus ojos buscaron los míos. Algo en ellos me obligó a
obedecer. Entonces me acarició la cara.
-No te asustes. Estoy
mejor.
-Estás pálida como una muerta... -balbuceé.
Me tomó la mano y la llevó
a su pecho. Sentí el latido de su corazón sobre las costillas. Retiré la mano,
sin saber qué hacer.
-Viva y coleando. ¿Ves? Me
vas a prometer que no le vas a decir nada de esto a Germán.
-¿Por qué? -protesté. ¿Qué te pasa?
Bajó los ojos,
infinitamente cansada. Me callé.
-Prométemelo.
-Tienes que ver a un médico.
-Prométemelo, Oscar.
-Si tú me prometes ver a un
médico.
-Trato hecho. Te lo
prometo.
Humedeció una toalla con
la que empezó a limpiar la sangre del rostro. Yo me sentía un inútil.
-Ahora que me has visto
así, ya no te voy a gustar.
-No le veo la gracia.
Siguió limpiándose en silencio,
sin apartar los ojos de mí.
Su cuerpo, apresado en el
algodón húmedo, casi transparente, se me antojó frágil y quebradizo. Me sorprendió
no sentir embarazo alguno al contemplarla así. Tampoco se adivinaba pudor en
ella por mi presencia. Le temblaban las manos cuando se secó el sudor y la sangre
del cuerpo. Encontré un albornoz limpio colgado de la puerta y se lo tendí, abierto.
Se cubrió con él y suspiró, exhausta.
-¿Qué puedo hacer? -murmuré.
-Quédate aquí, conmigo.
Se sentó frente a un
espejo.
Con un cepillo, intentó en
vano poner algo de orden en la maraña de pelo que le caía sobre los hombros. Le
faltaba fuerza.
-Déjame -y le quité el cepillo.
La peiné en silencio,
nuestras miradas encontrándose en el espejo.
Mientras lo hacía, Marina
asió mi mano con fuerza y la apretó contra su mejilla. Sentí sus lágrimas en mi
piel y me faltó el valor para preguntarle por qué lloraba.
Acompañé a Marina hasta su
dormitorio y la ayudé a acostarse. Ya no temblaba y el color le había vuelto a
las mejillas.
-Gracias... -susurró.
Decidí que lo mejor era
dejarla descansar y regresé a mi habitación. Me tendí de nuevo en la cama y traté de conciliar el sueño sin éxito.
Inquieto, yacía en la oscuridad escuchando al caserón crujir mientras el viento
arañaba los árboles. Una ansiedad ciega me carcomía. Demasiadas cosas estaban
sucediendo demasiado deprisa. Mi cerebro no podía asimilarlas a un tiempo. En
la oscuridad de la madrugada todo parecía confundirse. Pero nada me asustaba
más que el no ser capaz de comprender o explicarme mis propios sentimientos por
Marina.
Despuntaba el alba cuando finalmente
me quedé dormido. En sueños me encontré recorriendo las salas de un palacio de mármol
blanco, desierto y en tinieblas. Cientos de estatuas lo poblaban. Las figuras
abrían sus ojos de piedra a mi paso y murmuraban palabras que no entendía. Entonces,
a lo lejos, creí ver a Marina y corrí a su encuentro. Una silueta de luz blanca
en forma de ángel la llevaba de la mano a través de un pasillo cuyos muros sangraban.
Yo trataba de alcanzarlos cuando una de las puertas del pasillo se abrió y la
figura de María Shelley emergió, flotando sobre el suelo y arrastrando una
mortaja raída. Lloraba, aunque sus lágrimas jamás llegaban al suelo. Tendió
hacia mí sus brazos y, al tocarme, su cuerpo se deshizo en cenizas. Yo gritaba
el nombre de Marina, rogándole que volviese, pero ella no parecía oírme. Corría
y corría, pero el pasillo se alargaba a mi paso. Entonces el ángel de luz se volvió
hacia mí y me reveló su verdadero rostro. Sus ojos eran cuencas vacías y sus cabellos
eran serpientes blancas. Reía cruelmente y, tendiendo sus alas blancas sobre
Marina, el ángel infernal se alejó. En el sueño olí cómo un aliento fétido me
rozaba la nuca. Era el inconfundible hedor de la muerte, susurrando mi nombre.
Me volví y vi una mariposa
negra posándose sobre mi hombro.
Capítulo 17
Desperté sin aliento. Me
sentía más fatigado que cuando me había acostado. Las sienes me latían cómo si
me hubiese bebido dos garrafas de café negro. No sabía qué hora era, pero a
juzgar por el sol debía de rondar el mediodía. Las agujas del despertador
confirmaron mi diagnóstico. Las doce y media.
Me apresuré a bajar, pero
la casa estaba vacía. Un servicio de desayuno, ya frío, me esperaba sobre la mesa
de la cocina, junto a una nota.
a Oscar:
Hemos tenido que ir al médico. Estaremos fuera todo el día. No olvides dar de comer a Kafka. Nos veremos a la hora de cenar.
Marina
Releí la nota, estudiando
la caligrafía mientras daba buena cuenta del desayuno. Kafka se dignó a
aparecer minutos más tarde y le serví un tazón de leche. No sabía qué hacer
aquel día. Decidí acercarme al internado para recoger algo de ropa y decirle a
doña Paula que no se preocupase de limpiar mi habitación, porque iba a pasar las
vacaciones con mi familia.
El paseo hasta el internado
me sentó bien. Entré por la puerta principal y me dirigí al apartamento de doña
Paula en el tercer piso.
Doña Paula era una buena
mujer a la que nunca le faltaba una sonrisa para los internos. Llevaba treinta
años viuda y Dios sabe cuántos más a régimen. "Es que soy de naturaleza de
engordar, ¿sabe usted?", decía siempre. Nunca había tenido hijos y, aún
ahora, rondando los sesenta y cinco, se comía con los ojos a los bebes que veía
pasar en sus cochecitos cuando iba al mercado. Vivía sola, sin más compañía que
dos canarios y un inmenso televisor Zenith que no apagaba hasta que el himno nacional
y los retratos de la familia Real la enviaban a dormir. Tenía la piel de las
manos ajada por la lejía.
Las venas de sus tobillos
hinchados causaban dolor al mirarlos.
Los únicos lujos que se
permitía eran una visita a la peluquería cada dos semanas y el Hola. Le encantaba leer sobre la vida de
las princesas y admirar los vestidos de las estrellas de la farándula. Cuando
llamé a su puerta, doña Paula estaba viendo una reposición de "El Ruiseñor
de los Pirineos" en un ciclo de musicales de Joselito en Sesión de Tarde.
De acompañamiento, se estaba preparando una dosis de tostadas rebosantes de
leche condensada y canela.
-Buenas, doña Paula.
Perdone que la moleste.
-¡Ay, Oscar, hijo, qué vas
a molestar! Pasa, pasa...
En la pantalla, Joselito le
cantaba una coplilla a un cabritillo bajo la mirada benévola y encantada de una
pareja de la guardia civil. Junto al televisor, una colección de figuritas de
la Virgen compartía vitrina de honor con los viejos retratos de su marido Rodolfo,
todo brillantina y flamante uniforme de la Falange. Pese a su devoción por su
difunto esposo, doña Paula estaba encantada con la democracia porque, como ella
decía, ahora la tele era en color y había que estar al día.
-Oye, qué ruido la otra
noche, ¿eh? En el telediario explicaron lo del terremoto ese en Colombia y,
¡ay, mira!, no sé, que me entró un miedo en el cuerpo...
-No se preocupe, doña
Paula, que Colombia está muy lejos.
-Di que sí, pero como
también hablan español, no sé, digo yo que...
Pierda cuidado, que no hay
peligro. Quería comentarle que no se preocupe por mi habitación. Voy a pasar la
Navidad con la familia.
-¡Ay, Oscar, qué alegría!
Doña Paula casi me había
visto crecer y estaba convencida de que todo lo que yo hacía iba a misa.
"Tú sí que tienes talento", solía decir, aunque nunca llegó a
explicar muy bien para qué. Insistió en que me bebiese un vaso de leche y me comiese unas galletas que ella
misma cocinaba. Así lo hice, a pesar de que no tenía apetito. Estuve con ella
un rato, viendo la película en televisión y asintiendo a todos sus comentarios. La buena
mujer hablaba por los codos cuando tenía compañía, o sea, casi nunca.
-Mira que era majo de muchacho,
¿eh? y señalaba al candoroso Joselito.
-Sí, doña Paula. Voy a
tener que dejarla ahora...
-Le di un beso de
despedida en la mejilla y me fui. Subí un minuto a mi habitación y recogí a toda
prisa algunas camisas, un par de pantalones y ropa interior limpia. Lo
empaqueté todo en una bolsa, sin entretenerme un segundo más de lo necesario.
Al salir pasé por secretaría y repetí mi historia de las fiestas con la familia
con rostro imperturbable. Salí de allí deseando que todo fuese tan fácil como
mentir.
Cenamos en silencio en la sala
de los cuadros. Germán estaba circunspecto, perdido dentro de sí mismo. A veces
nuestras miradas se encontraban y él me sonreía, por pura cortesía. Marina
removía con la cuchara un plato de sopa, sin llevársela nunca a los labios. Toda
la conversación se redujo al sonido de los cubiertos arañando los platos y el
chisporroteo de las velas. No costaba imaginar que el médico no había
manifestado buenas noticias sobre la salud de Germán.
Decidí no preguntar sobre
lo que parecía evidente. Tras la cena, Germán se disculpó y se retiró a su
habitación. Lo noté más envejecido y cansado que nunca. Desde que le conocía,
era la primera vez
que le había visto ignorar
los retratos de su esposa Kirsten. Tan pronto desapareció, Marina apartó su
plato intacto y suspiró.
-No has probado bocado.
-No tengo hambre.
-¿Malas noticias?
-Hablemos de otra cosa,
¿vale? -me cortó con un tono seco, casi hostil.
El filo de sus palabras me
hizo sentir un extraño en casa ajena. Como si hubiese querido recordarme que
aquélla no era mi familia, que aquélla no era mi casa ni aquéllos eran mis
problemas, por mucho que me esforzase en mantener esa ilusión.
-Lo siento -murmuró al cabo de un rato, alargando la
mano hacia mí.
-No tiene importancia -mentí.
Me incorporé para retirar
los platos a la cocina. Ella se quedó sentada en silencio acariciando a Kafka,
que maullaba en su regazo. Me tomé más tiempo del necesario. Fregué platos
hasta que dejé de sentir las manos bajo el agua fría.
Cuando volví a la sala,
Marina ya se había retirado. Había dejado dos velas encendidas para mí. El resto
de la casa estaba oscuro y silencioso. Soplé las velas y salí al jardín. Nubes
negras se extendían lentamente sobre el cielo. Un viento helado agitaba la
arboleda.
Volví la mirada y advertí
que había luz en la ventana de Marina. La imaginé tendida en el lecho.
Un instante más tarde, la
luz se apagó. El caserón se alzó oscuro como la ruina que me había parecido el
primer día. Sopesé la posibilidad de acostarme yo también y descansar, pero
presentía un principio de ansiedad que sugería una larga noche sin sueño. Opté
por salir a caminar para aclarar las ideas o, al menos, agotar el cuerpo.
Apenas había dado dos
pasos cuando comenzó a chispear. Era una noche desapacible y no había nadie en
las calles. Hundí las manos en los bolsillos y eché a andar. Vagabundeé por
espacio de casi dos horas. Ni el frío ni la lluvia tuvieron a bien concederme
el cansancio que tanto ansiaba. Algo me rondaba la cabeza y, cuanto más trataba
de ignorarlo, más intensa se hacía su presencia.
Mis pasos me llevaron al
cementerio de Sarriá. La lluvia escupía sobre rostros de piedra ennegrecida y
cruces inclinadas. Tras la verja podía distinguirse una galería de siluetas
espectrales.
La tierra humedecida hedía
a flores muertas. Apoyé la cabeza entre los barrotes. El metal estaba frío. Un
rastro de óxido se deslizó por mi piel. Escruté las tinieblas como si esperase
encontrar en a aquel lugar la explicación a todo cuanto estaba sucediendo. No
supe ver más que muerte y silencio.
¿Qué estaba haciendo allí?
Si todavía me quedaba algo de sentido común, volvería al caserón y dormiría
cien horas sin interrupción. Aquélla era probablemente la mejor idea que había
tenido en tres meses.
Di la vuelta y me dispuse a
regresar por el angosto corredor de cipreses. Una farola lejana brillaba bajo
la lluvia. Súbitamente, su halo de luz se eclipsó. Una silueta oscura lo
invadió todo.
Escuché cascos de caballos
sobre el empedrado y descubrí un carruaje negro aproximándose y rasgando la cortina
de agua. El aliento de los caballos azabaches exhalaba espectros de vaho. La
figura anacrónica de un cochero se recortaba sobre el pescante. Busqué un escondite
a un lado del camino, pero sólo encontré muros desnudos. Sentí el suelo vibrando
bajo mis pies.
Sólo tenía una opción:
volver atrás. Empapado y casi sin respiración, escalé la verja y salté al
interior del sagrado recinto.
Capítulo 18
Caí sobre una base de
fango que se deshacía bajo el aguacero. Riachuelos de agua sucia arrastraban flores
secas y reptaban entre las lápidas. Pies y manos se me hundieron en el barro.
Me incorporé y corrí a ocultarme tras un torso de mármol que elevaba los brazos
al cielo. El carruaje se había detenido al otro lado de la verja. El cochero
descendió. Portaba un farol e iba ataviado con una capa que le cubría por entero.
Un sombrero de ala ancha y una bufanda le protegían de la lluvia y el frío, velando
su rostro. Reconocí el carruaje. Era el mismo que se había llevado a la dama de
negro aquella mañana en la estación de Francia.
Sobre una de las
portezuelas se apreciaba el símbolo de la mariposa
negra. Cortinajes de
terciopelo oscuro cubrían las ventanas. Me pregunté si ella estaría en el interior.
El cochero se aproximó a la
verja y auscultó con la mirada el interior. Me pegué a la estatua, inmóvil.
Luego escuché el tintineo de un manojo
de llaves. El chasquido metálico de un candado. Maldije por lo bajo. Los
hierros crujieron. Pasos sobre el lodo. El cochero se estaba aproximando a mi escondite.
Tenía que salir de allí. Me volví a examinar el cementerio a mis espaldas. El
velo de nubes negras se abrió. La luna dibujó un sendero de luz espectral.
La galería de tumbas
resplandeció en la tiniebla por un instante. Me arrastré entre lápidas, retrocediendo
hacia el interior del cementerio. Alcancé el pie de un mausoleo. Compuertas de
hierro forjado y cristal lo sellaban. El cochero continuaba acercándose.
Contuve la respiración y me hundí en las sombras. Cruzó a menos de dos metros de
mí, sosteniendo el farol en alto. Pasó de largo y suspiré. Le vi alejarse hacia
el corazón del cementerio y supe al instante adónde se dirigía.
Era una locura, pero le
seguí.
Fui ocultándome entre las
lápidas hasta el ala norte del recinto.
Una vez allí me aupé en
una plataforma sobre la cual se dominaba toda el área. Un par de metros más abajo
brillaba el farol del cochero, apoyado sobre la tumba sin nombre. La lluvia se
deslizaba sobre la figura de la mariposa grabada en la piedra, como si
sangrara. Vi la silueta del cochero inclinándose sobre la tumba. Extrajo un objeto
alargado de su capa, una barra de metal, y forcejeó con ella. Tragué saliva al
comprender lo que trataba de hacer. Quería abrir la tumba.
Yo deseaba salir a escape
de allí, pero no podía moverme. Haciendo palanca con la barra, consiguió desplazar
la losa unos centímetros.
Lentamente, el pozo de
negrura de la tumba se fue abriendo hasta que la losa se precipitó a un lado por
su propio peso y se quebró en dos con el impacto. Sentí la vibración del golpe
bajo mi cuerpo. El cochero tomó el farol del suelo y lo alzó sobre una fosa de
dos metros de profundidad. Un ascensor al infierno. La superficie de un ataúd
negro brillaba en el fondo.
El cochero alzó la vista
al cielo y, súbitamente, saltó al interior de la tumba. Desapareció de mi vista
en un instante, como si la tierra le hubiera engullido. Escuché golpes y el
sonido de madera vieja al quebrarse. Salté y, reptando sobre el fango, me
aproximé milímetro a milímetro al borde de la fosa. Me asomé.
La lluvia se precipitaba
en el interior de la tumba y el fondo se estaba inundando. El cochero seguía
allí. En ese momento, tiraba de la tapa del ataúd, que cedió a un lado con un
estruendo. La madera podrida y la tela raída quedaron expuestas a la luz. El
ataúd estaba vacío. El hombre lo contempló inmóvil. Le oí murmurar algo.
Supe que era hora de salir
de allí a escape. Pero al hacerlo, empuje una piedra, que se precipitó en el interior
y golpeó el ataúd. En una décima de segundo, el cochero se volvió hacia mí. En
la mano derecha sostenía un revólver.
Eché a correr
desesperadamente hacia la salida, sorteando lápidas y estatuas. Escuché al
cochero gritar detrás de mí, trepando fuera de la fosa. Vislumbré la verja de la
salida y el carruaje al otro lado. Corrí sin aliento hacia allí. Los pasos del
cochero estaban próximos. Comprendí que me alcanzaría en cuestión de segundos en
campo abierto. Recordé el arma en su mano y miré desesperadamente a mi alrededor
buscando un escondite. Detuve la mirada en la única alternativa que tenía.
Rogué que al cochero nunca se le ocurriese buscar allí: el baúl de equipaje que
había en la parte trasera del carruaje. Salté sobre la plataforma y me metí de
cabeza.
En apenas unos segundos,
oí los pasos apresurados del cochero alcanzar el corredor de cipreses.
Imaginé lo que sus ojos
estaban viendo. El sendero, vacío en la lluvia. Los pasos se detuvieron. Rodearon
el carruaje. Temí haber dejado huellas que delatasen mi presencia. Sentí el
cuerpo del cochero trepar sobre el pescante.
Permanecí inmóvil. Los
caballos relincharon. La espera me resultó interminable. Entonces escuché el chasquido de un látigo, y una sacudida me
derribó sobre el fondo del baúl. Nos estábamos moviendo.
El traqueteo pronto se
tradujo en una vibración seca y brusca que me golpeaba los músculos petrificados
por el frío. Traté de asomarme hasta la abertura del baúl, pero me resultaba
casi imposible sostenerme con el vaivén.
Dejábamos Sarriá atrás. Calculé
las probabilidades de romperme la crisma si intentaba saltar del carruaje en
marcha. Descarté la idea. No me sentía con fuerzas de intentar más heroísmos y,
en el fondo, deseaba saber adónde nos dirigíamos, así que me rendí a las circunstancias.
Me tendí a descansar en el fondo del baúl como pude. Sospechaba que iba a
necesitar recuperar fuerzas para más adelante.
El trayecto se me hizo
infinito. Mi perspectiva de maleta no ayudaba y me pareció que habíamos recorrido
kilómetros bajo la lluvia. Los músculos se me estaban entumeciendo bajo la ropa
mojada.
Habíamos dejado atrás las
avenidas de mayor tráfico. Ahora recorríamos calles desiertas. Me incorporé y
me alcé hasta la abertura para echar un vistazo. Vi calles oscuras y estrechas
como brechas cortadas en la roca. Faroles y fachadas góticas en la neblina. Me dejé
caer de nuevo, desconcertado. Estábamos en la ciudad vieja, en algún punto del
Raval.
El hedor a cloacas
inundadas ascendía como el rastro de un pantano. Deambulamos por el corazón de
las tinieblas de Barcelona durante casi media hora antes de detenernos. Escuché
al cochero descender del pescante.
Segundos después, el
sonido de una compuerta. El carruaje avanzó a trote lento y penetramos en lo
que, por el olor, supuse que era una vieja caballeriza. La compuerta se cerró
de nuevo.
Permanecí inmóvil. El
cochero desenganchó los caballos y les murmuró algunas palabras que no llegué a
descifrar. Una franja de luz caía por la apertura del baúl. Oí correr agua y
pasos sobre paja.
Finalmente, la luz se
apagó. Los pasos del cochero se alejaron. Esperé un par de minutos, hasta que sólo
pude oír la respiración de los caballos. Me deslicé fuera del baúl. Una
penumbra azulada flotaba en las caballerizas. Me dirigí con sigilo hacia una
puerta lateral.
Salí a un garaje oscuro de
techos altos y trabados con vigas de madera. El contorno de una puerta que parecía
una salida de emergencia se dibujaba al fondo. Comprobé que la cerradura sólo
podía abrirse desde dentro. La abrí con cautela y salí por fin a la calle.
Me encontré en un callejón
oscuro del Raval. Era tan estrecho que podía tocar ambos lados con sólo
extender los brazos. Un reguero fétido corría por el centro del empedrado. La
esquina estaba a sólo diez metros. Me acerqué hasta allí. Una calle más amplia
brillaba a la luz vaporosa de farolas que debían de tener más de cien años.
Vi la compuerta de la
caballeriza a un lado del edificio, una estructura gris y miserable. Sobre el dintel
de la puerta se leía la fecha de construcción: 1888. Desde aquella perspectiva
advertí que el edificio no era más que un anexo a una estructura mayor que ocupaba
todo el bloque. Este segundo edificio tenía unas dimensiones palaciegas. Estaba
cubierto por un arrecife de andamios y lonas sucias que lo enmascaraban
completamente.
En su interior podría
haberse ocultado una catedral. Traté de deducir qué era, sin éxito. No me vino
a la cabeza ninguna estructura de ese tipo que se encontrase en aquella zona
del Raval.
Me aproximé hasta allí y eché un vistazo entre
los paneles de madera que cubrían el andamiaje.
Una tiniebla espesa velaba
una gran marquesina de estilo modernista. Acerté a ver columnas y una hilera de
ventanillas decoradas con un intrincado diseño de hierro forjado. Taquillas.
Los arcos de entrada que se apreciaban más allá me recordaron los pórticos de un
castillo de leyenda. Todo ello estaba cubierto por una capa de escombros,
humedad y abandono.
Comprendí de repente dónde
estaba. Aquél era el Gran Teatro Real, el suntuoso monumento que Mijail
Kolvenik había hecho reconstruir para su
esposa Eva y cuyo escenario ella jamás llegó a estrenar. El teatro se alzaba
ahora como una colosal catacumba en ruinas. Un hijo bastardo de la ópera de París y el templo
de la Sagrada Familia a la espera de ser demolido.
Regresé al edificio
contiguo que albergaba las caballerizas. El portal era un agujero negro. El portón
de madera tenía recortada una pequeña compuerta que recordaba a la entrada de
un convento. O una prisión. La compuerta estaba abierta y me introduje en el
vestíbulo. Un tragaluz fantasmal ascendía hasta una galería de vidrios quebrados.
Una telaraña de tendederos cubiertos de harapos se agitaba al viento. El lugar
olía a miseria, a cloaca y a enfermedad.
Las paredes rezumaban agua
sucia de tuberías reventadas. El suelo estaba encharcado. Distinguí una pila de
buzones oxidados y me aproximé a examinarlos. En su mayoría estaban vacíos,
destrozados y sin nombre. Sólo uno de ellos parecía en uso. Leí el nombre bajo
la mugre.
Luis Claret - Milá, 3º
El nombre me resultaba familiar,
aunque no supe de qué. Me pregunté si ésa sería la identidad del cochero. Me
repetí una y otra vez aquel nombre, intentando recordar dónde lo había oído. De
repente, mi memoria se aclaró. El inspector Florián nos había dicho que, en los
últimos tiempos de Kolvenik, sólo dos personas habían tenido acceso a él y a su
esposa Eva en el torreón del parque Güell: Shelley, su médico personal, y un chofer
que se negaba a abandonar a su patrón, Luis Claret. Palpé en mis bolsillos en busca
del teléfono que Florián nos había dado en caso de que necesitásemos ponernos
en contacto con él. Creí que lo había encontrado cuando escuché voces y pasos en lo alto de la escalera. Huí.
Una vez en la calle, corrí a ocultarme tras la
esquina del callejón. Al poco rato, una silueta asomó por la puerta y echó a
andar bajo la llovizna. Era el cochero de nuevo. Claret. Esperé a que su figura
se desvaneciese y seguí el eco de sus pasos.
Capítulo 19
Tras el rastro de Claret me
convertí en una sombra entre las sombras. La pobreza y la miseria de aquel
barrio podían olerse en el aire. Claret
caminaba con largas zancadas por calles en las que yo no había estado jamás. No
me situé hasta que le vi doblar una esquina y reconocí la calle Conde del Asalto. Al llegar a las Ramblas,
Claret torció a la izquierda, rumbo a la Plaza Cataluña.
Unos pocos noctámbulos
transitaban por el paseo. Los quioscos iluminados parecían buques varados.
Al llegar al Liceo, Claret
cruzó de acera. Se detuvo frente al portal del edificio donde vivían el doctor
Shelley y su hija María. Antes de entrar, le vi extraer un objeto brillante del
interior de la capa. El revólver.
La fachada del edificio
era una máscara de relieves y gárgolas que escupían ríos de agua harapienta. Una
espada de luz dorada emergía de una ventana en el vértice del edificio. El
estudio de Shelley.
Imaginé al viejo doctor en
su butaca de inválido, incapaz de conciliar el sueño. Corrí hacia el portal. La
puerta estaba trabada por dentro. Claret la había cerrado.
Inspeccioné la fachada en
busca de otra entrada. Rodeé el edificio. En la parte trasera, una pequeña escalinata
de incendios ascendía hasta una cornisa que rodeaba el bloque. La cornisa
tendía una pasarela de piedra hasta los balcones de la fachada principal. De
allí a la glorieta donde estaba el estudio de Shelley había sólo unos metros.
Trepé por la escalera
hasta la cornisa. Una vez allí, estudié de nuevo la ruta. Comprobé que la cornisa
apenas tenía un par de palmos de ancho. A mis pies, la caída hasta la calle se
me antojó un abismo. Respiré hondo y di el primer paso hacia la cornisa.
Me pegué a la pared y avancé
centímetro a centímetro. La superficie era resbaladiza. Algunos de los bloques
se movían bajo mis pies. Tuve la sensación de que la cornisa se estrechaba a
cada paso.
El muro a mi espalda
parecía inclinarse hacia adelante. Estaba sembrado de efigies de faunos. Introduje
los dedos en la mueca demoníaca de uno de aquellos rostros esculpidos, con
miedo a que las fauces se cerrasen y segaran mis dedos. Utilizándolos como
agarraderas, conseguí alcanzar la barandilla de hierro forjado que rodeaba la
galería del estudio de Shelley.
Logré alcanzar la
plataforma de rejilla frente a los ventanales. Los cristales estaban empañados.
Pegué el rostro al vidrio y pude vislumbrar el interior. La ventana no estaba
cerrada por dentro. Empujé delicadamente hasta conseguir entreabrirla. Una
bocanada de aire caliente, impregnado del olor a leña quemada del hogar, me sopló
en la cara. El doctor ocupaba su butaca
frente al fuego, como si nunca se hubiera movido de allí. A su espalda, las
puertas del estudio se abrieron. Claret. Había llegado demasiado tarde.
-Has traicionado tu
juramento -le escuché decir a Claret.
Era la primera vez que oía
su voz con claridad. Grave, rota. Igual que la de un jardinero del internado,
Daniel, a quien una bala le había destrozado la laringe durante la guerra. Los
médicos le habían reconstruido la garganta, pero el pobre hombre tardó diez años
en volver a hablar. Cuando lo hacía, el sonido que brotaba de sus labios era
como la voz de Claret.
-Dijiste que habías
destruido el último frasco... -dijo
Claret, aproximándose a Shelley.
El otro no se molestó en volverse. Vi el
revólver de Claret alzarse y apuntar al médico.
-Te equivocas conmigo -dijo
Shelley.
Claret rodeó al anciano y
se detuvo frente a él. Shelley alzó la vista. Si tenía miedo, no lo demostraba.
Claret le apuntó a la cabeza.
-Mientes. Debería matarte ahora
mismo... -dijo Claret, arrastrando cada
sílaba como si le doliese.
Posó el cañón de la pistola
entre los ojos de Shelley.
-Adelante. Me harás un
favor -dijo Shelley, sereno.
Tragué saliva. Claret
trabó el percutor.
-¿Dónde está?
-Aquí no.
-¿Dónde entonces?
-Tú sabes dónde -replicó Shelley.
Escuché suspirar a Claret.
Retiró la pistola y dejó caer el brazo, abatido.
-Todos estamos
condenados -dijo Shelley. Es sólo
cuestión de tiempo... Nunca le entendiste y ahora le entiendes menos que nunca.
-Es a ti a quien no
entiendo -dijo Claret. Yo iré a mi muerte
con la conciencia limpia.
Shelley rió amargamente.
-A la muerte poco le
importan las conciencias, Claret.
-A mí sí.
De pronto María Shelley apareció
en la puerta.
-Padre..., ¿está usted
bien?
-Sí, María. Vuelve a la cama.
Es sólo el amigo Claret, que ya se iba.
María dudó. Claret la
observaba fijamente y, por un instante, me pareció que había algo indefinido en
el juego de sus miradas.
-Haz lo que te digo. Ve.
-Sí, padre.
María se retiró. Shelley
fijó de nuevo la mirada en el fuego.
-Tú vela por tu conciencia.
Yo tengo una hija por quien velar. Vete a casa. No puedes hacer nada. Nadie
puede hacer nada. Ya viste cómo acabó Sentís.
-Sentís acabó como se
merecía -sentenció Claret. ¿No pensarás
ir a su encuentro?
-Yo no abandono a los
amigos.
-Pero ellos te han
abandonado a ti -dijo Shelley.
Claret se dirigió hacia la
salida, pero se detuvo al oír el ruego de Shelley.
-Espera...
Se acercó hasta un armario que había junto a
su escritorio. Buscó una cadena en su garganta de la que pendía una pequeña
llave. Con ella abrió el armario. Tomó algo del interior y se lo tendió a Claret.
Cógelas ordenó. Yo no tengo el valor para usarlas. Ni
la fe.
Forcé la vista, tratando de
dilucidar qué era lo que estaba ofreciendo a Claret. Era un estuche; me pareció
que contenía unas cápsulas plateadas. Balas.
Claret las aceptó y las
examinó cuidadosamente. Sus ojos se encontraron con los de Shelley.
-Gracias -murmuró Claret.
Shelley negó en silencio,
como si no quisiera agradecimiento alguno. Vi cómo Claret vaciaba la recámara
de su arma y la rellenaba con las balas que Shelley le había proporcionado.
Mientras lo hacía, Shelley le observaba nerviosamente, frotándose las manos.
No vayas... -imploró Shelley.
El otro cerró la cámara e
hizo girar el tambor.
-No tengo elección -replicó, ya en su camino hacia la salida.
Tan pronto le vi
desaparecer, me deslicé de nuevo hasta la cornisa. La lluvia había remitido. Me
apresuré para no perder el rastro de Claret. Rehice mis pasos hasta la escalera
de incendios, bajé y rodeé el edificio a toda prisa, justo a tiempo de ver a
Claret descendiendo Ramblas abajo. Apreté el paso y acorté la distancia.
No giró hasta la calle
Fernando, en dirección a la Plaza de San Jaime. Vislumbré un teléfono público
entre los pórticos de la Plaza Real. Sabía que tenía que llamar al inspector
Florián cuanto antes y explicarle lo que estaba sucediendo, pero detenerme
hubiera significado perder a Claret.
Cuando se internó en el
Barrio Gótico, yo fui detrás. Pronto, su silueta se perdió bajo puentes tendidos
entre palacios. Arcos imposibles proyectaban sombras danzantes sobre los muros.
Habíamos llegado a la Barcelona encantada, el laberinto de los espíritus, donde
las calles tenían nombre de leyenda y los duendes del tiempo caminaban a
nuestras espaldas.
Capítulo 20