Capítulo 20
Seguí el rastro de
Claret hasta una calle oculta tras la catedral. Una tienda de máscaras marcaba
la esquina. Me acerqué al escaparate y sentí la mirada vacía de los rostros de
papel. Me incliné a echar un vistazo. Claret se había detenido a una veintena de
metros, junto a una trampilla de bajada a las alcantarillas. Forcejeaba con la
pesada tapa de metal.
Cuando consiguió
que cediera, se internó en aquel agujero. Sólo entonces me acerqué. Escuché
pasos en los escalones de metal, descendiendo, y vi el reflejo de un rayo de
luz. Me deslicé hasta la boca de las alcantarillas y me asomé.
Una corriente de
aire viciado ascendía por aquel pozo. Permanecí allí hasta que los pasos de
Claret se hicieron inaudibles y las tinieblas devoraron la luz que él llevaba.
Era el momento de
telefonear al Inspector Florián.
Distinguí las luces
de una bodega que cerraba muy tarde o abría muy pronto. El establecimiento era
una celda que apestaba a vino y ocupaba el semisótano de un edificio que no
tendría menos de trescientos años. El bodeguero era un hombre de tinte
avinagrado y ojos diminutos que lucía lo que me pareció un birrete militar. Alzó
las cejas y me miró con disgusto. A su espalda, la pared estaba decorada con
banderines de la división azul, postales del Valle de los Caídos y un retrato
de Mussolini.
-Largo -espetó. No abrimos hasta las cinco.
-Sólo quiero llamar
por teléfono. Es una emergencia.
-Vuelve a las cinco.
-Si pudiese volver
a las cinco, no sería una emergencia... Por favor. Es para llamar a la policía.
El bodeguero me
estudió cuidadosamente y por fin me señaló un teléfono en la pared.
-Espera que te
ponga línea. ¿Tienes con qué pagar, no?
-Claro -mentí.
El auricular estaba
sucio y grasiento. Junto al teléfono había un platillo de vidrio con cajetillas
de cerillas impresas con el nombre del establecimiento y un águila imperial.
Bodega Valor, ponía. Aproveché que el bodeguero estaba de espaldas conectando
el contador y me llené los bolsillos con las cajetillas de fósforos. Cuando el
bodeguero se volvió, le sonreí con bendita inocencia. Marqué el número que Florián
me había dado y escuché la señal de
llamada una y otra vez, sin respuesta. Empezaba a temer que el camarada insomne
del inspector hubiese caído dormido bajo los boletines de la BBC cuando alguien
levantó el aparato al otro lado de la línea.
-Buenas noches,
disculpe que le moleste a estas horas -dije.
Necesito hablar
urgentemente con el inspector Florián. Es una emergencia. Él me dio este número
por si...
-¿Quién le llama?
-Oscar Drai.
-¿Oscar qué?
Tuve que deletrear
mi apellido pacientemente.
-Un momento. No sé
si Florián está en su casa. No veo luz.
¿Puede esperar?
Miré al dueño del
bar, que secaba vasos a ritmo marcial bajo la gallarda mirada del
"Duce".
-Sí -dije osadamente.
La espera se hizo
interminable. El bodeguero no dejaba de mirarme como si fuese un criminal fugado.
Probé a sonreírle. No se inmutó.
-¿Me podría servir
un café con leche? pregunté. Estoy
helado.
-No hasta las cinco.
-¿Me puede decir
qué hora es, por favor? -indagué.
-Aún falta para las
cinco -replicó. ¿Seguro que has llamado a
la policía?
-A la benemérita,
para ser exactos improvisé.
Al fin, oí la voz
de Florián. Sonaba despierto y alerta.
-¿Oscar? ¿Dónde
estás?
Le relaté tan
rápido como pude lo esencial. Cuando le expliqué lo del túnel de la
alcantarilla, noté que se ponía tenso.
-Escúchame bien,
Oscar. Quiero que me esperes ahí y no te muevas hasta que yo llegue. Cojo un
taxi en un segundo. Si pasa algo, echas a correr. No pares hasta llegar a la
comisaría de Vía Layetana. Allí preguntas por Mendoza. Él me conoce y es de confianza.
Pero pase lo que pase, ¿me entiendes?,
pase lo que pase no bajes a esos túneles. ¿Está claro?
-Como el agua.
-Estoy ahí en un
minuto.
La línea se cortó.
-Son sesenta
pesetas -sentenció el bodeguero a mi
espalda de inmediato. Tarifa nocturna.
-Le pago a las
cinco, mi general -le solté con flema.
Las bolsas que le
colgaban bajo los ojos se le tiñeron de color Rioja.
-Mira, niñato, que
te parto la cara, ¿eh? amenazó, furioso.
Me largué a escape
antes de que consiguiera salir de detrás de la barra con su porra reglamentaria
antidisturbios. Esperaría a Florián junto a la tienda de máscaras.
“No podía tardar
mucho”, -me dije.
Las campanas de la
catedral dieron las cuatro de la madrugada. Los signos de la fatiga empezaban a
rondarme como lobos hambrientos.
Caminé en círculos
para combatir el frío y el sueño. Al poco rato escuché unos pasos sobre el empedrado de la calle. Me
giré para recibir a Florián, pero la silueta que vi que no casaba con la del viejo
policía, era una mujer.
Instintivamente me
escondí, temiendo que la dama de negro hubiese
venido a mi
encuentro. La sombra se recortó en la calle y la mujer cruzó frente a mí sin
verme. Era María, la hija del doctor Shelley.
Se aproximó hasta
la boca del túnel y se inclinó a mirar al abismo. Llevaba en la mano un frasco
de vidrio. Su rostro brillaba bajo la luna, transfigurado.
Sonreía. Supe al
instante que algo estaba mal. Fuera de lugar. Hasta se me pasó por la cabeza que
estaba bajo algún tipo de trance y que había caminado sonámbula hasta allí. Era
la única explicación que se me ocurría. Prefería aquella absurda hipótesis que
contemplar otras alternativas. Pensé en acercarme a ella, llamarla por su nombre,
cualquier cosa. Me armé de valor y di un paso al frente. Apenas lo hice, María
se volvió con una rapidez y una agilidad felinas, como si hubiese olido mi
presencia en el aire. Sus ojos brillaron en el callejón y la mueca que se dibujó
en su rostro me heló la sangre.
-Vete -murmuró con una voz desconocida.
-¿María? -articulé, desconcertado.
Un segundo después,
saltó al interior del túnel. Corrí hasta el borde esperando ver el cuerpo de María
Shelley destrozado. Un haz de luna cruzó fugazmente sobre el pozo. El rostro de
María brilló en el fondo.
María grité. ¡Espere!
Descendí tan rápido
como pude las escaleras. Un hedor fétido y penetrante me asaltó tan pronto hube
recorrido un par de metros. La esfera de claridad en la superficie fue
disminuyendo de tamaño. Busqué una de las cajetillas de fósforos y prendí uno.
La visión que me descubrió era fantasmal.
Un túnel circular
se perdía en la negrura. Humedad y podredumbre. Chillidos de ratas. Y el eco infinito
del laberinto de túneles bajo la ciudad. Una inscripción recubierta de mugre en
la pared rezaba:
Colector sector IV/nivel
2 - Tramo 66
Al otro lado del túnel,
el muro estaba caído. El subsuelo había invadido parte del colector. Se podían
apreciar diferentes estratos de antiguos niveles de la ciudad, apilados uno
sobre otro.
Contemplé los
cadáveres de viejas Barcelonas sobre las que se erguía la nueva ciudad. El
escenario donde Sentís había encontrado la muerte. Encendí otra cerilla. Reprimí
las náuseas que me ascendían por la garganta y avancé unos metros en la
dirección de las pisadas.
-¿María?
Mi voz se
transformó en un eco espectral cuyo efecto me heló la sangre; decidí cerrar la
boca. Observé decenas de diminutos puntos rojos que se movían como insectos sobre
un estanque. Ratas. La llama de las cerillas que no dejaba de encender las
mantenía a una prudencial distancia.
Vacilaba si
continuar adentrándome más o no, cuando oí una voz lejana. Miré por última vez
hacia la entrada de la calle. Ni rastro de Florián. Escuché aquella voz de
nuevo. Suspiré y puse rumbo a las tinieblas.
El túnel por el que
avanzaba me hizo pensar en el tracto intestinal de una bestia. El suelo estaba recubierto
por un arroyo de aguas fecales. Avancé sin más claridad que la que provenía de
los fósforos. Empalmaba uno con otro, sin dejar que la oscuridad me rodease por
completo. A medida que me adentraba en el laberinto mi olfato se fue acomodando
al olor de las cloacas. Advertí también que la temperatura iba ascendiendo. Una
humedad pegajosa se adhería a la piel, la ropa y el pelo.
Unos metros más
allá, brillando sobre los muros, distinguí una cruz
pintada burdamente
en rojo. Otras cruces similares marcaban las paredes. Me pareció ver algo
brillar en el suelo. Me arrodillé a examinarlo y comprobé que se trataba de una
fotografía. Reconocí la imagen al instante. Era uno de los retratos del álbum
que habíamos encontrado en el invernadero. Había más fotografías en el suelo. Todas
ellas provenían del mismo lugar. Algunas estaban desgarradas. Veinte pasos más
adelante encontré el álbum, prácticamente destrozado.
Lo tomé y pasé las
páginas vacías.
Parecía como si
alguien hubiese estado buscando algo en él y, al no encontrarlo, lo hubiera
hecho trizas con rabia.
Me hallaba en una
encrucijada, una especie de cámara de distribución o convergencia de conductos.
Alcé la vista y vi que la boca de otro pasadizo se abría justo sobre el punto
donde yo me encontraba.
Creí identificar
una rejilla. Alcé la cerilla hacia allí pero una bocanada de aire cenagoso que
exhaló uno de los colectores extinguió la llama. En ese momento escuché algo
desplazarse, lentamente, rozando los muros, gelatinoso. Sentí un escalofrío en
la base de la nuca. Busqué otra cerilla en la oscuridad y traté de encenderla a
ciegas, pero la llama no me prendía. Esta vez estaba seguro: algo se movía en
los túneles, algo vivo que no eran ratas. Noté que me ahogaba. La pestilencia
del lugar me golpeó brutalmente las fosas nasales. Un fósforo prendió en mis manos
por fin. Al principio la llama me cegó. Luego vi algo reptando a mi encuentro.
Desde todos los túneles. Unas figuras indefinidas se arrastraban como arañas por
los conductos. La cerilla cayó de mis dedos temblorosos. Quise echar a correr,
pero tenía los músculos clavados.
De repente, un rayo
de luz rebanó las sombras, atrapando una visión fugaz de lo que me pareció un
brazo extendiéndose hacia mí.
-¡Oscar!
El inspector
Florián corría en mi dirección. En una mano sostenía una linterna. En la otra,
un revólver. Florián me alcanzó y barrió todos los rincones con el haz de la
linterna. Ambos escuchamos el sonido escalofriante de aquellas siluetas
retirándose, huyendo de la luz. Florián sostenía la pistola en alto.
-¿Qué era eso?
Quise responder,
pero me falló la voz.
-¿Y qué demonios
haces aquí abajo?
- Colector sector IvMaría... articulé.
-¿Qué?
-Mientras le
esperaba, vi a María Shelley lanzarse a las cloacas y...
-¿La hija de
Shelley? -preguntó Florián,
desconcertado. ¿Aquí?
-Sí.
-¿Y Claret?
-No lo sé. He
seguido el rastro de pisadas hasta aquí...
Florián inspeccionó
los muros que nos rodeaban. Una compuerta de hierro cubierta de óxido quedaba en
un extremo de la galería. Frunció el ceño y se aproximó lentamente hacia allí.
Me pegué a él.
-¿Son éstos los túneles
donde encontraron a Sentís?
Florián asintió en
silencio, señalando hacia el otro extremo del túnel.
Esta red de
colectores se extiende hasta el antiguo mercado del Borne. Sentís fue encontrado
allí, pero había signos de que el cuerpo había sido arrastrado.
-Es allí donde está
la vieja fábrica de la Velo Granell, ¿no?
Florián asintió de
nuevo.
-¿Cree usted que
alguien está utilizando estos pasadizos subterráneos para moverse bajo la ciudad,
desde la fábrica a...?
-Toma, sostén la
linterna -me cortó Florián. Y esto.
"Esto"
era su revólver. Se lo aguanté mientras él forzaba la compuerta de metal. El
arma pesaba más de lo que había supuesto. Coloqué el dedo en el gatillo y la contemplé
a la luz. Florián me lanzó una mirada asesina.
-No es un juguete,
cuidado.
Ve haciendo el
tonto y una bala te reventará la cabeza como si fuese una sandía.
La compuerta cedió.
El hedor que se escapó del interior era indescriptible. Dimos unos pasos atrás,
combatiendo la náusea.
-¿Qué diablos hay
ahí dentro? exclamó Florián.
Sacó un pañuelo y
se cubrió la boca y la nariz con él. Le tendí su arma y sostuve la linterna.
Florián empujó la
compuerta de una patada. Enfoqué hacia el interior. La atmósfera era tan espesa
que apenas se distinguía nada. Florián tensó el percutor y avanzó hacia el umbral.
-Quédate ahí me ordenó.
Ignoré sus palabras
y avancé hasta la entrada de la cámara.
-¡Dios santo!... escuché exclamar a Florián.
Sentí que me
faltaba el aire. Era imposible aceptar la visión que se ofrecía a nuestros ojos.
Atrapados en las tinieblas, colgando de garfios herrumbrosos, había docenas de
cuerpos inertes, incompletos. Sobre dos grandes mesas yacían en un caos completo
unas extrañas herramientas: piezas de metal, engranajes y mecanismos construidos
en madera y acero. Una colección de frascos reposaba en una vitrina de cristal,
un juego de jeringas hipodérmicas y un muro repleto de instrumentos quirúrgicos
sucios, ennegrecidos.
-¿Qué es esto? -murmuró Florián, tenso.
Una figura de
madera y piel, de metal y hueso yacía sobre una de las mesas como un macabro
juguete inacabado. Representaba a un niño con ojos redondos de reptil; una lengua
bífida asomaba entre sus labios negros. Sobre la frente, marcado a fuego, se
podía ver claramente el símbolo de la mariposa.
-Es su taller...
Aquí es donde los crea... -se me escapó
en voz alta.
Y entonces los ojos
de aquel muñeco infernal se movieron. Giró la cabeza. Sus entrañas producían el
sonido de un reloj al ajustarse.
Sentí sus pupilas
de serpiente posarse sobre las mías. La lengua bífida se relamió los labios. Nos
estaba sonriendo.
-Salgamos de
aquí -dijo Florián. ¡Ahora mismo!
Regresamos a la
galería y cerramos la compuerta a nuestras espaldas. Florián respiraba entrecortadamente.
Yo no podía ni hablar. Tomó la linterna de mis manos temblorosas e inspeccionó
el túnel. Mientras lo hacía, pude ver una gota atravesar el haz de luz.
Y otra. Y otra más.
Gotas brillantes de color escarlata. Sangre. Nos miramos en silencio. Algo
estaba goteando desde el techo.
Florián me indicó
que me retirase unos pasos con un gesto y dirigió el haz de luz hacia arriba. Vi
cómo el rostro de Florián palidecía y su mano firme empezaba a temblar.
-Corre -fue lo único que me dijo. ¡Vete de aquí!
Alzó el revólver
después de lanzarme una última mirada. Leí en ella primero terror y después la rara
certeza de la muerte. Despegó los labios para decir algo más, pero jamás llegó
a brotar sonido alguno de su boca. Una figura oscura se precipitó sobre él y le
golpeó antes de que pudiera mover un músculo. Sonó un disparo, un estallido ensordecedor
rebotando contra la pared. La linterna fue a parar a una corriente de agua. El cuerpo
de Florián salió despedido contra el muro con tal fuerza que abrió una brecha
en forma de cruz en las baldosas ennegrecidas. Tuve la certeza de que estaba
muerto antes de que se desprendiese de la pared y cayese al suelo, inerte.
Eché a correr
buscando desesperadamente el camino de vuelta. Un aullido animal inundó los túneles.
Me volví. Una docena de figuras reptaba desde todos los ángulos.
Corrí como no lo
había hecho en la vida, escuchando la jauría invisible aullar a mi espalda,
tropezando. La imagen del cuerpo de Florián incrustado en la pared seguía clavada
en mi mente.
Estaba cerca de la
salida cuando una silueta saltó al frente, apenas unos metros más allá, impidiéndome
alcanzar las escaleras de subida. Me detuve en seco. La luz que se filtraba me
mostró el rostro de un arlequín. Dos rombos negros cubrían su mirada de cristal
y unos labios de madera pulida mostraban colmillos de acero. Di un paso atrás.
Dos manos se posaron sobre mis hombros. Unas uñas me rasgaron la ropa. Algo me
rodeó el cuello.
Era viscoso y frío.
Sentí el nudo cerrarse, cortándome la respiración. Mi visión empezó a desvanecerse.
Algo me agarró los tobillos. Frente a mí, el arlequín se arrodilló y extendió
las manos hacia mi cara. Creí que iba a perder el conocimiento. Recé por que así
fuese. Un segundo más tarde, aquella cabeza de madera, piel y metal estalló en
pedazos.
El disparo provenía
de mi derecha. El estruendo se me clavó en los tímpanos y el olor a pólvora impregnó
el aire. El arlequín se desmoronó a mis pies. Hubo un segundo disparo. La
presión sobre mi garganta desapareció y caí de bruces. Sólo percibía el olor
intenso de la pólvora. Noté que alguien tiraba de mí. Abrí los ojos y atiné a
ver cómo un hombre se inclinaba sobre mí y me alzaba.
Percibí de pronto
la claridad del día y mis pulmones se llenaron de aire puro. Después perdí el conocimiento.
Recuerdo haber soñado con cascos de caballos repicando mientras unas campanas
resonaban sin cesar.
Capítulo 21
La habitación en la
que desperté me resultó familiar. Las ventanas estaban cerradas y una claridad diáfana
se filtraba desde los postigos. Una figura se alzaba a mi lado, observándome en
silencio.
Marina.
-Bienvenido al
mundo de los vivos.
Me incorporé de
golpe. La visión se me nubló al instante y sentí astillas de hielo taladrándome
el cerebro. Marina me sostuvo mientras el dolor se apagaba lentamente.
-Tranquilo -me susurró.
-¿Cómo he llegado
aquí...?
-Alguien te trajo
al amanecer. En un carruaje. No dijo quién era.
-Claret... -murmuré, mientras las piezas empezaban a
encajar en mi mente.
Era Claret quien me
había sacado de los túneles y quien me había traído de nuevo al caserón de Sarriá.
Comprendí que le debía la vida.
-Me has dado un susto
de muerte. ¿Dónde has estado? He pasado toda la noche esperándote. No vuelvas a
hacerme algo así en la vida, ¿me oyes?
Me dolía todo el
cuerpo, incluso al mover la cabeza para asentir.
Me tendí de nuevo.
Marina me acercó un vaso de agua fresca a los labios. Me lo bebí de un trago.
-¿Quieres más,
verdad?
Cerré los ojos y la
oí llenar de nuevo el vaso.
-¿Y Germán? le pregunté.
-En su estudio.
Estaba preocupado por ti. Le he dicho que algo te había sentado mal.
-¿Y te ha creído?
-Mi padre cree todo
lo que yo le digo -repuso Marina, sin
malicia.
Me tendió el vaso
de agua.
-¿Qué hace tantas
horas en su estudio si ya no pinta?
Marina me tomó la
muñeca y comprobó mi pulso.
-Mi padre es un
artista -dijo luego. Los artistas viven
en el futuro o en el pasado; nunca en el presente. Germán vive de recuerdos. Es
todo cuanto tiene.
-Te tiene a ti.
-Yo soy el mayor de
sus recuerdos -dijo mirándome a los ojos.
Te he traído algo para comer. Tienes que reponer fuerzas.
Negué con la mano.
La sola idea de comer me producía náuseas.
Marina me puso una
mano en la nuca y me sostuvo mientras bebía de nuevo. El agua fría, limpia
sabía a bendición.
-¿Qué hora es?
-Media tarde. Has
dormido casi ocho horas.
Me posó la mano en
la frente y la dejó allí unos segundos.
-Al menos ya no
tienes fiebre.
Abrí los ojos y
sonreí. Marina me observaba seria, pálida.
-Delirabas.
Hablabas en sueños...
-¿Qué decía?
-Tonterías.
Me llevé los dedos
a la garganta. La sentía dolorida.
-No te toques -dijo Marina, apartándome la mano. Tienes una
buena herida en el cuello. Y cortes en los hombros y la espalda. ¿Quién te ha
hecho eso?
-No lo sé...
Marina suspiró,
impaciente.
-Me tenías muerta
de miedo.
-No sabía qué
hacer. Me acerqué a una cabina para llamar a Florián, pero me dijeron en el bar
que tú acababas de llamar y que el inspector había salido sin decir adónde iba.
Volví a llamar poco antes del amanecer y aún no había vuelto...
-Florián está
muerto. -advertí que la voz se me rompía
al pronunciar el nombre del pobre inspector. Ayer por la noche volví al cementerio
otra vez -empecé.
-Tú estás loco -me interrumpió Marina.
Probablemente tenía
razón. Sin mediar palabra, me ofreció un tercer vaso de agua. Lo apuré hasta la
última gota. Luego, lentamente, le expliqué lo que había sucedido la noche
anterior. Al finalizar mi relato Marina se limitó a mirarme en silencio. Me
pareció que le preocupaba algo más, algo que no tenía nada que ver con todo
cuanto le había explicado. Me instó a que comiese lo que me había traído, con hambre
o sin ella. Me ofreció pan con chocolate y no me quitó ojo de encima hasta que
no di pruebas de engullir casi media pastilla y un panecillo del tamaño de un
taxi. El latigazo de azúcar en la sangre no se hizo esperar y pronto me sentí
revivir.
-Mientras dormías
yo también he estado jugando a los detectives -dijo Marina, señalando un grueso tomo
encuadernado en piel sobre la mesita.
Leí el título en el
lomo. -¿Te interesa la entomología?
-Bichos -aclaró Marina. He encontrado a nuestra amiga
la mariposa negra.
-Teufel...
-Una criatura
adorable. Vive en túneles y sótanos, alejada de la luz. Tiene un ciclo de vida
de catorce días. Antes de morir, entierra su cuerpo en los escombros y, a los
tres días, una nueva larva nace de él.
-¿Resucita?
-Podríamos llamarlo
así.
-¿Y de qué se
alimenta? -pregunté. En los túneles no
hay flores, ni polen...
-Se come a sus crías -precisó Marina. Está todo ahí. Vidas ejemplares
de nuestros primos los insectos.
Marina se acercó a
la ventana y descorrió las cortinas. El sol invadió la habitación. Pero ella se
quedó allí, pensativa. Casi podía oír girar los engranajes de su cerebro.
-¿Qué sentido
tendría atacarte para recuperar el álbum de fotografías y luego abandonarlas?
-Probablemente
quien me atacó buscaba algo que había en ese álbum.
-Pero fuera lo que
fuese, ya no estaba allí... -completó
Marina.
-El doctor
Shelley... -dije, recordando súbitamente.
Marina me miró, sin
comprender.
-Cuando fuimos a
verle, le mostramos la imagen en que aparecía él en su consulta dije.
-¡Y se la quedó!...
-No sólo eso.
Cuando nos íbamos, le vi echarla al fuego.
-¿Por qué
destruiría Shelley esa fotografía?
-Quizá mostraba
algo que no quería que nadie viese... -apunté,
saltando de la cama.
-¿Adónde crees que
vas?
-A ver a Luis
Claret -repliqué. Él es quien conoce la
clave de todo este asunto.
-Tú no sales de
esta casa en veinticuatro horas -objetó
Marina, apoyándose contra la puerta. El inspector Florián dio su vida para que
tuvieses la oportunidad de escapar.
-En veinticuatro
horas, lo que se esconde en esos túneles habrá venido a buscarnos si no hacemos
algo para detenerlo -dije. Lo mínimo que
se merece Florián es que le hagamos justicia.
-Shelley dijo que a
la muerte poco le importa la justicia -me
recordó Marina. Quizá tenía razón.
-Quizás -admití. Pero a nosotros sí nos importa.
Cuando llegamos a
los límites del Raval, la niebla inundaba los callejones, teñida por las luces
de tugurios y tascas harapientas. Habíamos dejado atrás el amigable bullicio de
las Ramblas y nos adentrábamos en el pozo más miserable de toda la ciudad. No
había ni rastro de turistas o curiosos.
Miradas furtivas nos seguían desde portales malolientes y ventanas cortadas
sobre fachadas que se deshacían como arcilla. El eco de televisores y radios se
elevaba entre los cañones de pobreza, sin llegar jamás a rebasar los tejados.
La voz del Raval
nunca llega al cielo.
Pronto, entre los
resquicios de edificios cubiertos por décadas de mugre, se adivinó la silueta
oscura y monumental de las ruinas del Gran Teatro Real. En la punta, como una
veleta, se recortaba la silueta de una mariposa de alas negras. Nos detuvimos a
contemplar aquella visión fantástica. El edificio más delirante erigido en Barcelona
se descomponía como un cadáver en un pantano.
Marina señaló hacia
las ventanas iluminadas en el tercer piso del anexo al teatro. Reconocí la entrada
de las caballerizas. Aquélla era la vivienda de Claret.
Nos dirigimos hacia
el portal. El interior de la escalera todavía estaba encharcado por el aguacero
de la noche pasada. Empezamos a ascender los peldaños gastados y oscuros.
-¿Y si no quiere
recibirnos? -me preguntó Marina, turbada.
-Probablemente nos
espera -se me ocurrió.
Al llegar al
segundo piso observé que Marina respiraba pesadamente y con dificultad. Me detuve
y vi que su rostro palidecía.
-¿Estás bien?
-Un poco
cansada -respondió con una sonrisa que
no me convenció. Andas demasiado deprisa para mí.
La tomé de la mano
y la guíe hasta el tercer piso, peldaño a peldaño.
Nos detuvimos
frente a la puerta de Claret. Marina respiró profundamente. Le temblaba el pecho
al hacerlo.
-Estoy bien, de
verdad -dijo, adivinando mis temores.
Anda, llama. No me has traído hasta aquí para visitar el vecindario, espero.
Golpeé la puerta
con los nudillos. Era madera vieja, sólida y gruesa como un muro. Llamé de nuevo.
Pasos lentos se acercaron al umbral. La puerta se abrió y Luis Claret, el
hombre que me había salvado la vida, nos recibió.
-Pasad se limitó a decir, volviéndose hacia el
interior del piso.
Cerramos la puerta
a nuestra espalda. El piso era oscuro y frío. La pintura pendía del techo como
la piel de un reptil. Lámparas sin bombillas criaban nidos de arañas. El
mosaico de baldosas a nuestros pies estaba quebrado. Por aquí llegó la voz de Claret desde el interior del
piso.
Seguimos su rastro
hasta una sala apenas iluminada por un brasero. Claret estaba sentado frente a los
carbones encendidos, mirando las brasas en silencio. Las paredes estaban
cubiertas de viejos retratos, gentes y rostros de otras épocas. Claret alzó la
mirada hacia nosotros. Tenía los ojos claros y penetrantes, el pelo plateado y
la piel de pergamino. Decenas de líneas marcaban el tiempo en su rostro, pero a
pesar de su edad avanzada desprendía un aire de fortaleza que muchos hombres
treinta años más jóvenes habrían querido para sí. Un galán de vodevil envejecido
al sol, con dignidad y estilo.
-No tuve
oportunidad de darle las gracias. Por salvarme la vida.
-No es a mí a quien
tienes que darle las gracias. ¿Cómo me habéis encontrado?
-El inspector
Florián nos habló de usted -se adelantó
Marina. Nos explicó que usted y el doctor Shelley fueron las dos únicas
personas que estuvieron hasta el último momento con Mijail Kolvenik y Eva Irinova. Dijo que usted nunca los
abandonó. ¿Cómo conoció a Mijail Kolvenik ?
Una débil sonrisa
afloró en los labios de Claret.
-El señor Kolvenik llegó a esta ciudad con una de las peores heladas
del siglo explicó. Solo, hambriento y
acosado por el frío, buscó refugio en el portal de un antiguo edificio para
pasar la noche. Apenas tenía unas monedas con qué poder comprar quizás algo de pan
o café caliente. Nada más.
Mientras sopesaba
qué hacer, descubrió que había alguien más en aquel portal. Un niño de no más de
cinco años, envuelto en harapos, un mendigo que había corrido a refugiarse allí
al igual que él. Kolvenik y el niño no
hablaban el mismo idioma, así que a duras penas se entendían. Pero Kolvenik le sonrió y le dio su dinero, indicándole con
gestos que lo utilizase para comprar comida. El pequeño, sin poder creer lo que
estaba sucediendo, corrió a comprar una hogaza de pan en una panadería que estaba
abierta toda la noche junto a la Plaza Real. Volvió al portal para compartir el
pan con el desconocido, pero vio cómo la policía se lo llevaba.
En el calabozo sus compañeros
de celda le dieron una paliza brutal. Durante todos los días que Kolvenik estuvo en el hospital de la cárcel, el niño esperó
a la puerta, como un perro sin amo. Cuando Kolvenik salió a la calle dos semanas después, cojeaba.
El chiquillo estaba
allí para sostenerle. Se convirtió en su guía y se juró que nunca abandonaría a
aquel hombre que, en la peor noche de su vida, le había cedido cuanto tenía en
el mundo... Aquel niño era yo.
Claret se incorporó
y nos indicó que le siguiéramos a través de un estrecho pasillo que conducía a una
puerta. Extrajo una llave y la abrió. Al otro lado, había otra puerta idéntica
y entre ambas, una pequeña cámara.
Para paliar la
oscuridad que reinaba allí, Claret encendió una vela. Con otra llave, abrió la segunda
puerta. Una corriente de aire inundó el pasillo e hizo silbar la llama del
cirio. Sentí que Marina asía mi mano al tiempo que cruzábamos al otro lado. Una
vez allí, nos detuvimos. La visión que se abría ante nosotros era fabulosa. El
interior del Gran Teatro Real.
Pisos y pisos se
alzaban hacia la gran cúpula. Los cortinajes de terciopelo pendían de los
palcos, ondeando en el vacío. Grandes lámparas de cristal esperaban, sobre el
patio de butacas, infinito y desierto, una conexión eléctrica que nunca llegó.
Nos encontrábamos en una entrada lateral del escenario. Sobre nosotros, la
tramoya ascendía hacia el infinito, un universo de telones, andamios, poleas y
pasarelas que se perdía en las alturas.
-Por aquí -indicó Claret, guiándonos.
Cruzamos el escenario. Algunos instrumentos
dormían en el foso de la orquesta. En el podio del director, una partitura
cubierta por telarañas yacía abierta por la primera página. Más allá, la gran alfombra
del pasillo central de la platea trazaba una carretera hacia ninguna parte.
Claret se adelantó hasta una puerta iluminada y nos indicó que nos detuviésemos
a la entrada. Marina y yo intercambiamos una mirada.
La puerta daba a un
camerino.
Cientos de vestidos
deslumbrantes pendían de soportes metálicos. Una pared estaba cubierta por
espejos de candilejas. La otra estaba ocupada por decenas de viejos retratos que
mostraban una mujer de belleza indescriptible. Eva Irinova, la hechicera de los
escenarios. La mujer para quien Mijail Kolvenik había hecho construir aquel
santuario. Fue entonces cuando la vi.
La dama de negro se
contemplaba en silencio, su rostro velado frente al espejo. Al oír nuestros
pasos, se volvió lentamente y asintió.
Sólo entonces
Claret nos permitió pasar. Nos acercamos a ella como quien se aproxima a una
aparición, con una mezcla de temor y fascinación. Nos detuvimos a un par de metros.
Claret permanecía en el umbral de la puerta, vigilante. La mujer se enfrentó de
nuevo al espejo, estudiando su imagen.
De pronto, con infinita delicadeza, se alzó el
velo. Las escasas bombillas que funcionaban nos revelaron su rostro sobre el
espejo, o lo que el ácido había dejado de él.
Hueso desnudo y
piel ajada. Labios sin forma, apenas un corte sobre unas facciones desdibujadas.
Ojos que no podrían
volver a llorar. Nos dejó contemplar el horror que normalmente ocultaba su velo
durante un instante interminable.
Después, con la
misma delicadeza con que había descubierto su rostro y su identidad, lo ocultó
de nuevo y nos indicó que tomásemos asiento.
Transcurrió un
largo silencio.
Eva Irinova alargó
una mano hacia el rostro de Marina y lo acarició, recorriendo sus mejillas, sus
labios, su garganta. Leyendo su belleza y su perfección con dedos temblorosos y
anhelantes. Marina tragó saliva. La dama retiró la mano y pude ver sus ojos sin
párpados brillar tras el velo. Sólo
entonces empezó a hablar y a relatarnos la historia que había estado ocultando
durante más de treinta años.
Capítulo 22
"Nunca llegué
a conocer mi país más que en fotografías. Cuanto sé de Rusia procede de
cuentos, habladurías y recuerdos de otras gentes. Nací en una barcaza que cruzaba
el Rin, en una Europa destrozada por la guerra y el terror.
Supe años más tarde
que mi madre me llevaba ya en el vientre cuando, sola y enferma, cruzó la
frontera ruso polaca huyendo de la revolución. Murió al dar a luz. Nunca he
sabido cuál era su nombre ni quién fue mi padre. La enterraron a orillas del
río en una tumba sin marca, perdida para siempre. Una pareja de comediantes de
San Petersburgo que viajaba en la barcaza, Sergei Glazunow y su hermana gemela
Tatiana, se hizo cargo de mí por compasión y porque, según me dijo Sergei
muchos años después, nací con un ojo de cada color y eso es señal de fortuna.
En Varsovia,
gracias a las artes y los manejos de Sergei, nos unimos a una compañía circense
que se dirigía a Viena. Mis primeros recuerdos son de aquellas gentes y sus
animales. La carpa de un circo, los malabaristas y un faquir sordomudo llamado
Vladimir que comía cristal, escupía fuego y siempre me regalaba pájaros de papel
que construía como por arte de magia.
Sergei acabó por
convertirse en el administrador de la compañía y nos establecimos en Viena.
El circo fue mi
escuela y el hogar donde crecí. Ya por entonces sabíamos, sin embargo, que
estaba condenado. La realidad del mundo empezaba a ser más grotesca que las pantomimas
de los payasos y los osos danzarines. Pronto, nadie nos necesitaría. El siglo
XX se había convertido en el gran circo de la historia.
Cuando apenas tenía
siete u ocho años, Sergei dijo que ya era hora de que me ganase el sustento.
Pasé a formar parte
del espectáculo, primero como mascota de los trucos de Vladimir y más tarde con
un número propio en el que cantaba una canción de cuna a un oso que acababa por
dormirse.
El número, que en
principio estaba previsto como comodín para dar tiempo a la preparación de los
trapecistas, resultó ser un éxito. A nadie le sorprendió más que a mí. Sergei decidió
ampliar mi actuación. Así fue como acabé cantándole rimas a unos viejos leones
famélicos y enfermos desde una plataforma de luces. Los animales y el público me
escuchaban hipnotizados. En Viena se hablaba de la niña cuya voz amansaba a las
bestias. Y pagaban por verla. Yo tenía nueve años.
Sergei no tardó en
comprender que ya no necesitaba el circo. La niña de los ojos de dos colores había
cumplido su promesa de fortuna. Formalizó los trámites para convertirse en mi
tutor legal y anunció al resto de la compañía
que nos íbamos a instalar por cuenta propia. Aludió al hecho de que un circo no
era el lugar apropiado para criar a una niña. Cuando se descubrió que alguien
había estado robando parte de la recaudación del circo durante años, Sergei y Tatiana
acusaron a Vladimir, añadiendo además que se tomaba libertades ilícitas
conmigo. Vladimir fue aprehendido por las autoridades y encarcelado, aunque
nunca se encontró el dinero.
Para celebrar su
independencia, Sergei compró un coche de lujo, un vestuario de dandi y joyas para
Tatiana. Nos trasladamos a una villa que Sergei había alquilado en los bosques
de Viena.
Nunca estuvo claro
de dónde habían salido los fondos para pagar tanto lujo. Yo cantaba todas las
tardes y noches en un teatro junto a la Opera, en un espectáculo titulado “El
ángel de Moscú”. Fui bautizada como Eva Irinova, una idea de Tatiana, que había
sacado el nombre de un folletín por entregas que se publicaba con cierto éxito en
la prensa. Aquél fue el primero de muchos otros montajes similares.
A sugerencia de
Tatiana, se me asignó un profesor de canto, un maestro de arte dramático y otro
de danza. Cuando no estaba en un escenario,
estaba ensayando. Sergei no me permitía tener amigos, salir de paseo, estar a
solas ni leer libros. Es por tu bien, solía decir. Cuando mi cuerpo empezó a desarrollarse,
Tatiana insistió en que yo debía tener una habitación para mí sola. Sergei
accedió de mala gana, pero insistió en conservar la llave. A menudo volvía borracho
a medianoche y trataba de entrar en mi habitación. La mayoría de las veces
estaba tan ebrio que era incapaz de insertar la llave en la cerradura. Otras
no. El aplauso de un público anónimo fue la única satisfacción que obtuve en aquellos años. Con el tiempo, llegué a necesitarlo
más que el aire.
Viajábamos con
frecuencia. Mi éxito en Viena había llegado a oídos de los empresarios de París,
Milán y Madrid. Sergei y Tatiana siempre me acompañaban. Por supuesto, nunca vi
un céntimo de la recaudación de todos aquellos conciertos ni sé qué se hizo del
dinero. Sergei siempre tenía deudas y acreedores. La culpa, me acusaba amargamente,
era mía. Todo se iba en cuidarme y en mantenerme. A cambio, yo era incapaz de
agradecer todo lo que él y Tatiana habían hecho por mí. Sergei me enseñó a ver
en mí a una chiquilla sucia, perezosa, ignorante y estúpida.
Una pobre infeliz
que nunca llegaría a hacer nada de valor, a quien nadie llegaría a querer o
respetar.
Pero nada de eso
importaba porque, me susurraba Sergei al oído con su aliento de aguardiente,
Tatiana y él siempre estarían allí para cuidar de mí y para protegerme del mundo.
El día en que
cumplí dieciséis años descubrí que me odiaba a mí misma y apenas podía tolerar
mi imagen en el espejo. Dejé de comer. Mi cuerpo me repugnaba y trataba de
ocultarlo bajo ropas sucias y harapientas. Un día encontré en la basura una
vieja cuchilla de afeitar de Sergei. La llevé a mi habitación y adquirí la
costumbre a hacerme cortes en las manos y en los brazos con ella. Para castigarme.
Tatiana me curaba en silencio todas las noches.
Dos años más tarde,
en Venecia, un conde que me había visto actuar me propuso matrimonio.
Aquella misma
noche, al enterarse, Sergei me dio una paliza brutal.
Me partió los
labios a golpes y me rompió dos costillas. Tatiana y la policía le contuvieron.
Abandoné Venecia en
una ambulancia.
Volvimos a Viena,
pero los problemas financieros de Sergei eran acuciantes. Recibíamos amenazas.
Una noche unos desconocidos prendieron fuego a la casa mientras dormíamos.
Semanas antes
Sergei había recibido una oferta de un empresario de
Madrid para quien yo había actuado con éxito
tiempo atrás. Daniel Mestres, que así se llamaba, había adquirido un interés mayoritario
en el viejo Teatro Real de Barcelona y quería estrenar la temporada conmigo.
Así pues, prácticamente huyendo de madrugada, hicimos las maletas y partimos
rumbo a Barcelona con lo puesto. Yo iba a cumplir diecinueve años y rogaba al cielo
no llegar a cumplir los veinte. Hacía ya tiempo que pensaba en quitarme la
vida. Nada me aferraba a este mundo. Estaba muerta desde hacía tiempo, pero
ahora me daba cuenta. Fue entonces cuando conocía Mijail Kolvenik ...
Llevábamos unas cuantas semanas en el Teatro
Real. En la compañía se rumoreaba que cierto caballero acudía todas las noches al
mismo palco para oírme cantar.
Por aquella época
circulaban en Barcelona toda clase de historias acerca de Mijail Kolvenik. Cómo
había hecho su fortuna... Su vida personal y su identidad, plagada de misterios
y enigmas... Su leyenda le precedía. Una noche, intrigada por aquel extraño
personaje, decidí hacerle llegar una invitación para que me visitase en mi
camerino después de la función.
Era casi medianoche
cuando Mijail Kolvenik llamó a mi puerta. Tantas murmuraciones me habían hecho
esperar a un tipo amenazador y arrogante. Mi primera impresión, sin embargo, fue
que se trataba de un hombre tímido y reservado. Vestía de oscuro, con sencillez
y sin más adornos que un pequeño broche que lucía en la solapa: una mariposa
con las alas desplegadas. Me agradeció la invitación y me manifestó su admiración,
afirmando que era un honor conocerme. Le dije que, en vista de todo lo que
había oído acerca de él, el honor era mío. Sonrió y me sugirió que olvidase los
rumores.
Mijail tenía la
sonrisa más hermosa que he conocido. Cuando la mostraba, uno podía creer
cualquier cosa que brotase de sus labios.
Alguien dijo una
vez que, si se lo
proponía, Mijail era capaz de convencer a
Cristóbal Colón de que la Tierra era plana como un mapa; y tenía razón. Aquella
noche me convenció a mí para que le acompañase a pasear por las calles de Barcelona.
Me explicó que a menudo solía recorrer la ciudad dormida después de la
medianoche. Yo, que apenas había salido de aquel teatro desde que habíamos
llegado a Barcelona, accedí. Sabía que Sergei y Tatiana iban a enfurecerse al enterarse
de aquello, pero poco me importaba.
Salimos de incógnito
por la puerta del proscenio. Mijail me ofreció su brazo y caminamos hasta el
amanecer. Me mostró la ciudad hechicera a través de sus ojos. Me habló de sus misterios,
sus rincones encantados y el espíritu que vivía en aquellas calles.
Me explicó mil y
una leyendas.
Recorrimos los
caminos secretos del Barrio Gótico y la ciudad vieja. Mijail parecía saberlo todo.
Sabía quién había vivido en cada edificio, qué crímenes o romances habían
tenido lugar tras cada muro y cada ventana. Conocía los nombres de todos los
arquitectos, los artesanos y los mil nombres invisibles que habían construido
aquel escenario. Mientras me hablaba, tuve la impresión de que Mijail jamás
había compartido aquellas historias con nadie. Me abrumó la soledad que
desprendía su persona y, a un tiempo, creí ver en su interior un abismo
infinito al que no podía evitar asomarme. El alba nos sorprendió en un banco del
puerto. Observé a aquel desconocido con el que había estado callejeando durante
horas y me pareció que le conocía desde siempre. Así se lo hice saber. Rió y en
ese momento, con esa rara certeza que sólo se tiene un par de veces en la vida,
supe que iba a pasar el resto de mi vida a su lado.
Aquella noche
Mijail me contó que él creía que la vida nos concede a cada uno de nosotros
unos escasos momentos de pura felicidad.
A veces son sólo
días o semanas.
A veces, años. Todo depende de nuestra
fortuna. El recuerdo de esos momentos nos acompaña para siempre y se transforma
en un país de la memoria al que tratamos de regresar durante el resto de nuestra
vida sin conseguirlo. Para mí esos instantes estarán siempre enterrados en
aquella primera noche, paseando por la ciudad...
La reacción de
Sergei y Tatiana no se hizo esperar. Especialmente la de Sergei. Me prohibió
volver a ver a Mijail o hablar con él. Me dijo que, si volvía a salir de aquel
teatro sin su permiso, me mataría.
Por primera vez en mi
vida descubrí que ya no me inspiraba temor, sólo desprecio. Para enfurecerle aún
más, le dije que Mijail me había propuesto matrimonio y que yo había aceptado.
Me recordó que él era mi tutor legal y que no sólo no iba a autorizar mi matrimonio,
sino que partíamos rumbo a Lisboa.
Hice llegar un mensaje
desesperado a Mijail a través de una bailarina de la compañía.
Aquella noche,
antes de la función, Mijail acudió al teatro con dos de sus abogados para
entrevistarse con Sergei. Mijail le anunció que había firmado un contrato aquella
misma tarde con el empresario del Teatro Real que le convertía en el nuevo
propietario.
Desde aquel
momento, él y Tatiana estaban despedidos.
Le mostró un
dossier de documentos y pruebas acerca de las actividades ilegales de Sergei en
Viena, Varsovia y Barcelona. Material más que suficiente para meterle entre
rejas por quince o veinte años. A ello añadió un cheque por una cifra superior
a cuanto Sergei podía obtener de sus trapicheos y mezquindades el resto de su existencia.
La alternativa era la siguiente: si en un plazo no superior a cuarenta y ocho
horas él y Tatiana abandonaban para siempre Barcelona y se comprometían a no volver
a ponerse en contacto conmigo por medio alguno, podían llevarse el dossier y el
cheque; si se negaban a cooperar, aquel dossier iría a parar a manos de la
policía, acompañado del cheque a modo de aliciente para engrasar la maquinaria
de la justicia.
Sergei enloqueció
de furia. Gritó como un demente que nunca se iba a desprender de mí, que
tendría que pasar por encima de su cadáver si pretendía salirse con la suya. Mijail
le sonrió y se despidió de él.
Aquella noche
Tatiana y Sergei acudieron a entrevistarse con un extraño individuo que se ofrecía
como asesino a sueldo. Al salir de allí, unos disparos anónimos desde un
carruaje estuvieron a punto de acabar con ellos. Los diarios publicaron la
noticia alegando varias hipótesis para justificar el ataque. Al día siguiente, Sergei
aceptó el cheque de Mijail y desapareció de la ciudad con Tatiana, sin despedirse...
Cuando supe lo
sucedido, exigía Mijail que confirmase si había sido responsable de aquel
ataque. Deseaba desesperadamente que me dijese que no. Me observó fijamente y
me preguntó por qué dudaba de él. Me sentí morir. Todo aquel castillo de naipes
de felicidad y esperanza parecía a punto de desmoronarse. Se lo pregunté de
nuevo.
Mijail dijo que no.
Que no era responsable de aquel ataque.
-Si lo fuese,
ninguno de los dos estaría vivo -respondió
fríamente.
Por aquel entonces
contrató a uno de los mejores arquitectos de la ciudad para que construyese la torre
junto al parque Güell siguiendo sus indicaciones. El coste no se discutió ni un
instante.
Mientras la torre
estaba en construcción, Mijail alquiló toda una planta del viejo Hotel Colón en
la plaza Cataluña. Allí nos instalamos temporalmente. Por primera vez en mi
vida descubrí que era posible tener tantos sirvientes que una no podía recordar
el nombre de todos ellos. Mijail sólo tenía un ayudante, Luis, su chofer.
Los joyeros de
Bagués me visitaban en mis habitaciones. Los mejores modistos tomaban mis medidas
para crearme un guardarropía de emperatriz. Abrió cuenta sin límite a mi nombre
en los mejores establecimientos de Barcelona. Gentes a quienes nunca había
visto me saludaban con reverencias en la calle o en el vestíbulo del hotel. Recibía
invitaciones para bailes de gala en los palacios de familias cuyo nombre jamás
había visto excepto en la prensa de sociedad. Yo tenía apenas veinte años. Jamás
había tenido en las manos dinero suficiente para comprar un billete de tranvía.
Soñaba despierta. Empecé a sentirme abrumada por tanto lujo y por el
despilfarro a mi alrededor. Cuando se lo explicaba a Mijail, él me respondía
que el dinero no tiene importancia, a menos que se carezca de él.
Pasábamos los días
juntos, paseando por la ciudad, en el casino del Tibidabo, aunque nunca vi a Mijail
jugar una sola moneda, en el Liceo... Al atardecer volvíamos al Hotel Colón y
Mijail se retiraba a sus habitaciones.
Empecé a advertir
que, muchas noches, Mijail salía de madrugada y no volvía hasta el amanecer.
Según él, tenía que atender asuntos de trabajo. Pero las murmuraciones de la gente
crecían. Sentía que me iba a casar con un hombre al que todos parecían conocer
mejor que yo. Oía a las criadas hablar a mis espaldas. Veía a la gente
examinarme con lupa tras su sonrisa hipócrita en la calle. Lentamente, me fui transformando
en prisionera de mis propias sospechas. Y una idea empezó a martirizarme. Todo
aquel lujo, aquel derroche material a mi alrededor me hacía sentir como una pieza
más del mobiliario. Un capricho más de Mijail. Él podía comprarlo todo: el
Teatro Real, a Sergei, automóviles, joyas, palacios. Y a mí. Ardía de ansiedad al
verle partir cada noche de madrugada, convencida de que corría a los brazos de otra mujer.
Una noche decidí
seguirle y acabar con aquella charada.
Sus pasos me
guiaron hasta el viejo taller de la Velo Granell junto al mercado del Borne. Mijail
había acudido solo. Tuve que colarme por una diminuta ventana en un callejón.
El interior de la fábrica me pareció un escenario de pesadilla. Cientos de
pies, manos, brazos, piernas, ojos de cristal flotaban en las naves..., piezas
de repuesto para una humanidad rota y miserable. Recorrí aquel lugar hasta
llegar a una gran sala a oscuras ocupada por enormes tanques de cristal en cuyo
interior flotaban siluetas indefinidas. En el centro de la sala, en la penumbra,
Mijail me observaba desde una silla, fumando un cigarro.
-No deberías
haberme seguido dijo sin ira en la voz.
Argumenté que no
podía casarme con un hombre del cual sólo había visto una mitad, un hombre de
quien sólo conocía sus días y no sus noches.
-Tal vez lo que
averigües no te guste me insinuó.
Le dije que no me
importaba el qué o el cómo. No me importaba lo que hiciese o si los rumores
sobre él eran ciertos. Sólo quería formar parte de su vida por completo. Sin
sombras. Sin secretos. Asintió y supe lo que aquello significaba: cruzar un
umbral sin retorno.
Cuando Mijail
encendió las luces de la sala, desperté de mi sueño de aquellas semanas. Estaba
en el infierno. Los tanques de formol contenían cadáveres que giraban en un macabro
ballet. Sobre una mesa metálica yacía el cuerpo desnudo de una mujer
diseccionada desde el vientre a la garganta. Los brazos estaban extendidos en
cruz y advertí que las articulaciones de sus brazos y sus manos eran piezas de madera
y metal. Unos tubos descendían por su garganta y cables de bronce se hundían en
las extremidades y en las caderas. La piel era
translúcida,
azulada como la de un pez. Observé a Mijail, sin habla mientras él se acercaba
al cuerpo y lo contemplaba con tristeza.
-Esto es lo que
hace la naturaleza con sus hijos. No hay mal en el corazón de los hombres, sino
una simple lucha por sobrevivir a lo inevitable. No hay más demonio que la
madre naturaleza... Mi trabajo, todo mi esfuerzo, no es más que un intento por
burlar el gran sacrilegio de la creación...
Le vi tomar una
jeringuilla y llenarla con un líquido esmeralda que guardaba en un frasco. Nuestros
ojos se encontraron brevemente y entonces Mijail hundió la aguja en el cráneo
del cadáver. Vació el contenido. La retiró y permaneció inmóvil un instante,
observando el cuerpo inerte. Segundos más tarde sentí que se me helaba la
sangre.
Las pestañas de uno
de los párpados estaban temblando. Escuché el sonido de los engranajes de las articulaciones
de madera y metal.
Los dedos
aletearon. Súbitamente, el cuerpo de la mujer se irguió con una sacudida
violenta. Un alarido animal inundó la sala, ensordecedor. Hilos de espuma
blanca descendían de los labios negros, tumefactos. La mujer se desprendió de los
cables que perforaban su piel y cayó al suelo como un títere roto.
Aullaba como un
lobo herido. Alzó la cara y clavó sus ojos en mí.
Fui incapaz de
apartar la vista del horror que leí en ellos. Su mirada desprendía una fuerza
animal escalofriante. Quería vivir.
Me sentí
paralizada. A los pocos segundos el cuerpo quedó de nuevo inerte, sin vida.
Mijail, que había presenciado todo el suceso impasible, tomó un sudario y cubrió
el cadáver.
Se acercó a mí y
tomó mis manos temblorosas. Me miró como si quisiera ver en mis ojos si iba a ser
capaz de seguir a su lado después de lo que había presenciado.
Quise encontrar
palabras para expresar mi miedo, para decirle cuán equivocado estaba... Todo lo
que conseguí fue balbucear que me sacase de aquel lugar. Así lo hizo.
Regresamos al Hotel
Colón. Me acompañó a mi habitación, me hizo subir una taza de caldo caliente y
me arropó mientras la tomaba.
-La mujer que has
visto esta noche murió hace seis semanas bajo las ruedas de un tranvía. Saltó
para salvar a un niño que jugaba en las vías y no pudo evitar el impacto. Las
ruedas le segaron los brazos a la altura del codo. Murió en la calle. Nadie
sabe su nombre.
Nadie la reclamó.
Hay docenas como ella. Cada día...
-Mijail, no lo
comprendes... Tú no puedes hacer el trabajo de Dios...
Me acarició la
frente y me sonrió tristemente, asintiendo.
-Buenas noches -dijo.
Se dirigió a la
puerta y se detuvo antes de salir.
-Si mañana no estas
aquí -dijo, lo comprenderé.
Dos semanas más
tarde, nos casamos en la catedral de Barcelona.
Capítulo 23
Mijail deseaba que
aquel día fuese especial para mí. Hizo que toda la ciudad se transformase en el
decorado de un cuento de hadas.
Mi reinado de
emperatriz en aquel mundo de ensueño acabó para siempre en los peldaños de la
avenida de la catedral. Ni siquiera llegué a oír los gritos del gentío. Como un
animal salvaje que salta de la maleza, Sergei emergió de entre la multitud y me
lanzó un frasco de ácido a la cara. El ácido devoró mí piel, mis párpados y mis
manos.
Desgarró mi garganta
y me segó la voz. No volví a hablar hasta dos años más tarde, cuando Mijail me reconstruyó
como a una muñeca rota.
Fue el principio
del horror.
Se detuvieron las
obras de nuestra casa y nos instalamos en aquel palacio incompleto. Hicimos de él una
prisión que se alzaba en lo alto de una colina. Era un lugar frío y oscuro. Un
amasijo de torres y arcos, de bóvedas y escaleras de caracol que ascendían a ninguna
parte. Yo vivía recluida en una estancia en lo alto de la torre. Nadie tenía
acceso a ella excepto Mijail y, a veces, el doctor Shelley.
Pasé el primer año bajo
el letargo de la morfina, atrapada en una larga pesadilla. Creía ver en sueños
a Mijail experimentando conmigo igual que lo había estado haciendo con aquellos
cuerpos abandonados en hospitales y depósitos. Reconstruyéndome y burlando a la
naturaleza. Cuando recobré el sentido, comprobé que mis sueños eran reales. Él
me devolvió la voz. Rehizo mi garganta y mi boca para que pudiese alimentarme y
hablar. Alteró mis terminaciones nerviosas para que no sintiese el dolor de las
heridas que el ácido había dejado en mi cuerpo. Sí, burlé a la muerte, pero
pasé a convertirme en una más de las criaturas malditas de Mijail.
Por otro lado
Mijail había perdido su influencia en la ciudad. Nadie le apoyaba. Sus antiguos
aliados le daban la espalda y le abandonaban. La policía y las autoridades
judiciales iniciaron su acoso. Su socio, Sentís, era un usurero mezquino y
envidioso. Facilitó información falsa que implicaba a Mijail en mil asuntos de los
que él nunca había tenido conocimiento. Deseaba alejarle del control de la
empresa. Era uno más de la jauría. Todos ansiaban verle caer de su pedestal
para devorar los restos. El ejército de hipócritas y aduladores se transformó en
una horda de hienas hambrientas.
Nada de todo eso
sorprendió a Mijail. Desde el principio, sólo había confiado en su amigo Shelley
y en Luis Claret. “La mezquindad de los hombres
-decía, siempre es una mecha en busca de llama”.
Pero aquella
traición rompió finalmente el frágil nexo que le unía con el mundo exterior. Se
refugió en su propio laberinto de soledad. Su comportamiento era cada vez más extravagante.
Tomó por costumbre criar en los sótanos decenas de ejemplares de un insecto que
le obsesionaba, una mariposa negra que se conocía como Teufel. Pronto las mariposas
negras poblaron el torreón. Se posaban en espejos, cuadros y muebles como
centinelas silenciosos. Mijail prohibió a los criados matarlas, ahuyentarlas o atreverse
a acercarse a ellas. Un enjambre de insectos de alas negras volaba por los
pasillos y las salas. A veces se posaban sobre Mijail y le cubrían, mientras él
permanecía inmóvil. Cuando le veía así, temía perderle para siempre.
En aquellos días
empezó mi amistad con Luis Claret, que ha durado hasta hoy. Era él quien me mantenía
informada de lo que ocurría más allá de los muros de aquella fortaleza. Mijail
me había estado contando falsas historias acerca del Teatro Real y de mi reaparición
en escena. Hablaba de reparar el daño que el ácido había causado, de cantar con
una voz que ya no me pertenecía... Quimeras.
Luis me explicó que
las obras del Teatro Real habían sido suspendidas. Los fondos se habían agotado
meses atrás. El edificio era una inmensa caverna inútil... La serenidad que
Mijail me mostraba era una mera fachada. Pasaba semanas y meses sin salir de
casa. Días enteros encerrado en su estudio, sin apenas comer ni dormir. Joan Shelley,
según me confesó más tarde, temía por su salud y por su cordura. Le conocía
mejor que nadie y desde el principio le había asistido en sus experimentos. Fue
él quien me habló claramente de la obsesión de Mijail por las enfermedades
degenerativas, de su desesperado intento por encontrar los mecanismos con los
que la naturaleza deformaba y atrofiaba los cuerpos. Siempre vio en ellos una fuerza,
un orden y una voluntad más allá de toda razón. A sus ojos, la naturaleza era
una bestia que devoraba a sus propias criaturas, sin importarle el destino y la
suerte de los seres que albergaba. Coleccionaba fotografías de extraños casos
de atrofia y de fenómenos médicos. En aquellos seres humanos, esperaba
encontrar su respuesta: cómo engañar a sus demonios.
Fue entonces cuando
los primeros síntomas del mal se hicieron visibles. Mijail sabía que lo llevaba
en su interior, esperando pacientemente como un mecanismo de relojería. Lo
había sabido desde siempre, desde que vio morir a su hermano en Praga. Su
cuerpo empezaba a autodestruirse. Sus huesos se estaban deshaciendo.
Mijail cubría sus manos
con guantes. Ocultaba su rostro y su cuerpo.
Rehuía mi compañía.
Yo fingía no advertirlo, pero era cierto: su silueta se transformaba. Un día de
invierno sus gritos me despertaron al amanecer. Mijail estaba despidiendo a la
servidumbre a gritos.
Nadie se resistió,
pues todos le habían cogido miedo en los últimos meses. Sólo Luis se negó a abandonarnos.
Mijail, llorando de rabia, destrozó todos los espejos y corrió a encerrarse en
su estudio.
Una noche pedí a
Luis que fuese a buscar al doctor Shelley. Mijail llevaba dos semanas sin salir
ni responder a mis llamadas. Le oía sollozar al otro lado de la puerta de su
estudio, hablar consigo mismo... Ya no sabía qué hacer.
Le estaba
perdiendo. Con la ayuda de Shelley y de Luis, tiramos la puerta abajo y
conseguimos sacarle de allí. Comprobamos con horror que Mijail había estado
operando sobre su propio cuerpo, tratando de rehacer su mano izquierda, que se estaba
transformando en una garra grotesca e inservible. Shelley le administró un
sedante y velamos su sueño hasta el amanecer. Aquella larga noche, desesperado
ante la agonía de su viejo amigo, Shelley se desahogó y rompió su promesa de no
revelar jamás la historia que Mijail le había confiado años atrás. Al escuchar
sus palabras, comprendí que ni la policía ni el inspector Florián llegaron
nunca a sospechar que perseguían a un fantasma. Mijail nunca fue un criminal ni
un estafador. Mijail fue simplemente un hombre que creía que su destino era
engañar a la muerte antes de que ella le engañase a él."
Mijail Kolvenik nació en los túneles de las alcantarillas de Praga
el último día del siglo XIX. Su madre era una criada de apenas diecisiete años
que servía en un palacio de la gran nobleza.
Su belleza e
ingenuidad la habían convertido en la favorita de su señor. Cuando se supo que
estaba embarazada, fue expulsada como un perro sarnoso a las calles cubiertas
de nieve y suciedad. Marcada de por vida. En aquellos años el invierno barría
con un manto de muerte las calles. Se decía que los desposeídos corrían a
ocultarse en los viejos túneles del alcantarillado. La leyenda local hablaba de
una auténtica ciudad de tinieblas bajo las calles de Praga en la que miles de
desheredados pasaban su vida sin volver a ver la luz del sol. Pordioseros, enfermos,
huérfanos y fugitivos. Entre ellos se extendía el culto a un enigmático personaje
al que llamaban el Príncipe de los Mendigos. Se decía que no tenía edad, que su
rostro era el de un ángel y que su mirada era de fuego. Que vivía envuelto en
un manto de mariposas negras que cubrían su cuerpo y que acogía en su reino a
quienes la crueldad del mundo había negado una posibilidad de sobrevivir en la
superficie. Buscando aquel mundo de sombras, la joven se internó en los subterráneos
para sobrevivir.
Pronto descubrió
que la leyenda era cierta. Las gentes de
los túneles vivían en la tiniebla y formaban su propio mundo. Tenían sus propias
leyes. Y su propio Dios: el Príncipe de los Mendigos.
Nadie le había
visto jamás, pero todos creían en él y dejaban ofrendas en su honor. Todos
ellos marcaban a fuego su piel con el emblema de la mariposa negra. La profecía
decía que, algún día, un Mesías enviado por el Príncipe de los Mendigos
llegaría a los túneles y daría su vida para redimir del sufrimiento de sus habitantes.
La perdición de ese Mesías vendría de sus propias manos.
Allí fue donde la
joven madre dio a luz gemelos: Andrej y Mijail. Andrej llegó al mundo marcado
por una terrible enfermedad. Sus huesos no conseguían solidificarse y su cuerpo
crecía sin forma ni estructura. Uno de los habitantes de los túneles, un médico
perseguido por la justicia, le explicó que la enfermedad era incurable. El fin
era sólo una cuestión de tiempo. Sin embargo, su hermano Mijail era un muchacho
de inteligencia despierta y carácter retraído que soñaba con abandonar algún día
los túneles y emerger al mundo de la superficie. A menudo fantaseaba con la
idea de que tal vez él era el Mesías esperado. Nunca supo quién había sido su
padre, así que en su mente adoptó para ese papel al Príncipe de los Mendigos, a
quien creía escuchar en sus sueños.
No había en él
signos aparentes del terrible mal que acabaría con la vida de su hermano.
Efectivamente, Andrej murió a los siete años sin haber salido jamás de las alcantarillas.
Cuando su gemelo falleció, su cuerpo fue entregado a las corrientes subterráneas
siguiendo el ritual de las gentes de los túneles.
Mijail preguntó a
su madre por qué había sucedido algo así.
-Es la voluntad de
Dios, Mijail -le respondió su madre.
Mijail nunca
olvidaría aquellas palabras. La muerte del pequeño Andrej fue un golpe que su madre
no llegó a superar. Durante el invierno siguiente, enfermó de neumonía. Mijail
estuvo a su lado hasta el último momento, sosteniendo su mano temblorosa. Tenía
veintiséis años y el rostro de una anciana.
-¿Es ésta la
voluntad de Dios, madre? preguntó Mijail
a un cuerpo sin vida.
Nunca obtuvo
respuesta.
Días más tarde el
joven Mijail emergió a la superficie. Ya nada le ataba al mundo subterráneo.
Muerto de hambre y frío, buscó refugio en un portal. El azar quiso que un médico
que volvía de una visita, Antonin Kolvenik, le encontrase allí. El doctor le
recogió y le llevó a una taberna donde le hizo comer caliente.
-¿Cómo te llamas,
muchacho?
-Mijail, señor.
Antonin Kolvenik palideció.
-Tuve un hijo que
se llamaba como tú. Murió. ¿Dónde está tu familia?
-No tengo familia.
-¿Dónde está tu
madre?
-Dios se la ha
llevado.
El doctor asintió
gravemente. Tomó su maletín y extrajo un artilugio que a Mijail le dejó boquiabierto.
Mijail entrevió otros instrumentos en el interior. Relucientes. Prodigiosos. El
doctor posó el extraño chisme sobre su pecho y se llevó dos extremos a los
oídos.
-¿Qué es eso?
-Sirve para
escuchar lo que dicen tus pulmones... Respira hondo.
-¿Es usted un
mago? -Preguntó Mijail, atónito.
El doctor sonrió.
-No, no soy un
mago. Sólo soy un médico.
-¿Cuál es la
diferencia?
Antonin Kolvenik había perdido a su esposa y a su hijo en un brote
de cólera años atrás. Ahora vivía solo, mantenía una modesta consulta como
cirujano y una pasión por las obras de Richard Wagner.
Observó a aquel
muchacho andrajoso con curiosidad y compasión. Mijail blandió aquella sonrisa
que ofrecía lo mejor de él.
El doctor Kolvenik decidió tomarle bajo su protección y llevarle
a vivir a su casa. Allí pasó los siguientes diez años. Del buen doctor recibió
una educación, un hogar y un nombre. Mijail era apenas un adolescente cuando
empezó a asistir a su padre adoptivo en sus operaciones y a aprender los misterios
del cuerpo humano. La misteriosa voluntad de Dios se mostraba a través de
complejos armazones de carne y hueso, animados por una chispa de magia incomprensible.
Mijail absorbía
aquellas lecciones ávidamente, con la certeza de que en aquella ciencia había
un mensaje que esperaba ser descubierto.
Todavía no había
cumplido los veinte años, cuando la muerte volvió a visitar a Mijail. La salud del
viejo doctor flaqueaba desde hacía tiempo. Un ataque cardíaco destrozó la mitad
de su corazón una Nochebuena mientras planeaban hacer un viaje para que Mijail
conociese el sur de Europa. Antonin Kolvenik se moría. Mijail se juró que esta
vez la muerte no se lo arrebataría.
-Mi corazón está
cansado, Mijail -decía el viejo doctor. Es
hora de ir al encuentro de mi Frida y mi otro Mijail...
-Yo le daré otro
corazón, padre.
El doctor sonrió.
Aquel extraño joven y sus extravagantes ocurrencias... La única razón por la
que temía abandonar este mundo era que iba a dejarle solo y desvalido. Mijail
no tenía más amigos que los libros. ¿Qué iba a ser de él?
-Ya me has dado
diez años de compañía, Mijail -le dijo.
Ahora debes pensar en ti. En tu futuro.
-No le voy a dejar
morir, padre.
-Mijail, ¿te
acuerdas de aquel día, cuando me preguntaste cuál era la diferencia entre un
médico y un mago? Pues bien, Mijail, no hay magia. Nuestro cuerpo empieza a
destruirse desde que nace. Somos frágiles. Criaturas pasajeras. Cuanto queda de
nosotros son nuestras acciones, el bien o el mal que hacemos a nuestros semejantes.
¿Comprendes lo que quiero decirte, Mijail?
“Diez días más
tarde, la policía encontró a Mijail cubierto de sangre, llorando junto al
cadáver del hombre al que había aprendido a llamar padre. Los vecinos habían alertado
a las autoridades al sentir un extraño olor y al escuchar los aullidos del
joven. El informe policial concluyó que Mijail, perturbado por la muerte del
doctor, le había diseccionado y había tratado de reconstruir su corazón utilizando
un mecanismo de válvulas y engranajes. Mijail fue internado en el manicomio de
Praga, de donde escapó dos años más tarde fingiéndose muerto. Cuando las
autoridades acudieron al depósito de cadáveres a buscar su cuerpo, encontraron
sólo una sábana blanca y mariposas negras volando a su alrededor.
“Mijail llegó a
Barcelona con las semillas de su locura y del mal que se le manifestaría años
más tarde. Mostraba poco interés por las cosas materiales y por la compañía de
la gente. Nunca se enorgulleció de la fortuna que amasó. Solía decir que nadie
merece tener un céntimo más de lo que estaba dispuesto a ofrecer a quienes lo necesitan
más que él. La noche que le conocí, Mijail me dijo que, por alguna razón, la
vida suele brindarnos aquello que no buscamos en ella. A él le trajo fortuna,
fama y poder. Su alma sólo ansiaba paz de espíritu, poder acallar las sombras
que albergaba su corazón...
“En los meses que
siguieron al incidente en su estudio, Shelley, Luis y yo nos confabulamos para mantener
a Mijail alejado de sus obsesiones y distraerle. No era tarea fácil. Mijail
siempre sabía cuándo le mentíamos, aunque no lo dijese. Nos seguía la corriente,
fingiendo docilidad y mostrando resignación respecto a su enfermedad... Cuando
le miraba a los ojos, sin embargo, leía en ellos la negrura que estaba
inundando su alma. Había dejado de confiar en nosotros.
“Las condiciones de
miseria en que vivíamos empeoraron. Los bancos habían embargado nuestras
cuentas y los bienes de la Velo Granell habían sido confiscados por el
gobierno. Sentís, que creía que sus manejos iban a convertirle en el dueño
absoluto de la empresa, se encontró en la ruina. Cuanto obtuvo fue el antiguo
piso de Mijail en la calle Princesa. Nosotros sólo pudimos conservar aquellas
propiedades que Mijail había puesto a mi nombre: el Gran Teatro Real, esta
tumba inservible en la que acabé refugiándome, y un invernadero junto a los ferrocarriles
de Sarriá que Mijail había utilizado en el pasado como taller para sus experimentos
personales.
“Para comer, Luis
se encargó de vender mis joyas y mis vestidos al mejor postor. Mi ajuar de novia,
que nunca llegué a utilizar, se convirtió en nuestra manutención. Mijail y yo
apenas hablábamos. Él vagaba por nuestra mansión como un espectro, cada vez más
deformado. Sus manos eran incapaces de sostener un libro. Sus ojos leían con
dificultad. Ya no le escuchaba llorar. Ahora simplemente se reía. Su risa
amarga a medianoche me helaba la sangre. Con sus manos atrofiadas escribía en un
cuaderno con letra ilegible páginas y páginas cuyo contenido desconocíamos.
Cuando el doctor
Shelley acudía a visitarle, Mijail se encerraba en su estudio y se negaba a salir
hasta que su amigo se había marchado. Le confesé a Shelley mi temor de que
Mijail estuviese pensando en quitarse la vida. Shelley me dijo que él temía
algo peor. No supe o no quise entender a qué se refería.
“Otra idea
descabellada me rondaba la cabeza desde hacía tiempo. Creí ver en ella el modo
de salvar a Mijail y nuestro matrimonio. Decidí tener un hijo. Estaba convencida
de que, si conseguía darle un hijo, Mijail descubriría un motivo para seguir
viviendo y para regresar a mi lado.
Me dejé llevar por
aquella ilusión. Todo mi cuerpo ardía en ansias de concebir aquella criatura de
salvación y esperanza. Soñaba con la idea de criar a un pequeño Mijail, puro e inocente.
Mi corazón anhelaba volver a tener otra versión de su padre, libre de todo mal.
No podía dejar que Mijail sospechase lo que tramaba o se negaría en redondo.
Bastante trabajo
iba a costarme encontrar el momento de estar a solas con él. Como digo, hacía ya
tiempo que Mijail me rehuía. Su deformidad le hacía sentirse incómodo en mi
presencia. La enfermedad estaba empezando a afectarle el habla. Balbuceaba,
lleno de rabia y vergüenza. Sólo podía ingerir líquidos. Mis esfuerzos por mostrar
que su estado no me repelía, que nadie mejor que yo entendía y compartía su sufrimiento,
sólo parecían empeorar la situación. Pero tuve paciencia y, por una vez en la vida,
creí engañar a Mijail. Sólo me engañé a mí misma. Aquél fue el peor de mis
errores.
“Cuando anuncié a
Mijail que íbamos a tener un hijo, su reacción me inspiró terror. Desapareció durante
casi un mes. Luis le encontró en el viejo invernadero de Sarriá semanas más
tarde, sin conocimiento. Había estado trabajando sin descanso. Había reconstruido
su garganta y su boca. Su apariencia era monstruosa. Se había dotado de una voz
profunda, metálica y malévola. Sus mandíbulas estaban marcadas con colmillos de
metal. Su rostro era irreconocible excepto en los ojos. Bajo aquel horror, el
alma del Mijail que yo amaba aún seguía quemándose en su propio infierno. Junto
a su cuerpo, Luis encontró una serie de mecanismos y cientos de planos.
Hice que Shelley
les echase un vistazo mientras Mijail se recuperaba con un largo sueño del que
no despertó en tres días. Las conclusiones del doctor fueron espeluznantes.
Mijail había perdido completamente la razón. Estaba planeando reconstruir
completamente su cuerpo antes de que la enfermedad le consumiese por completo.
Le recluimos en lo alto de la torre, en una celda inexpugnable.
“Di a luz a nuestra
hija mientras escuchaba los alaridos salvajes de mi marido, encerrado como una
bestia. No compartí ni un día con ella.
El doctor Shelley
se hizo cargo de ella y juró criarla como a su propia hija. Se llamaría María y,
al igual que yo, nunca llegó a conocer a su verdadera madre. La poca vida que
me quedaba en el corazón partió con ella, pero yo sabía que no tenía elección.
La tragedia inminente se respiraba en el aire. La podía sentir como un veneno.
Sólo cabía esperar.
Como siempre, el
golpe final llegó desde donde menos lo esperábamos.
Benjamín Sentís, a
quien la envidia y la codicia habían llevado a la ruina, había estado tramando
su venganza. Ya en su día se había sospechado que fue él quien había ayudado a
Sergei a escapar cuando me atacó en la catedral. Como en la oscura profecía de
las gentes de los túneles, las manos que Mijail le había dado años atrás sólo habían
servido para tejer el infortunio y la traición. La última noche de 1948 Benjamín
Sentís regresó para asestar la puñalada definitiva a Mijail, a quien odiaba
profundamente.
“Durante aquellos
años mis antiguos tutores, Sergei y Tatiana, habían estado viviendo en la clandestinidad.
También ellos estaban ansiosos de venganza. La hora había llegado. Sentís sabía
que la brigada de Florián planeaba hacer un registro en nuestra casa del parque
Güell al día siguiente, en busca de las supuestas pruebas incriminatorias
contra Mijail. Si ese registro llegaba a producirse, sus mentiras y sus engaños
quedarían al descubierto.
Poco antes de las
doce, Sergei y Tatiana vaciaron varios bidones repletos de gasolina alrededor
de nuestra vivienda. Sentís, siempre el cobarde en la sombra, vio prender las
primeras llamas desde el coche y luego desapareció de allí.
“Cuando desperté,
el humo azul ascendía por las escalinatas. El fuego se esparció en cuestión de minutos.
Luis me rescató y consiguió salvar nuestras vidas saltando desde el balcón al
cobertizo de los garajes y, desde allí, al jardín.
Cuando nos
volvimos, las llamas envolvían completamente las dos primeras plantas y
ascendían hacia el torreón, donde manteníamos encerrado a Mijail. Quise correr
hacia las llamas para rescatarle, pero Luis, ignorando mis gritos y mis golpes,
me retuvo en sus brazos. En ese instante descubrimos a Sergei y a Tatiana.
Sergei reía como un demente. Tatiana temblaba en silencio, sus manos apestando a
gasolina.
“Lo que sucedió
después lo recuerdo como una visión arrancada de una pesadilla. Las llamas habían
alcanzado la cima del torreón. Los ventanales estallaron en una lluvia de
cristales. Súbitamente, una figura emergió entre el fuego. Creí ver un ángel negro
precipitarse sobre los muros. Era Mijail. Reptaba como una araña sobre las paredes,
a las que se aferraba con las garras de metal que se había construido. Se desplazaba
a una velocidad espeluznante. Sergei y Tatiana lo contemplaban atónitos, sin
comprender lo que estaban presenciando. La sombra se lanzó sobre ellos y, con
una fuerza sobrehumana, los arrastró hacia el interior.
Al verlos desaparecer
en aquel infierno, perdí el sentido.
Luis me llevó al único
refugio que nos quedaba, las ruinas del Gran Teatro Real. Éste ha sido nuestro
hogar hasta hoy. Al día siguiente los diarios anunciaron la tragedia. Dos
cuerpos habían sido encontrados abrazados en el desván, carbonizados. La
policía dedujo que éramos Mijail y yo. Sólo nosotros sabíamos que en realidad se
trataba de Sergei y Tatiana.
“Nunca se encontró
un tercer cuerpo. Aquel mismo día Shelley y Luis acudieron al invernadero de Sarriá
en busca de Mijail. No había rastro de él. La transformación estaba a punto de
completarse.
Shelley recogió
todos sus papeles, sus planos y sus escritos para no dejar ninguna evidencia.
Durante semanas los estudió, esperando encontrar en ellos la clave para localizar
a Mijail. Sabíamos que estaba oculto en algún lugar de la ciudad, esperando,
ultimando su transformación. Gracias a sus escritos, Shelley averiguó el plan de
Mijail. Los diarios describían un suero desarrollado con la esencia de las
mariposas que había criado durante años, el suero con el que había visto a
Mijail resucitar el cadáver de una mujer en la fábrica de la Velo Granell. Finalmente,
comprendí lo que se proponía. Mijail se había retirado a morir. Necesitaba
desprenderse de su último aliento de humanidad para poder cruzar al otro lado.
Como la mariposa negra, su cuerpo se iba a enterrar para renacer de las tinieblas.
Y cuando regresara, ya no lo haría como Mijail Kolvenik. Lo haría como una
bestia."
Sus palabras
resonaron con el eco del Gran Teatro.
-Durante meses no
tuvimos noticias de Mijail ni encontramos su escondite -continuó Eva Irinova. En el fondo
albergábamos la esperanza de que su plan fracasase. Estábamos equivocados. Un año
después del incendio, dos inspectores acudieron a la Velo Granell, alertados
por un chivatazo anónimo.
Por supuesto,
Sentís otra vez.
Al no haber tenido
noticias de Sergei y Tatiana, sospechaba que Mijail seguía vivo. Las instalaciones
de la fábrica estaban clausuradas y nadie tenía acceso a ellas. Los dos
inspectores sorprendieron a un intruso en el interior. Dispararon y vaciaron
sus cargadores sobre él, pero...
-“Por eso nunca se
encontraron balas” -recordé las palabras
de Florián. El cuerpo de Kolvenik absorbió todos los impactos...
La anciana dama
asintió.
-Los cuerpos de los
policías fueron encontrados despedazados -dijo. Nadie se explicaba lo que había sucedido.
Excepto Shelley, Luis y yo. Mijail había regresado. En los días siguientes,
todos los miembros del antiguo comité de dirección de la Velo Granell que le
habían traicionado encontraron la muerte en circunstancias poco claras.
Sospechábamos que Mijail se ocultaba en las alcantarillas y utilizaba sus túneles
para desplazarse por la ciudad. No era un mundo desconocido para él. Sólo quedaba
un interrogante. ¿Por qué motivo había acudido a la fábrica?
“Una vez más, sus cuadernos
de trabajo nos dieron la respuesta: el suero. Necesitaba inyectarse el suero
para mantenerse vivo. Las reservas del torreón habían sido destruidas y las que
conservaba en el invernadero sin duda se le habían agotado.
El doctor Shelley sobornó
a un oficial de la policía para poder entrar en la fábrica. Allí encontramos un
armario con los dos últimos frascos de suero. Shelley guardó uno en secreto.
Después de una vida
entera combatiendo la enfermedad, la muerte y el dolor, no era capaz de destruir
aquel suero. Necesitaba estudiarlo, desvelar sus secretos...
Al analizarlo,
consiguió sintetizar un compuesto a base de mercurio con el que pretendía
neutralizar su poder. Impregnó doce balas de plata con ese compuesto y las
guardó, esperando no tener que emplearlas jamás.
Comprendí que
aquéllas eran las balas que Shelley entregó a Luis Claret. Yo seguía vivo
gracias a ellas.
-¿Y Mijail? -preguntó Marina. Sin el suero...
-Encontramos su
cadáver en una alcantarilla bajo el Barrio Gótico -dijo Eva Irinova. Lo que quedaba de él, pues
se había convertido en un engendro infernal que hedía a la carroña putrefacta
con la que se había construido...
La anciana alzó la
vista hacia su viejo amigo Luis. El chofer tomó la palabra y completó la historia.
-Enterramos el
cuerpo en el cementerio de Sarriá, en una tumba sin nombre explicó. Oficialmente, el señor Kolvenik había muerto un año atrás. No podíamos desvelar
la verdad. Si Sentís descubría que la señora seguía viva, no descansaría hasta
destruirla también.
Nos condenamos a
nosotros mismos a una vida secreta en este lugar...
Durante años, creí
que Mijail descansaba en paz. Acudía allí el último domingo de cada mes, como
el día en que le conocí, para visitarle y recordarle que pronto, muy pronto,
volveríamos a reunirnos... Vivíamos en un mundo de recuerdos y, sin embargo,
nos olvidamos de algo esencial...
-¿De qué? -pregunté.
-De María, nuestra
hija.
Marina y yo intercambiamos una mirada. Recordé
que Shelley había tirado la fotografía que le habíamos mostrado a las llamas.
La niña que aparecía en aquella imagen era María Shelley.
Al llevarnos el
álbum del invernadero, habíamos robado a Mijail Kolvenik el único recuerdo que tenía de la hija que no
había llegado a conocer.
-Shelley crió a
María como hija suya, pero ella siempre intuyó que la historia que el doctor le
había explicado no era cierta, eso de que su madre había muerto al dar a luz...
Shelley nunca supo mentir. Con el tiempo, María encontró los viejos cuadernos
de Mijail en el estudio del doctor y reconstruyó la historia que os he explicado.
María nació con la
locura de su padre. Recuerdo que, el día que le anuncié a Mijail que estaba embarazada,
él sonrió. Aquella sonrisa me llenó de inquietud, aunque entonces no supe por
qué. Sólo años más tarde descubrí en los escritos de Mijail que la mariposa negra
de las alcantarillas se alimenta de sus propias crías y que, al enterrarse para
morir, lo hace con el cuerpo de una de sus larvas, a la que devora al resucitar...
“Cuando vosotros
descubristeis el invernadero al seguirme desde el cementerio, también María
encontró al fin lo que llevaba años buscando. El frasco de suero que Shelley
ocultaba... Y treinta años después, Mijail volvió de la muerte. Ha estado
alimentándose de ella desde entonces, rehaciéndose de nuevo con los pedazos de
otros cuerpos, adquiriendo fuerza, creando a otros como él...
Tragué saliva y
recordé lo que había visto la noche anterior en los túneles.
-Cuando comprendí
lo que estaba sucediendo -continuó la
dama, quise advertir a Sentís de que él sería el primero en caer. Para no desvelar
mi identidad, te utilicé a ti, Oscar, con aquella tarjeta.
Creí que, al verla
y al oír lo poco que vosotros sabíais, el miedo le haría reaccionar y se protegería.
Una vez más, sobreestimé al viejo mezquino… Quiso ir al encuentro de Mijail y
destruirle. Arrastró a Florián con él....
Luis acudió al
cementerio de Sarriá y comprobó que la tumba estaba vacía. Al principio
sospechamos que Shelley nos había traicionado. Creíamos que era él quien había estado
visitando el invernadero, construyendo nuevas criaturas... Tal vez no quería
morir sin comprender los misterios que Mijail había dejado sin explicación...
“Nunca estuvimos
seguros acerca de él. Cuando comprendimos que estaba protegiendo a María, era
demasiado tarde... Ahora Mijail vendrá a por nosotros.
-¿Por qué? -preguntó Marina. ¿Por qué habría de volver a
este lugar?
La dama desabrochó
en silencio los dos botones superiores de su vestido y extrajo la cadena de una
medalla. La cadena sostenía un frasco de cristal en cuyo interior relucía un
líquido de color esmeralda.
-Por esto -dijo.
Capítulo 24
Estaba contemplando
al trasluz el frasco de suero cuando lo escuché. Marina también lo había oído. Algo
se arrastraba sobre la cúpula del teatro.
-Están aquí -dijo Luis Claret desde la puerta, con la voz
sombría.
Eva Irinova, sin
mostrar sorpresa, guardó de nuevo el suero. Vi cómo Luis Claret sacaba su revólver
y comprobaba el cargador. Las balas de plata que le había dado Shelley
brillaban en el interior.
-Ahora debéis
marcharos -nos ordenó Eva Irinova. Ya
sabéis la verdad. Aprended a olvidarla.
Su rostro estaba
oculto tras el velo y su voz mecánica carecía de expresión. Se me hizo imposible
deducir la intención de sus palabras.
-Su secreto está a
salvo con nosotros -dije de todas formas.
-La verdad siempre
está a salvo de la gente -replicó Eva Irinova.
Marchaos ya.
Claret nos indicó
que le siguiéramos y abandonamos el camerino. La luna proyectaba un rectángulo
de luz plateada sobre el escenario a través de la cúpula cristalina. Sobre él,
recortadas como sombras danzantes, se apreciaban las siluetas de Mijail
Kolvenik y sus criaturas. Alcé la vista
y me pareció distinguir casi una docena de ellos.
-Dios mío... -murmuró Marina junto a mí.
Claret estaba
mirando en la misma dirección. Vi miedo en su mirada. Una de las siluetas descargó
un golpe brutal sobre el techo. Claret tensó el percutor de su revólver y
apuntó. La criatura seguía golpeando y en cuestión de segundos el vidrio
cedería.
-Hay un túnel bajo
el foso de la orquesta que cruza la platea hasta el vestíbulo -nos informó Claret sin apartar los ojos de la
cúpula. Encontraréis una trampilla bajo la escalinata principal que da a un
pasadizo. Seguidlo hasta una salida de incendios...
-¿No sería más
fácil volver por donde hemos venido? -pregunté.
A través de su piso...
-No. Ya han estado
allí...
Marina me agarró y
tiró de mí. -Hagamos lo que dice, Oscar.
Miré a Claret. En
sus ojos se podía leer la fría serenidad de quien va al encuentro de la muerte con
el rostro descubierto. Un segundo más tarde, la lámina de cristal de la cúpula
estalló en mil pedazos y una criatura lobuna se abalanzó sobre el escenario, aullando.
Claret le disparó al cráneo y acertó de pleno, pero arriba se recortaban ya las
siluetas de los demás engendros.
Reconocí a Kolvenik
al instante, en el centro. A una señal
suya, todos se deslizaron reptando hacia el teatro.
Marina y yo
saltamos al foso de la orquesta y seguimos las indicaciones de Claret mientras
éste nos cubría las espaldas. Escuché otro disparo, ensordecedor. Me volví por última
vez antes de entrar en el estrecho pasadizo. Un cuerpo envuelto en harapos
sanguinolentos se precipitó de un salto sobre el escenario y se lanzó contra Claret.
El impacto de la bala le abrió un orificio humeante en el pecho del tamaño de
un puño. El cuerpo seguía avanzando cuando cerré la trampilla y empujé a Marina
hacia el interior.
-¿Qué va a ser de
Claret?
-No sé -mentí. Corre.
Nos lanzamos a
través del túnel. No debía de tener más de un metro de ancho por metro y medio
de alto. Era necesario agacharse para avanzar y palpar los muros para no perder
el equilibrio. Apenas nos habíamos adentrado unos metros cuando notamos pasos
sobre nosotros. Nos estaban siguiendo sobre la platea, rastreándonos.
El eco de los
disparos se hizo más y más intenso. Me pregunté cuánto tiempo y cuántas balas
le quedarían a Claret antes de ser despedazado por aquella jauría.
De golpe alguien
levantó una lámina de madera podrida sobre nuestras cabezas. La luz penetró como
una cuchilla, cegándonos, y algo cayó a nuestros pies, un peso muerto. Claret.
Sus ojos estaban vacíos, sin vida. El cañón de su pistola en sus manos aún humeaba.
No había marcas ni
heridas aparentes en su cuerpo, pero algo estaba fuera de lugar. Marina miró por
encima de mí y gimió. Le habían quebrado el cuello con una fuerza brutal y su
rostro daba a la espalda. Una sombra nos cubrió y observé cómo una mariposa
negra se posaba sobre el fiel amigo de Kolvenik. Distraído, no me percaté de la
presencia de Mijail hasta que éste atravesó la madera reblandecida y rodeó con
su garra la garganta de Marina. La alzó a peso y se la llevó de mi lado antes
de que pudiera sujetarla.
Grité su nombre. Y
entonces me habló. No olvidaré jamás su voz.
-Si quieres volver
a ver a tu amiga en un solo pedazo, tráeme el frasco.
No conseguí
articular un solo pensamiento durante varios segundos. Luego la angustia me
devolvió a la realidad. Me incliné sobre el cuerpo de Claret y forcejeé para apoderarme
del arma. Los músculos de su mano estaban agarrotados en el espasmo final. El
dedo índice estaba clavado en el gatillo. Retirando dedo a dedo, conseguí finalmente
mi objetivo. Abrí el tambor y comprobé que no quedaba munición. Palpé los
bolsillos de Claret en busca de más balas. Encontré la segunda carga de
munición, seis balas de plata con la punta horadada, en el interior de la chaqueta.
El pobre hombre no
había tenido tiempo de recargar la pistola. La sombra del amigo a quien había
dedicado su existencia le había arrancado la vida con un golpe seco y brutal
antes de que pudiera hacerlo. Tal vez, después de tantos años temiendo aquel
encuentro, Claret había sido incapaz de disparar sobre Mijail Kolvenik, o lo
que quedaba de él. Poco importaba ya.
Temblando, trepé
por los muros del túnel hasta la platea y partí en busca de Marina. Las balas
del doctor Shelley habían dejado un rastro de cuerpos sobre el escenario. Otros
habían quedado ensartados en las lámparas suspendidas, sobre los palcos...
Luis Claret se
había llevado por delante la jauría de bestias que acompañaban a Kolvenik. Viendo
los cadáveres abatidos, engendros monstruosos, no pude evitar pensar que aquél
era el mejor destino al que podían aspirar. Desprovistos de vida, la
artificialidad de los injertos y las piezas que los formaban se hacía más
evidente. Uno de los cuerpos estaba tendido sobre el pasillo central de la platea,
boca arriba, con las mandíbulas desencajadas.
Crucé sobre él. El vacío
en sus ojos opacos me infundió una profunda sensación de frío.
No había nada en
ellos. Nada.
Me aproximé al
escenario y trepé hasta las tablas. La luz en el camerino de Eva Irinova seguía
encendida, pero no había nadie allí. El aire olía a carroña. Un rastro de dedos
ensangrentados se distinguía sobre las viejas fotografías en las paredes.
Kolvenik.
Escuché un crujido
a mi espalda y me volví con el revólver en alto. Distinguí pasos alejándose.
-¿Eva? -llamé.
Volví al escenario
y vislumbré un círculo de luz ámbar en el anfiteatro. Al acercarme percibí la silueta
de Eva Irinova. Sostenía un candelabro en las manos y contemplaba las ruinas
del Gran Teatro Real. Las ruinas de su vida.
Se volvió y,
lentamente, alzó las llamas hasta las lenguas raídas de terciopelo que pendían
de los palcos. La tela reseca prendió en seguida. Así, fue sembrando el rastro
de un fuego que rápidamente se extendió sobre las paredes de los palcos, los
esmaltes dorados de los muros y las butacas.
-¡No! -grité.
Ella ignoró mi
llamada y desapareció por la puerta que conducía a las galerías tras los
palcos. En cuestión de segundos las llamas se extendieron en una plaga rabiosa que
reptaba y absorbía cuanto encontraba a su paso.
El brillo de las
llamas desveló un nuevo rostro del Gran Teatro. Sentí una oleada de calor y el
olor a madera y pintura quemadas me mareó.
Seguí con la vista
el ascenso de las llamas. Distinguí en lo alto la maquinaria de la tramoya, un
complejo sistema de cuerdas, telones, poleas, decorados suspendidos y
pasarelas. Dos ojos encendidos me observaban desde las alturas. Kolvenik. Sujetaba
a Marina con una sola mano como a un juguete. Le vi desplazarse entre los andamios
con agilidad felina. Me volví y comprobé que las llamas se habían extendido a
lo largo de todo el primer piso y que empezaban a escalar a los palcos del segundo.
El orificio en la cúpula
alimentaba el fuego, creando una inmensa chimenea.
Me apresuré hacia
las escalinatas de madera. Los escalones ascendían en zigzag y temblaban a mi paso.
Me detuve a la altura del tercer piso y alcé la vista. Había perdido a Kolvenik.
Justo entonces sentí unas garras clavándose sobre mi espalda. Me revolví para escapar
de su abrazo mortal y vi a una de las criaturas de Kolvenik. Los disparos de
Claret habían segado uno de sus brazos, pero seguía viva. Tenía una larga cabellera
y su rostro había sido alguna vez el de una mujer. La apunté con el revólver,
pero no se detuvo.
Súbitamente, me
asaltó la certidumbre de que había visto aquel rostro. El brillo de las llamas desveló
lo que quedaba de su mirada. Sentí que la garganta se me secaba.
-¿María? -balbuceé.
La hija de Kolvenik,
o la criatura que habitaba en su carcasa, se detuvo un instante, dudando.
-¿María? -llamé de nuevo.
Nada quedaba del
aura angelical que recordaba en ella. Su belleza había sido mancillada. Una
alimaña patética y escalofriante ocupaba su lugar. Su piel estaba todavía fresca.
Kolvenik había trabajado rápido. Bajé el
revólver y traté de alargar una mano hacia aquella pobre mujer. Quizás aún
había una esperanza para ella.
-¿María? ¿Me
reconoce? Soy Oscar. Oscar Drai. ¿Me recuerda?
María Shelley me
miró intensamente. Por un instante, un destello de vida asomó a su mirada. La vi
derramar lágrimas y alzar sus manos. Contempló las grotescas garras de metal
que brotaban de sus brazos y la oí gemir. Le tendí mi mano. María Shelley dio
un paso atrás, temblando.
Una bocanada de
fuego estalló sobre una de las barras que sostenían el telón principal. La
lámina de tela raída se desprendió en un manto de fuego. Las cuerdas que lo habían
sostenido salieron despedidas en látigos de llamas y la pasarela sobre la que
nos sosteníamos fue alcanzada de pleno. Una línea de fuego se dibujó entre nosotros.
Tendí de nuevo mi
mano a la hija de Kolvenik.
-Por favor, tome mi
mano.
Se retiró,
rehuyéndome. Su rostro estaba cubierto de lágrimas.
La plataforma a
nuestros pies crujió.
-María, por favor...
La criatura observó
las llamas, como si viera algo en ellas. Me dirigió una última mirada que no supe
comprender y aferró la cuerda ardiente que había quedado tendida sobre la
plataforma. El fuego se extendió por su brazo, al torso, a sus cabellos, sus ropas
y su rostro. La vi arder como si fuera una figura de cera hasta que las tablas cedieron
a sus pies y su cuerpo se precipitó al abismo.
Corrí hacia una de
las salidas del tercer piso. Tenía que encontrar a Eva Irinova y salvar a Marina.
-¡Eva! -grité cuando por fin la localicé.
Ignoró mi llamada y
siguió avanzando. La alcancé en la escalinata central de mármol. La agarré del
brazo con fuerza y la detuve. Ella forcejeó para librarse de mí.
-Tiene a Marina. Si
no le entrego el suero, la matará.
-Tu amiga ya está
muerta. Sal de aquí mientras puedas.
-¡No!
Eva Irinova miró a
nuestro alrededor. Espirales de humo se deslizaban por las escalinatas. No quedaba
mucho tiempo.
-No puedo irme sin
ella...
-No lo
entiendes -replicó. Si te entrego el suero,
él os matará a los dos y nadie podrá detenerle.
-Él no quiere matar
a nadie. Sólo quiere vivir.
-Sigues sin
entenderlo, Oscar dijo Eva. No puedo
hacer nada. Todo está en manos de Dios.
Con estas palabras
se volvió y se alejó de mí.
-Nadie puede hacer
el trabajo de Dios. Ni siquiera usted
dije, recordándole sus propias palabras.
Se detuvo. Alcé el revólver y apunté. El
chasquido del percutor al tensarse se perdió en el eco de la galería. Eso hizo
que se diese la vuelta.
Sólo estoy tratando
de salvar el alma de Mijail dijo.
No sé si podrá
salvar el alma de Kolvenik, pero la suya sí.
La dama me miró en
silencio, enfrentándose a la amenaza del revólver en mis manos temblorosas.
-¿Serías capaz de
dispararme a sangre fría? -me preguntó.
No respondí. No
sabía la respuesta. Lo único que ocupaba mi mente era la imagen de Marina en las
garras de Kolvenik y los escasos minutos que quedaban antes de que las llamas
abriesen definitivamente las puertas del infierno sobre el Gran Teatro Real.
-Tu amiga debe de
significar mucho para ti.
Asentí y me pareció que aquella mujer esbozaba
la sonrisa más triste de su vida.
-¿Lo sabe
ella? preguntó.
-No lo sé -dije sin pensar.
Asintió lentamente
y vi que sacaba el frasco esmeralda.
-Tú y yo somos
iguales, Oscar. Estamos solos y condenados a querer a alguien sin salvación...
Me tendió el frasco
y yo bajé el arma. La dejé en el suelo y tomé el frasco en mis manos. Mientras
lo examinaba sentí que me había quitado un peso de encima. Iba a darle las
gracias, pero Eva Irinova ya no estaba allí. El revólver tampoco.
Cuando llegué al último
piso todo el edificio agonizaba a mis pies. Corrí hacia el extremo de la galería
en busca de una entrada a la bóveda de la tramoya. Súbitamente una de las
puertas salió proyectada del marco envuelta en llamas. Un río de fuego inundó la
galería. Estaba atrapado. Miré desesperadamente a mi alrededor y sólo vi una
salida. Las ventanas que daban al exterior. Me acerqué a los cristales empañados
por el humo y distinguí una estrecha cornisa al otro lado. El fuego se abría
paso hacia mí. Los cristales de la ventana se astillaron como tocados por un
aliento infernal.
Mis ropas humeaban.
Podía sentir las llamas en la piel. Me ahogaba.
Salté a la cornisa.
El aire frío de la noche me golpeó y vi que las calles de Barcelona se extendían
muchos metros bajo mis pies. La visión era sobrecogedora. El fuego había
envuelto completamente el Gran Teatro Real. El andamiaje se había desplomado,
convertido en cenizas. La antigua fachada se alzaba igual que un majestuoso palacio
barroco, una catedral de llamas en el centro del Raval. Las sirenas de los bomberos
aullaban como si se lamentaran de su impotencia. Junto a la aguja de metal en
la que convergía la red de nervios de acero de la cúpula, Kolvenik sujetaba a Marina.
-¡Marina! chillé.
Di un paso hacia el
frente y me aferré a un arco de metal instintivamente para no caer. Estaba ardiendo.
Aullé de dolor y retiré la mano. La palma ennegrecida humeaba. En aquel
instante, una nueva sacudida recorrió la estructura y adiviné lo que iba a
suceder. Con un estruendo ensordecedor, el teatro se desplomó y sólo el
esqueleto de metal permaneció intacto, desnudo. Una telaraña de aluminio tendida
sobre un infierno. En su centro, se alzaba Kolvenik.
Pude ver el rostro
de Marina. Estaba viva.
Así que hice lo único
que podía salvarla.
Tomé el frasco y lo
alcé a la vista de Kolvenik. Separó a Marina de su cuerpo y la acercó al precipicio.
La oí gritar. Luego tendió su garra abierta al vacío.
El mensaje estaba
claro. Frente a mí se extendía una viga como un puente. Avancé hacia ella.
-¡Oscar, no! -suplicó Marina.
Clavé los ojos
sobre la estrecha pasarela y me aventuré. Sentí cómo la suela de mis zapatos se
deshacía a cada paso. El viento asfixiante que ascendía del fuego rugía a mi
alrededor. Paso a paso, sin separar los ojos de la pasarela, como un equilibrista.
Miré al frente y descubrí a una Marina aterrada. ¡Estaba sola! Al ir a abrazarla,
Kolvenik se alzó tras ella. La aferró de
nuevo y la sostuvo sobre el vacío. Extraje el frasco e hice lo propio, dándole a
entender que lo lanzaría a las llamas si no la soltaba. Recordé las palabras de
Eva Irinova: "Os matará a los dos...". Así que abrí el frasco y vertí
un par de gotas en el abismo. Kolvenik lanzó a Marina contra una estatua de bronce y
se abalanzó sobre mí. Salté para esquivarle y el frasco se me resbaló entre los
dedos.
El suero se
evaporaba al contacto con el metal ardiente. La garra de Kolvenik lo detuvo cuando apenas quedaban ya unas gotas
en su interior. Kolvenik cerró su puño de
metal sobre el frasco y lo hizo añicos. Unas gotas esmeralda se desprendieron
de sus dedos. Las llamas iluminaron su rostro, un pozo de odio y rabia
incontenibles.
Entonces empezó a
avanzar hacia nosotros. Marina aferró mis manos y las apretó con fuerza. Cerró
sus ojos y yo hice lo mismo. Sentí el hedor putrefacto de Kolvenik a unos centímetros y me preparé para sentir el
impacto.
El primer disparó
atravesó silbando entre las llamas. Abrí los ojos y vi la silueta de Eva Irinova
avanzando como lo había hecho yo. Sostenía el revólver en alto. Una rosa de
sangre negra se abrió en el pecho de Kolvenik. El segundo disparo, más cercano,
destrozó una de sus manos. El tercero le alcanzó en el hombro. Retiré a Marina
de allí. Kolvenik se volvió hacia Eva,
tambaleándose. La dama de negro avanzaba lentamente. Su arma le apuntaba sin
piedad.
Oí gemir a Kolvenik.
El cuarto disparo le abrió un agujero en el vientre. El quinto y último le dibujó
un orificio negro entre los ojos. Un segundo más tarde, Kolvenik se desplomó de rodillas. Eva Irinova dejó caer
la pistola y corrió a su lado.
Le rodeó con sus brazos
y le acunó. Los ojos de ambos volvieron a encontrarse y pude ver que ella acariciaba
aquel rostro monstruoso.
Lloraba.
-Llévate a tu amiga
de aquí dijo sin mirarme.
Asentí. Guié a
Marina a través de la pasarela hasta la cornisa del edificio. Desde allí
conseguimos llegar hasta los tejados del anexo y ponernos a salvo del fuego.
Antes de perderla
de vista, nos volvimos. La dama negra envolvía en su abrazo a Mijail Kolvenik. Sus
siluetas se recortaron entre las llamas hasta que el fuego las envolvió por
completo. Creí ver el rastro de sus cenizas esparciéndose al viento, flotando
sobre Barcelona hasta que el amanecer se las llevó para siempre.
Al día siguiente
los diarios hablaron del mayor incendio en la historia de la ciudad, de la vieja
historia del Gran Teatro Real y de cómo su desaparición borraba los últimos
ecos de una Barcelona perdida. Las cenizas habían tendido un manto sobre las
aguas del puerto. Seguirían cayendo sobre la ciudad hasta el crepúsculo. Fotografías
tomadas desde Montjuic ofrecían la visión dantesca de una pira infernal que
ascendía al cielo. La tragedia adquirió un nuevo rostro cuando la policía
desveló que sospechaba que el edificio había sido ocupado por indigentes y que
varios de ellos habían quedado atrapados en los escombros. Nada se sabía acerca
de la identidad de los dos cuerpos carbonizados que se encontraron abrazados en
lo alto de la cúpula. La verdad, como había predicho Eva Irinova, estaba a salvo
de la gente.
Ningún diario
mencionó la vieja historia de Eva Irinova y de Mijail Kolvenik. A nadie le
interesaba ya. Recuerdo aquella mañana con Marina frente a uno de los quioscos
de las Ramblas. La primera página de La Vanguardia abría a cinco columnas:
¡Arde Barcelona!
Curiosos y
madrugadores se apresuraban a comprar la primera edición, preguntándose quién
había esmaltado el cielo de plata. Lentamente nos alejamos hacia la Plaza
Cataluña mientras las cenizas seguían lloviendo a nuestro alrededor como copos
de nieve muerta.
Capítulo 25
En los días que
siguieron al incendio del Gran Teatro Real, una oleada de frío se abatió sobre Barcelona.
Por primera vez en muchos años, un manto de nieve cubrió la ciudad desde el
puerto a la cima del Tibidabo. Marina y yo, en compañía de Germán, pasamos unas
Navidades de silencios y miradas esquivas. Marina apenas mencionaba lo sucedido
y empecé a advertir que rehuía mi compañía y que prefería retirarse a su
habitación a escribir. Yo mataba las horas jugando con Germán interminables partidas
de ajedrez en la gran sala al calor de la chimenea. Veía nevar y esperaba el
momento de estar a solas con Marina. Un momento que nunca llegaba.
Germán fingía no
advertir lo que pasaba y trataba de animarme dándome conversación.
-Marina dice que
quiere ser usted arquitecto, Oscar.
Yo asentía, sin
saber ya lo que realmente deseaba. Pasaba las noches en vela, recomponiendo las
piezas de la historia que habíamos vivido. Intenté alejar de mi memoria el
fantasma de Kolvenik y Eva Irinova. En
más de una ocasión pensé en visitar al viejo doctor Shelley para relatarle lo
sucedido. Me faltó valor para enfrentarme a él y explicarle cómo había visto
morir a la mujer a la que había criado como su hija o cómo había visto arder a
su mejor amigo.
El último día del
año la fuente del jardín se heló. Temí que mis días con Marina estuviesen llegando
a su fin. Pronto tendría que volver al internado.
Pasamos la Nochevieja
a la luz de las velas, escuchando las campanadas lejanas de la iglesia de la
Plaza Sarriá. Afuera seguía nevando y me pareció que las estrellas se habían
caído del cielo sin avisar. A medianoche brindamos entre susurros. Busqué los
ojos de Marina, pero su rostro se retiró a la penumbra.
Aquella noche traté
de analizar qué es lo que había hecho o qué había dicho para merecer aquel
tratamiento. Podía sentir la presencia de Marina en la habitación contigua. La imaginaba
despierta, una isla que se alejaba en la corriente. Golpeé en la pared con los
nudillos. Llamé en vano. No tuve respuesta.
Empaqueté mis cosas
y escribí una nota. En ella me despedía de Germán y Marina y les agradecía su
hospitalidad. Algo que no sabía explicar se había roto y sentía que allí
sobraba. Al amanecer, dejé la nota sobre la mesa de la cocina y me encaminé de
vuelta al internado.
Al alejarme, tuve
la certeza de que Marina me observaba desde su ventana. Dije adiós con la mano, esperando que
me estuviese viendo.
Mis pasos dejaron
un rastro en la nieve en las calles desiertas.
Aún faltaban unos
días para que regresaran los demás internos. Las habitaciones del cuarto piso
eran lagunas de soledad. Mientras deshacía mi equipaje el padre Seguí me hizo
una visita. Le saludé con una cortesía de compromiso y seguí ordenando mi ropa.
-Curiosa gente, los
suizos -dijo. Mientras los demás ocultan
sus pecados, ellos los envuelven en papel de plata con licor, un lazo y los venden
a precio de oro. El prefecto me ha enviado una caja inmensa de bombones de
Zurich y no hay nadie aquí con quien compartirla. Alguien va a tener que echarme
una mano antes de que doña Paula los descubra...
-Cuente
conmigo ofrecí sin convicción.
Seguí se acercó a
la ventana y contempló la ciudad a nuestros pies, un espejismo. Se giró y me observó
como si pudiese leer mis pensamientos.
-Un buen amigo me
dijo una vez que los problemas son como las cucarachas -era el tono de broma que empleaba cuando
quería hablar en serio-. Si se sacan a la luz, se asustan y se van.
-Debía de ser un
amigo sabio -dije.
-No -repuso Seguí. Pero era un buen hombre. Feliz
año nuevo, Oscar.
-Feliz año nuevo,
padre.
Pasé aquellos días
hasta el inicio de las clases casi sin salir de mi habitación. Intentaba leer, pero
las palabras volaban de las páginas. Se me consumían las horas en la ventana,
contemplando el caserón de Germán y Marina a lo lejos. Mil veces pensé en volver
y más de una me aventuré hasta la boca del callejón que conducía hasta su
verja. Ya no se oía el gramófono de Germán entre los árboles, sólo el viento
entre las ramas desnudas. Por las noches revivía una y otra vez los sucesos de
las últimas semanas hasta caer exhausto en un sueño sin reposo, febril y asfixiante.
Las clases
empezaron una semana más tarde. Eran días de plomo, de ventanas empañadas de
vaho y de radiadores que goteaban en la penumbra. Mis antiguos compañeros y sus
algarabías me resultaban ajenos. Charlas de regalos, fiestas y recuerdos que no podía ni quería compartir.
Las voces de mis maestros me resbalaban. No conseguía descifrar qué importancia
tenían las elucubraciones de Hume o qué podían hacer las ecuaciones derivadas
para retrasar el reloj y cambiar la suerte de Mijail Kolvenik y de Eva Irinova.
O mi propia suerte.
El recuerdo de
Marina y de los escalofriantes hechos que habíamos compartido me impedía
pensar, comer o mantener una conversación coherente. Ella era la única persona con
quien podía compartir mi angustia y la necesidad de su presencia llegó a
causarme un dolor físico.
Me quemaba por
dentro y nada ni nadie conseguía aliviarme. Me convertí en una figura gris en
los pasillos. Mi sombra se confundía con las paredes. Los días caían como hojas
muertas. Esperaba recibir una nota de Marina, una señal de que deseaba verme de
nuevo. Una simple excusa para correr a su lado y quebrar aquella distancia que
nos separaba y que parecía crecer día a día. Nunca llegó. Quemé las horas recorriendo
los lugares en los que había estado con Marina. Me sentaba en los bancos de la
Plaza Sarriá esperando verla pasar...
A finales de enero
el padre Seguí me convocó en su despacho.
Con el semblante
sombrío y una mirada penetrante me preguntó qué me estaba sucediendo.
-No lo sé -respondí.
-Quizá si hablamos
de ello, podamos averiguar de qué se trata -me ofreció Seguí.
-No lo creo -dije con una brusquedad de la que me
arrepentí al instante.
-Pasaste una semana
fuera del internado estas Navidades. ¿Puedo preguntar dónde?
-Con mi familia.
La mirada de mi
tutor se tiñó de sombras.
-Si vas a mentirme,
no tiene sentido que continuemos esta conversación, Oscar.
-Es la verdad -dije, he estado con mi familia...
Febrero trajo
consigo el sol.
Las luces del invierno
fundieron aquel manto de hielo y escarcha que había enmascarado la ciudad. Eso me
animó y un sábado me presenté en casa de Marina. Una cadena aseguraba el cierre
de la verja. Más allá de los árboles, la vieja mansión parecía más abandonada
que nunca. Por un instante creí haber perdido la razón. ¿Lo había imaginado
todo? Los habitantes de aquella residencia fantasmal, la historia de Kolvenik y la dama de negro, el inspector Florián, Luis
Claret, las criaturas resucitadas..., personajes a los que la mano negra del
destino había hecho desaparecer uno a uno... ¿Habría soñado a Marina y su playa
encantada?
"Sólo
recordamos aquello que nunca sucedió..."
Aquella noche
desperté gritando, envuelto en sudor frío y sin saber dónde me encontraba. Había
vuelto en sueños a los túneles de Kolvenik. Seguía a Marina sin poder
alcanzarla hasta que la descubría cubierta por un manto de mariposas negras;
sin embargo, al alzar éstas el vuelo, no dejaban tras de sí más que el vacío.
Frío. Sin explicación. El demonio destructor que obsesionaba a Kolvenik. La nada
tras la última oscuridad.
Cuando el padre
Seguí y mi compañero JF acudieron a mi habitación alertados por mis gritos, tardé
unos segundos en reconocerlos. Seguí me tomó el pulso mientras JF me observaba
consternado, convencido de que su amigo había perdido la razón por completo. No
se movieron de mi lado hasta que volví a dormirme.
Al día siguiente,
después de dos meses sin ver a Marina, decidí volver al caserón de Sarriá. No me
echaría atrás hasta haber obtenido una explicación.
Capítulo 26
Era un domingo
brumoso. Las sombras de los árboles, con sus ramas secas, dibujaban figuras esqueléticas.
Las campanas de la iglesia marcaron el compás de mis pasos. Me detuve frente a
la verja que me impedía la entrada. Advertí, sin embargo, marcas de neumáticos
sobre la hojarasca y me pregunté si Germán habría vuelto a sacar su viejo Tucker
del garaje. Me colé como un ladrón saltando la verja y me adentré en el jardín.
La silueta del
caserón se alzaba en completo silencio, más oscura y desolada que nunca. Entre
la maleza distinguí la bicicleta de Marina, caída como un animal herido. La
cadena estaba oxidada, el manillar carcomido por la humedad. Contemplé aquel
escenario y tuve la impresión de que estaba frente a una ruina donde no vivían
más que viejos muebles y ecos invisibles.
-¿Marina? -llamé.
El viento se llevó mi voz. Rodeé la casa
buscando la puerta trasera que comunicaba con la cocina.
Estaba abierta. La
mesa, vacía y cubierta por una capa de polvo. Me adentré en las habitaciones. Silencio.
Llegué al gran salón de los cuadros. La madre de Marina me miraba desde todos
ellos, pero para mí eran los ojos de Marina...
Fue entonces cuando
escuché un llanto a mi espalda.
Germán estaba
acurrucado en una de las butacas, inmóvil como una estatua, tan sólo las
lágrimas persistían en su movimiento. Nunca había visto a un hombre de su edad llorar
así. Me heló la sangre. La vista perdida en los retratos. Estaba pálido.
Demacrado. Había envejecido desde que le había visto por última vez. Vestía uno
de los trajes de gala que yo recordaba, pero arrugado y sucio. Me pregunté cuántos
días llevaría así. Cuántos días en aquel
sillón.
Me arrodillé frente
a él y le palmeé la mano.
-Germán...
Su mano estaba tan
fría que me asustó. Súbitamente, el pintor se abrazó a mí, temblando como un niño.
Sentí que se me secaba la boca. Le abracé a mi vez y le sostuve mientras
lloraba en mi hombro.
Temí entonces que
los médicos le hubiesen anunciado lo peor, que la esperanza de aquellos meses
se hubiese desvanecido y le dejé desahogarse mientras me preguntaba dónde estaría
Marina, por qué no estaba allí con Germán...
Entonces, el
anciano alzó la vista. Me bastó con mirarle a los ojos para comprender la
verdad. Lo entendí con la brutal claridad con la que se desvanecen los sueños. Como
un puñal frío y envenenado que se te clava en el alma sin remedio.
-¿Dónde está
Marina? -pregunté, casi balbuceando.
Germán no consiguió
articular una palabra. No hacía falta. Supe por sus ojos que las visitas de Germán
al hospital de San Pablo eran falsas. Supe que el doctor de la Paz nunca había
visitado al pintor. Supe que la alegría y la esperanza de Germán al regresar de
Madrid nada tenían que ver con él. Marina me había engañado desde el principio.
El mal que se llevó
a su madre... murmuró Germán se la lleva, amigo Oscar, se lleva a mi Marina...
Sentí que los
párpados se me cerraban como losas y que, lentamente, el mundo se deshacía a mi
alrededor. Germán me abrazó de nuevo y allí, en aquella sala desolada de un
viejo caserón, lloré con él como un pobre imbécil mientras la lluvia empezaba a
caer sobre Barcelona.
Desde el taxi, el
hospital de San Pablo me pareció una ciudad suspendida en las nubes, todo torres
afiladas y cúpulas imposibles.
Germán se había
enfundado un traje limpio y viajaba junto a mí en silencio. Yo sostenía un
paquete envuelto en el papel de regalo más reluciente que había podido encontrar.
Al llegar, el médico que atendía a Marina, un tal Damián Rojas, me observó de
arriba abajo y me dio una serie de instrucciones. No debía cansar a Marina. Debía
mostrarme positivo y optimista. Era ella quien necesitaba mi ayuda y no a la
inversa. No acudía allí a llorar ni a lamentarme. Iba a ayudarla. Si era incapaz
de seguir estas normas, más valía que no me molestase en volver.
Damián Rojas era un
médico joven y la bata aún le olía a facultad. Su tono era severo e impaciente
y gastó muy poca cortesía conmigo. En otras circunstancias le habría tomado por
un cretino arrogante, pero algo en él me decía que todavía no había aprendido a
aislarse del dolor de sus pacientes y que aquella actitud era su modo de
sobrevivir.
Subimos a la cuarta
planta y caminamos por un largo pasillo que parecía no tener fin. Olía a hospital,
una mezcla de enfermedad, desinfectante y ambientador. El poco valor que me
quedaba en el cuerpo se me escapó en una exhalación tan pronto puse un pie en aquel
ala del edificio. Germán entró primero en la habitación. Me pidió que esperase
fuera mientras anunciaba a Marina mi visita. Intuía que Marina preferiría que yo
no la viese allí.
-Deje que yo hable
primero con ella, Oscar...
Aguardé. El
corredor era una galería infinita de puertas y voces perdidas. Rostros cargados
de dolor y pérdida se cruzaban en silencio. Me repetí una y otra vez las instrucciones
del doctor Rojas.
Había venido a
ayudar. Finalmente, Germán se asomó a la puerta y asintió. Tragué saliva y
entré. Germán se quedó fuera.
La habitación era
un largo rectángulo donde la luz se evaporaba antes de tocar el suelo. Desde los
ventanales, la avenida de Gaudí se extendía hacia el infinito. Las torres del
templo de la Sagrada Familia cortaban el cielo en dos.
Había cuatro camas
separadas por ásperas cortinas. A través de ellas uno podía ver las siluetas de
los otros visitantes, igual que en un espectáculo de sombras chinescas. Marina
ocupaba la última cama a la derecha, junto a la ventana.
Sostener su mirada
en aquellos primeros momentos fue lo más difícil. Le habían cortado el pelo como
a un muchacho. Sin su larga cabellera, Marina me pareció humillada, desnuda. Me
mordí la lengua con fuerza para conjurar las lágrimas que me ascendían del alma.
-Me lo tuvieron que
cortar... -dijo, adivina. Por las pruebas.
Vi que tenía marcas
en el cuello y en la nuca que dolían con sólo mirar. Traté de sonreír y le tendí
el paquete.
-A mí me gusta -comenté como saludo.
Aceptó el paquete y
lo dejó en su regazo. Me acerqué y me senté junto a ella en silencio. Me tomó la
mano y me la apretó con fuerza.
Había perdido peso.
Se le podían leer las costillas bajo un camisón blanco de hospital. Dos círculos
oscuros se dibujaban bajo sus ojos.
Sus labios eran dos
líneas finas y resecas. Sus ojos color ceniza ya no brillaban. Con manos inseguras
abrió el paquete y extrajo el libro del interior. Lo hojeó y alzó la mirada, intrigada.
-Todas las páginas
están en blanco...
-De momento -repliqué yo. Tenemos una buena historia que contar,
y lo mío son los ladrillos.
Apretó el libro
contra su pecho.
-¿Cómo ves a
Germán? -me preguntó.
-Bien -mentí. Cansado, pero bien.
-Y tú, ¿cómo estás?
-¿Yo?
-No, yo. ¿Quién va
a ser?
-Yo estoy bien.
-Ya, sobre todo
después de la arenga del sargento Rojas...
Enarqué las cejas
como si no tuviese la menor idea de lo que me estaba hablando.
-Te he echado de
menos -dijo.
-Yo también.
Nuestras palabras
se quedaron suspendidas en el aire. Durante un largo instante nos miramos en silencio.
Vi cómo la fachada de Marina se iba desmoronando.
-Tienes derecho a
odiarme -dijo entonces.
-¿Odiarte? ¿Por qué
iba a odiarte?
-Te mentí -dijo Marina. Cuando viniste a devolver el
reloj de Germán, ya sabía que estaba enferma. Fui egoísta, quise tener un amigo...
y creo que nos perdimos por el camino.
Desvié la mirada a
la ventana.
-No, no te odio.
-Me apretó la mano
de nuevo.
Marina se incorporó
y me abrazó.
-Gracias por ser el
mejor amigo que nunca he tenido -susurró
a mi oído.
Sentí que se me
cortaba la respiración. Quise salir corriendo de allí. Marina me apretó con
fuerza y recé pidiendo que no se diese cuenta de que estaba llorando. El doctor
Rojas me iba a quitar el carné.
-Si me odias sólo
un poco, el doctor Rojas no se molestará
dijo entonces. Seguro que va bien para los glóbulos blancos o algo así.
Entonces sólo un
poco.
Gracias.
Capítulo 27
En las semanas que
siguieron Germán Blau se convirtió en mi mejor amigo. Tan pronto acababan las
clases en el internado a las cinco y media de la tarde, corría a reunirme con
el viejo pintor. Tomábamos un taxi hasta el hospital y pasábamos la tarde con
Marina hasta que las enfermeras nos echaban de allí.
En aquellos paseos
desde Sarriá a la avenida de Gaudí aprendí que Barcelona puede ser la ciudad
más triste del mundo en invierno. Las historias de Germán y sus recuerdos
pasaron a ser los míos.
En las largas
esperas en los pasillos desolados del hospital, Germán me confesó intimidades
que no había compartido con nadie más que con su esposa. Me habló de sus años
con su maestro Salvat, de su matrimonio y de cómo sólo la compañía de Marina le
había permitido sobrevivir a la pérdida de su mujer. Me habló de sus dudas y de
sus miedos, de cómo toda una vida le había enseñado que cuanto tenía por cierto
era una simple ilusión y que había demasiadas lecciones que no valía la pena
aprender. También yo hablé con él sin trabas por primera vez, le hablé de
Marina, de mis sueños como futuro arquitecto, en unos días en los que había dejado
de creer en el futuro. Le hablé de mi soledad y de cómo hasta encontrarlos a
ellos había tenido la sensación de estar perdido en el mundo por casualidad. Le
hablé de mi temor a volver a estarlo si los perdía. Germán me escuchaba y me entendía.
Sabía que mis palabras no eran más que un intento por aclarar mis propios
sentimientos y me dejaba hacer.
Guardo un recuerdo
especial de Germán Blau y de los días que compartimos en su casa y en los pasillos
del hospital. Ambos sabíamos que sólo nos unía Marina y que, en otras
circunstancias, jamás hubiésemos llegado a cruzar una palabra. Siempre creí que
Marina llegó a ser quien era gracias a él y no me cabe duda de que lo poco que
yo soy se lo debo también a él más de lo que me gusta admitir.
Conservo sus consejos
y sus palabras guardados bajo llave en el cofre de mi memoria, convencido de que
algún día me servirán para responder a mis propios miedos y a mis propias dudas.
Aquel mes de marzo
llovió casi todos los días. Marina escribía la historia de Kolvenik y Eva Irinova en el libro que le había regalado
mientras decenas de médicos y auxiliares iban y venían con pruebas, análisis y
más pruebas y más análisis. Fue por entonces cuando recordé la promesa que le
había hecho a Marina en una ocasión, en el funicular de Vallvidrera, y empecé a
trabajar en la catedral. Su catedral.
Conseguí un libro en
la biblioteca del internado sobre la catedral de Chartres y empecé a dibujar
las piezas del modelo que pensaba construir. Primero las recorté en cartulina.
Después de mil intentos que casi me convencieron de que jamás sería capaz de diseñar
una simple cabina de teléfonos, encargué a un carpintero de la calle Margenat
que recortase mis piezas sobre láminas de madera.
-¿Qué es lo que
estás construyendo, muchacho? me
preguntaba, intrigado. ¿Un radiador?
-Una catedral.
Marina me observaba
con curiosidad mientras erigía su pequeña catedral en la repisa de la ventana.
A veces, hacía bromas que no me dejaban dormir durante días.
-¿No te estás dando
mucha prisa, Oscar? preguntaba. Es como si
esperases que me fuese a morir mañana.
Mi catedral pronto
empezó a hacerse popular entre los otros pacientes de la habitación y sus visitantes.
Doña Carmen, una sevillana de ochenta y cuatro años que ocupaba la cama de al
lado me lanzaba miradas de escepticismo.
Tenía una fuerza de
carácter capaz de reventar ejércitos y un trasero del tamaño de un seiscientos.
Llevaba al personal del hospital a golpe de pito. Había sido estraperlista, cupletera,
"bailaora", contrabandista, cocinera, estanquera y Dios sabe qué más.
Había enterrado dos maridos y tres hijos.
Una veintena de
nietos, sobrinos y demás parientes acudían a verla y a adorarla. Ella los ponía
a raya diciendo que las pamplinas eran para los bobos. A mí siempre me pareció
que doña Carmen se había equivocado de siglo y que, de haber estado ella allí,
Napoleón no habría pasado de los Pirineos. Todos los presentes, excepto la diabetes,
éramos de la misma opinión.
En el otro lado de
la habitación estaba Isabel Llorente, una dama con aire de maniquí que hablaba
en susurros y que parecía escapada de una revista de modas de antes de la
guerra. Se pasaba el día maquillándose y mirándose en un pequeño espejo
ajustándose la peluca. La quimioterapia la había dejado como una bola de
billar, pero ella estaba convencida de que nadie lo sabía. Me enteré de que
había sido "Miss" Barcelona en 1934 y la querida de un alcalde de la
ciudad. Siempre nos hablaba de un romance con un formidable espía que en cualquier
momento volvería a rescatarla de aquel horrible lugar donde la habían confinado.
Doña Carmen ponía los ojos en blanco cada vez que la oía. Nunca la visitaba
nadie y bastaba con decirle lo guapa que estaba para que sonriese una semana.
Una tarde de jueves
a finales de marzo llegamos a la habitación y encontramos su cama vacía. Isabel
Llorente había fallecido aquella mañana, sin darle tiempo a su galán a que la
rescatase.
La otra paciente de
la habitación era Valeria Astor, una niña de nueve años que respiraba gracias a
una traqueotomía. Siempre me sonreía al entrar. Su madre pasaba todas las horas
que le permitían a su lado y, cuando no la dejaban, dormía en los pasillos.
Cada día envejecía un mes. Valeria siempre me preguntaba si mi amiga era escritora
y yo le decía que sí, y que además era famosa. Una vez me preguntó, nunca sabré por qué, si yo era policía. Marina solía contarle historias
que se inventaba sobre la marcha. Sus favoritas eran las de fantasmas, princesas
y locomotoras, por este orden. Doña Carmen escuchaba las historias de Marina y
se reía de buena gana. La madre de Valeria, una mujer consumida y sencilla
hasta la desesperación de cuyo nombre nunca conseguí acordarme, tejió un chal
de lana para Marina en agradecimiento.
El doctor Damián
Rojas pasaba varias veces al día por allí. Con el tiempo, aquel médico llegó a caerme
simpático. Descubrí que había sido alumno de mi internado años atrás y que
había estado a punto de entrar como seminarista.
Tenía una novia
deslumbrante que se llamaba Lulú. Lulú lucía una colección de minifaldas y
medias de seda negras que quitaban el aliento. Le visitaba todos los sábados y
a menudo pasaba a saludarnos y a preguntar si el bruto de su novio se portaba
bien. Yo siempre me ponía colorado como un pimiento cuando Lulú me dirigía la
palabra.
Marina me tomaba el
pelo y solía decir que, si la miraba tanto, se me pondría cara de liguero.
Lulú y el doctor
Rojas se casaron en abril. Cuando el médico volvió de su breve luna de miel en
Menorca una semana más tarde, estaba como un fideo. Las enfermeras se partían
de risa con sólo mirarle.
Durante unos meses
ése fue mi mundo. Las clases del internado eran un interludio que pasaba en blanco.
Rojas se mostraba optimista sobre el estado de Marina. Decía que era fuerte,
joven, y que el tratamiento estaba dando resultado.
Germán y yo no
sabíamos cómo agradecérselo. Le regalábamos puros, corbatas, libros y hasta una
pluma Mont Blanc. Él protestaba y argumentaba que únicamente hacia su trabajo,
pero a ambos nos constaba que metía más horas que ningún otro médico en la
planta.
A finales de abril
Marina ganó un poco de peso y de color. Dábamos pequeños paseos por el corredor
y, cuando el frío empezó a emigrar, salíamos un rato al claustro del hospital.
Marina seguía escribiendo en el libro que le había regalado, aunque no me
dejaba leer ni una línea.
-¿Por dónde
vas? preguntaba yo.
-Es una pregunta
tonta.
-Los tontos hacen
preguntas tontas. Los listos las responden. ¿Por dónde vas?
Nunca me lo decía.
Intuía que escribir la historia que habíamos vivido juntos tenía un significado especial
para ella. En uno de nuestros paseos por el claustro me dijo algo que me puso
la piel de gallina.
-Prométeme que, si
me pasa cualquier cosa, acabarás tú la historia.
-La acabarás tú -repliqué yo y además me la tendrás que
dedicar.
Mientras tanto la
pequeña catedral de madera crecía y, aunque doña Carmen decía que le recordaba al
incinerador de basuras de San Adrián del Besós, para entonces la aguja de la
bóveda se perfilaba perfectamente.
Germán y yo empezamos
a hacer planes para llevar a Marina de excursión a su lugar favorito, aquella
playa secreta entre Tossa y Sant Feliu de Guíxols, tan pronto pudiera salir de
allí. El doctor Rojas, siempre prudente, nos dio como fecha aproximada mediados
de mayo.
En aquellas semanas
aprendí que se puede vivir de esperanza y poco más.
El doctor Rojas era
partidario de que Marina pasara el mayor tiempo posible andando y haciendo ejercicio
por el recinto del hospital.
-Arreglarse un poco
le vendrá bien -dijo.
Desde que estaba
casado, Rojas se había convertido en un experto en cuestiones femeninas, o eso creía
él. Un sábado me envió con su esposa Lulú a comprar una bata de seda para
Marina. Era un regalo y la pagó de su propio bolsillo.
Acompañé a Lulú a
una tienda de lencería en la Rambla de Cataluña, junto al cine Alexandra. Las dependientas
la conocían. Seguí a Lulú por toda la tienda, observándola calibrar un sinfín
de ingenios de corsetería que le ponían a uno la imaginación a cien. Aquello era
infinitamente más estimulante que el ajedrez.
-¿Le gustará esto a
tu novia? -me preguntaba Lulú, relamiéndose aquellos labios encendidos de carmín.
No le dije que
Marina no era mi novia. Me enorgullecía que alguien pudiera creer que lo era. Además,
la experiencia de comprar ropa interior de mujer con Lulú resultó ser tan
embriagadora que me limité a asentir a todo como un bobo. Cuando se lo expliqué
a Germán, se rió de buena gana y me confesó que él también encontraba a la
esposa del doctor altamente peligrosa para la salud. Era la primera vez en
meses que le veía reír.
Una mañana de
sábado, mientras nos preparábamos para ir al hospital, Germán me pidió que subiera
a la habitación de Marina a ver si era capaz de encontrar un frasco de su
perfume favorito. Mientras buscaba en los cajones de la cómoda, encontré una
cuartilla de papel doblada en el fondo. La abrí y reconocí la caligrafía de
Marina al instante. Hablaba de mí. Estaba llena de tachaduras y párrafos borrados.
Sólo habían sobrevivido estas líneas:
Mi amigo Oscar es uno de esos príncipes sin reino que corren por ahí esperando que los beses para transformarse en sapo. Lo entiende
todo al revés y por eso me gusta tanto. La gente que piensa que lo entiende todo a derechas hace las cosas a izquierdas, y eso, viniendo de una zurda, lo dice todo.
Me mira y se
cree que no le veo. Imagina que me evaporaré si me toca y que, si no lo hace, se va a evaporar él. Me tiene en un pedestal tan alto que no sabe cómo subirse. Piensa que mis labios son la puerta del paraíso, pero no sabe
que están envenenados. Yo soy tan cobarde que, por no perderle, no se lo digo. Finjo que
no le veo y que sí, que me voy a
evaporar...
Mi amigo Oscar
es uno de esos príncipes que harían bien
manteniéndose alejados de los cuentos y
de las princesas que los habitan. No
sabe que es el príncipe azul quien tiene
que besar a la bella durmiente para que despierte de su sueño eterno, pero eso es
porque Oscar ignora que todos los
cuentos son mentiras, aunque no todas las
mentiras son cuentos. Los príncipes no
son azules y las durmientes, aunque sean bellas, nunca despiertan de su sueño.
Es el mejor amigo que nunca he tenido y, si algún día me tropiezo con Merlín,
le daré las gracias por haberlo cruzado en mi camino.
Guardé la cuartilla
y bajé a reunirme con Germán. Se había colocado un corbatín especial y estaba
más animado que nunca. Me sonrió y le devolví la sonrisa.
Aquel día durante
el camino en taxi resplandecía el sol. Barcelona vestía galas que embobaban a turistas
y nubes, y también ellas se paraban a mirarla. Nada de eso consiguió borrar la
inquietud que aquellas líneas habían clavado en mi mente. Era el primer día de mayo
de 1980.
Capítulo 28
Aquella mañana
encontramos la cama de Marina vacía, sin sábanas.
No había ni rastro
de la catedral de madera ni de sus cosas. Cuando me volví, Germán ya salía corriendo
en busca del doctor Rojas. Fui tras él. Lo encontramos en su despacho con
aspecto de no haber dormido.
-Ha tenido un
bajón dijo escuetamente.
Nos explicó que la
noche anterior, apenas un par de horas después de que nos hubiésemos ido, Marina
había sufrido una insuficiencia respiratoria y que su corazón había estado
parado durante treinta y cuatro segundos. La habían reanimado y ahora estaba en
la unidad de vigilancia intensiva, inconsciente. Su estado era estable y Rojas
confiaba en que pudiera salir de la unidad en menos de veinticuatro horas,
aunque no nos quería infundir falsas esperanzas.
Observé que las
cosas de Marina, su libro, la catedral de madera y aquella bata que no había
llegado a estrenar, estaban en la repisa de su despacho.
-¿Puedo ver a mi
hija? -preguntó Germán.
Rojas personalmente
nos acompañó a la UVI. Marina estaba atrapada en una burbuja de tubos y máquinas
de acero más monstruosa y más real que cualquiera de las invenciones de Mijail
Kolvenik.
Yacía como un
simple pedazo de carne al amparo de magias de latón.
Y entonces vi el
verdadero rostro del demonio que atormentaba a Kolvenik y comprendí su locura.
Recuerdo que Germán
rompió a llorar y que una fuerza incontrolable me sacó de aquel lugar. Corrí y
corrí sin aliento hasta llegar a unas ruidosas calles repletas de rostros
anónimos que ignoraban mi sufrimiento. Vi en torno a mí un mundo al que nada le
importaba la suerte de Marina. Un universo en el que su vida era una simple gota
de agua entre las olas. Sólo se me ocurrió un lugar al que acudir.
El viejo edificio
de las Ramblas seguía en su pozo de oscuridad. El doctor Shelley abrió la puerta
sin reconocerme. El piso estaba cubierto de escombros y hedía a viejo. El
doctor me miró con ojos desorbitados, idos. Le acompañé a su estudio y le hice
sentar junto a la ventana. La ausencia de María flotaba en el aire y quemaba.
Toda la altivez y el mal carácter del doctor se habían desvanecido. No quedaba
en él más que un pobre anciano, solo y desesperado.
Se la llevó me dijo, se la llevó...
Esperé
respetuosamente a que se tranquilizase. Finalmente alzó la vista y me
identificó. Me preguntó qué quería y se lo dije. Me observó pausadamente.
-No hay ningún
frasco más del suero de Mijail. Fueron destruidos. No puedo darte lo que no tengo.
Pero si lo tuviese, te haría un flaco favor. Y tú cometerías un error al usarlo
con tu amiga. El mismo error que cometió Mijail...
Sus palabras
tardaron en calar.
Sólo tenemos oídos
para lo que queremos escuchar, y yo no quería oír eso. Shelley sostuvo mi mirada
sin pestañear. Sospeché que había reconocido mi desesperación y los recuerdos
que le traía le asustaban. Me sorprendió a mí mismo comprobar que, si de mí
hubiese dependido, en aquel mismo instante hubiese tomado el mismo camino de
Kolvenik. Nunca más volvería a juzgarle.
-El territorio de
los seres humanos es la vida -dijo el doctor.
La muerte no nos pertenece.
Me sentía
terriblemente cansado. Quería rendirme y no sabía a qué.
Me volví para irme.
Antes de salir, Shelley me llamó de nuevo.
-¿Tú estabas allí,
verdad? -me preguntó.
Asentí.
-María murió en
paz, doctor.
Vi sus ojos
brillando en lágrimas. Me ofreció su mano y la estreché.
-Gracias.
Nunca más le volví
a ver.
A finales de
aquella misma semana, Marina recobró el conocimiento y salió de la UVI. La instalaron
en una habitación en el segundo piso que miraba hacia Horta. Estaba sola. Ya no
escribía en su libro y apenas podía inclinarse para ver su catedral casi terminada
en la ventana. Rojas pidió permiso para realizar una última batería de pruebas.
Germán consintió. Él todavía conservaba la esperanza. Cuando Rojas nos anunció
los resultados en su despacho, se le quebró la voz. Después de meses de lucha,
se hundió a la evidencia mientras Germán le sostenía y le palmeaba los hombros.
-No puedo hacer
más..., no puedo hacer más... Perdóneme... -gemía Damián Rojas.
Dos días más tarde
nos llevamos a Marina de vuelta a Sarriá. Los médicos no podían hacer ya nada por
ella. Nos despedimos de doña Carmen, de Rojas y de Lulú, que no paraba de
llorar. La pequeña Valeria me preguntó adónde nos llevábamos a mi novia, la
escritora famosa, y que si ya no le contaría más cuentos.
-A casa. Nos la
llevamos a casa.
Dejé el internado
un lunes, sin avisar ni decir a nadie adónde iba. Ni siquiera pensé que se me
echaría en falta. Poco me importaba. Mi lugar estaba junto a Marina.
La instalamos en su
cuarto. Su catedral, ya terminada, le acompañaba en la ventana. Aquél fue el mejor
edificio que jamás he construido. Germán y yo nos turnábamos para velarla las
veinticuatro horas del día. Rojas nos había dicho que no sufriría, que se apagaría
lentamente como una llama al viento.
Nunca Marina me
pareció más hermosa que en aquellos últimos días en el caserón de Sarriá. El pelo
le había vuelto a crecer, más brillante que antes, con mechas blancas de plata.
Incluso sus ojos eran más luminosos. Yo apenas salía de su habitación. Quería
saborear cada hora y cada minuto que me quedaba a su lado. A menudo pasábamos
horas abrazados sin hablar, sin movernos. Una noche, era jueves, Marina me besó
en los labios y me susurró al oído que me quería y que, pasara lo que pasara, me
querría siempre.
Murió al amanecer
siguiente, en silencio, tal como había predicho Rojas. Al alba, con las primeras
luces, Marina me apretó la mano con fuerza, sonrió a su padre y la llama de sus
ojos se apagó para siempre.
Hicimos el último
viaje con Marina en el viejo Tucker. Germán condujo en silencio hasta la playa,
tal como lo habíamos hecho meses atrás. El día era tan luminoso que quise creer
que el mar que ella tanto quería se había vestido de fiesta para recibirla.
Aparcamos entre los árboles y bajamos a la orilla para esparcir sus cenizas.
Al regresar,
Germán, que se había quebrado por dentro, me confesó que se sentía incapaz de
conducir hasta Barcelona. Abandonamos el Tucker entre los pinos.
Unos pescadores que
pasaban por la carretera se avinieron a acercarnos a la estación del tren.
Cuando llegamos a la estación de Francia, en Barcelona, hacía siete días que yo había desaparecido. Me parecía que habían
pasado siete años.
Me despedí de
Germán con un abrazo en el andén de la estación.
Al día de hoy,
desconozco cuál fue su rumbo o su suerte. Ambos sabíamos que no podríamos
volver a mirarnos a los ojos sin ver en ellos a Marina. Le vi alejarse, un trazo
desvaneciéndose en el lienzo del tiempo. Poco después un policía de paisano me
reconoció y me preguntó si mi nombre era Oscar Drai.
Epílogo
La Barcelona de mi
juventud ya no existe. Sus calles y su luz se han marchado para siempre y ya
sólo viven en el recuerdo. Quince años después regresé a la ciudad y recorrí
los escenarios que ya creía desterrados de mi memoria. Supe que el caserón de
Sarriá fue derribado. Las calles que lo rodeaban forman ahora parte de una autovía
por la que, dicen, corre el progreso. El viejo cementerio sigue allí, supongo,
perdido en la niebla. Me senté en aquel banco de la plaza que tantas veces había
compartido con Marina. Distinguí a lo lejos la silueta de mi antiguo colegio,
pero no me atreví a acercarme a él. Algo me decía que, si lo hacía, mi juventud
se evaporaría para siempre. El tiempo no nos hace más sabios, sólo más cobardes.
Durante años he
huido sin saber de qué. Creí que, si corría más que el horizonte, las sombras
del pasado se apartarían de mi camino.
Creí que, si ponía
suficiente distancia, las voces de mi mente se acallarían para siempre. Volví
por fin a aquella playa secreta frente al Mediterráneo. La ermita de Sant Elm
se alzaba a lo lejos, siempre vigilante. Encontré el viejo Tucker de mi amigo
Germán.
Curiosamente, sigue
allí, en su destino final entre los pinos.
Bajé a la orilla y
me senté en la arena, donde años atrás había esparcido las cenizas de Marina. La
misma luz de aquel día encendió el cielo y sentí su presencia, intensa.
Comprendí que ya no podía ni quería huir más. Había vuelto a casa.
En sus últimos días
prometí a Marina que, si ella no podía hacerlo, yo acabaría esta historia. Aquel
libro en blanco que le regalé me ha acompañado todos estos años. Sus palabras
serán las mías.
No sé si sabré
hacer justicia a mi promesa. A veces dudo de mi memoria y me pregunto si únicamente
seré capaz de recordar lo que nunca sucedió.
Marina, te llevaste
todas las respuestas contigo.
FIN DE “MARINA”
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