Retrato de Cervantes

Retrato de Cervantes
Retrato pintado por Jáuregui a partir de la autodescripción que hace Cervantes en las "Novelas ejemplares"

divendres, 23 de desembre del 2011

Deberes de Navidad para 2º B

1. Lee el cuento "En una noche así".
2. Resume el cuento en un texto de entre noventa y cien palabras. Evidentemente, es un ejercicio de síntesis complejo, pero por se hace como deberes de Navidad.
3. Caracteriza a los personajes que aparecen en el cuento y responde las siguientes preguntas: ¿qué tipo de personajes aparecen en el cuento (son triunfadores o perdedores)?  ¿Qué tienen en común? ¿Se describe la Navidad como una época triste o feliz? Justifica tu respuesta. Todas las respuestas deben incluir la pregunta.
4. Escribe cinco determinantes, cinco verbos, dos pronombres y tres formas verbales que aparezcan en la primera página del cuento. Analiza las formas verbales.

¡FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO NUEVO!


dilluns, 19 de desembre del 2011

Verbos impersonales

1. Determina el sujeto y el predicado de las siguientes oraciones. 2. Identifica los núcleos del sujeto y del predicado y si el predicado es nominal o verbal. 3. Identifica los atributos en el caso de los predicados nominales. Recuerda que los verbos impersonales no tienen sujeto.

1. Hay 6 minutos de penalización por el momento.
2. Los libros de aventuras me entusiasman.
3. "Tonto" y "cateto" vienen a ser sinónimos.
4. ¡Están copiando!
5. ¿Sandra está callada?
6. Nadie no entiende las perífrasis.
7. Mar está enfadada.
8, Están castigados mañana.
9. La agenda de Kiko está repleta de notas.
10. Raquel no vino el jueves a clase.








Sujeto, predicado, atributo.


1.    Determina el sujeto y el predicado de las siguientes oraciones; clasifica el predicado según sea nominal o verbal e identifica los atributos:

1.    Juan debe de ser abogado.
2.    Las flores rojas no me gustan.
3.    El Barça lleva ganados trece títulos.
4.    Vamos a ir a Palma estas Navidades.
5.    Un blog viene a ser una página web.
6.    El bebé estaba helado.

dimecres, 14 de desembre del 2011

Perífrasis (II)

Subraya las perífrasis de las siguientes oraciones, determina a qué tipo pertenecen y cuál es su significado:

1. Se puso a gritar al final de la clase.
2. Tengo comprados los regalos de Navidad.
3. Andamos corriendo todo el día detrás de los morosos.
4. Acabó de hacer los deberes a las 10.
5. Debe de ser una llamada muy importante porque se ha ido de la reunión.
6. Debes llamarlo a las 6 porque está reunido ahora.
7. Miguel tiene que abonar dos mil quinientos treinta y dos euros.
8. Los alumnos de segundo están estudiando las perífrasis.
9. Las gafas vinieron a costar cien euros.
10. Mi hijo tiene que llevar gafas.







dimarts, 13 de desembre del 2011

PERÍFRASIS VERBALES

1. Recuerda que una perífrasis verbal es una forma verbal múltiple (compuesta por más de una palabra). Las perífrasis siempre están compuestas por una forma verbal personal (conjugada) más un infinitivo, gerundio o participio. En algunos casos las dos formas pueden estar unidas por una conjunción o preposición. Las perífrasisis verbales tienen significados o valores fijos (obligación, probabilidad, comienzo de acción, fin de acción, etc.).

Determina las perífrasis que aparecen en las siguientes oraciones:

1, Kiko debe de ser muy tímido.
2. Ojalá fuese andando cada día al trabajo.
3. Acabo de amonestar de nuevo a Sergi.
4. Iván se puso a saltar en medio de la clase.
5. Llevo escritas cinco oraciones.
6. Viene a costar mil trescientos cuarenta y dos euros.
7. Debéis hablar menos.
8. Dejó hechos los macarrones.
9. Llevo escritas tres notas en la agenda.
10. Anda pensando en los ejercicios del control.









dilluns, 12 de desembre del 2011

Vídeo e imágenes de la exposición en Caixa Fórum sobre Sagnier

Sagnier podría, no lo fue, haber sido coétaneo del padre de Marina, de Sentís, de Kolvenic, etc. A través del vídeo y de las fotografías podéis introduciros en el espíritu de la época.

Página web

TIPOS DE PREDICADO


Tipos de predicado

1.       Predicado nominal: verbos “ser”, “estar”, “parecer”, “constituir”, “representar”.  Son los denominados verbos copulativos. Siempre que un verbo sea copulativo se podrá sustituir por “ser” o “estar”:

Sujeto
Predicado nominal
La violencia juvenil de las áreas metropolitanas
constituye (es) uno de los grandes problemas de nuestra sociedad.
Juan
es médico.
Carlos
es vago.
Anna
está callada.

Los verbos copulativos siempre llevan un complemento denominado ATRIBUTO. El atributo es un sustantivo, adjetivo (lo más común) o un sintagma preposicional. Se puede sustituir por el pronombre LO.

2.       Predicado verbal: su núcleo es un verbo predicativo (el resto de verbos que no son copulativos).

Sujeto
Predicado verbal
Los alumnos
copian los apuntes de la pizarra.
Demasiados alumnos
han llegado tarde hoy.

dissabte, 10 de desembre del 2011

FORMAS IMPERSONALES DEL VERBO "HABER"


Las formas impersonales del verbo haber siempre se conjugan en tercera persona del singular.

Completa las siguientes oraciones con la forma adecuada del verbo haber. Recuerda que siempre deberán estar conjugadas en singular:
1.       __________ muchos seguidores blanquinegros en el entrenamiento de ayer.
2.       __________ una vez dos reyes enemigos que se enfrentaron en una batalla.
3.       ¿_________ muchos alumnos suspendidos al final del curso?
4.       __________ muchos menos alumnos suspendidos, si estudiasen más cada día.
5.       __________ tres reuniones en las últimas semanas.
6.       Cuando __________ manzanas en el mercado, cómprame dos kilos.
7.       Cuando era pequeña, __________ pocas calles iluminadas.
8.       __________ que estudiar cada día.
9.       __________ quejas en la última reunión por el comportamiento de los alumnos de segundo.
10.   Mañana __________ dos reuniones por la tarde.

Blog muy interesante

Perífrasis

divendres, 9 de desembre del 2011

"Marina": capítulos del 20 al epílogo


Capítulo 20

Seguí el rastro de Claret hasta una calle oculta tras la catedral. Una tienda de máscaras marcaba la esquina. Me acerqué al escaparate y sentí la mirada vacía de los rostros de papel. Me incliné a echar un vistazo. Claret se había detenido a una veintena de metros, junto a una trampilla de bajada a las alcantarillas. Forcejeaba con la pesada tapa de metal.
Cuando consiguió que cediera, se internó en aquel agujero. Sólo entonces me acerqué. Escuché pasos en los escalones de metal, descendiendo, y vi el reflejo de un rayo de luz. Me deslicé hasta la boca de las alcantarillas y me asomé.
Una corriente de aire viciado ascendía por aquel pozo. Permanecí allí hasta que los pasos de Claret se hicieron inaudibles y las tinieblas devoraron la luz que él llevaba.
Era el momento de telefonear al Inspector Florián.

Distinguí las luces de una bodega que cerraba muy tarde o abría muy pronto. El establecimiento era una celda que apestaba a vino y ocupaba el semisótano de un edificio que no tendría menos de trescientos años. El bodeguero era un hombre de tinte avinagrado y ojos diminutos que lucía lo que me pareció un birrete militar. Alzó las cejas y me miró con disgusto. A su espalda, la pared estaba decorada con banderines de la división azul, postales del Valle de los Caídos y un retrato de Mussolini.
-Largo  -espetó. No abrimos hasta las cinco.
-Sólo quiero llamar por teléfono. Es una emergencia.
-Vuelve a las cinco.
-Si pudiese volver a las cinco, no sería una emergencia... Por favor. Es para llamar a la policía.
El bodeguero me estudió cuidadosamente y por fin me señaló un teléfono en la pared.
-Espera que te ponga línea. ¿Tienes con qué pagar, no?
-Claro  -mentí.

El auricular estaba sucio y grasiento. Junto al teléfono había un platillo de vidrio con cajetillas de cerillas impresas con el nombre del establecimiento y un águila imperial. Bodega Valor, ponía. Aproveché que el bodeguero estaba de espaldas conectando el contador y me llené los bolsillos con las cajetillas de fósforos. Cuando el bodeguero se volvió, le sonreí con bendita inocencia. Marqué el número que Florián me había dado y escuché  la señal de llamada una y otra vez, sin respuesta. Empezaba a temer que el camarada insomne del inspector hubiese caído dormido bajo los boletines de la BBC cuando alguien levantó el aparato al otro lado de la línea.
-Buenas noches, disculpe que le moleste a estas horas  -dije.
Necesito hablar urgentemente con el inspector Florián. Es una emergencia. Él me dio este número por si...
-¿Quién le llama?
-Oscar Drai.
-¿Oscar qué?
Tuve que deletrear mi apellido pacientemente.
-Un momento. No sé si Florián está en su casa. No veo luz.
¿Puede esperar?
Miré al dueño del bar, que secaba vasos a ritmo marcial bajo la gallarda mirada del "Duce".
-Sí  -dije osadamente.

La espera se hizo interminable. El bodeguero no dejaba de mirarme como si fuese un criminal fugado. Probé a sonreírle. No se inmutó.
-¿Me podría servir un café con leche?  pregunté. Estoy helado.
-No hasta las cinco.
-¿Me puede decir qué hora es, por favor?  -indagué.
-Aún falta para las cinco  -replicó. ¿Seguro que has llamado a la policía?
-A la benemérita, para ser exactos  improvisé.
Al fin, oí la voz de Florián. Sonaba despierto y alerta.
-¿Oscar? ¿Dónde estás?
Le relaté tan rápido como pude lo esencial. Cuando le expliqué lo del túnel de la alcantarilla, noté que se ponía tenso.
-Escúchame bien, Oscar. Quiero que me esperes ahí y no te muevas hasta que yo llegue. Cojo un taxi en un segundo. Si pasa algo, echas a correr. No pares hasta llegar a la comisaría de Vía Layetana. Allí preguntas por Mendoza. Él me conoce y es de confianza. Pero pase lo que pase,  ¿me entiendes?, pase lo que pase no bajes a esos túneles. ¿Está claro?
-Como el agua.
-Estoy ahí en un minuto.
La línea se cortó.

-Son sesenta pesetas  -sentenció el bodeguero a mi espalda de inmediato. Tarifa nocturna.
-Le pago a las cinco, mi general  -le solté con flema.
Las bolsas que le colgaban bajo los ojos se le tiñeron de color Rioja.
-Mira, niñato, que te parto la cara, ¿eh?  amenazó, furioso.
Me largué a escape antes de que consiguiera salir de detrás de la barra con su porra reglamentaria antidisturbios. Esperaría a Florián junto a la tienda de máscaras.
“No podía tardar mucho”, -me dije.

Las campanas de la catedral dieron las cuatro de la madrugada. Los signos de la fatiga empezaban a rondarme como lobos hambrientos.
Caminé en círculos para combatir el frío y el sueño. Al poco rato escuché  unos pasos sobre el empedrado de la calle. Me giré para recibir a Florián, pero la silueta que vi que no casaba con la del viejo policía, era una mujer.
Instintivamente me escondí, temiendo que la dama de negro hubiese  
venido a mi encuentro. La sombra se recortó en la calle y la mujer cruzó frente a mí sin verme. Era María, la hija del doctor Shelley.
Se aproximó hasta la boca del túnel y se inclinó a mirar al abismo. Llevaba en la mano un frasco de vidrio. Su rostro brillaba bajo la luna, transfigurado.
Sonreía. Supe al instante que algo estaba mal. Fuera de lugar. Hasta se me pasó por la cabeza que estaba bajo algún tipo de trance y que había caminado sonámbula hasta allí. Era la única explicación que se me ocurría. Prefería aquella absurda hipótesis que contemplar otras alternativas. Pensé en acercarme a ella, llamarla por su nombre, cualquier cosa. Me armé de valor y di un paso al frente. Apenas lo hice, María se volvió con una rapidez y una agilidad felinas, como si hubiese olido mi presencia en el aire. Sus ojos brillaron en el callejón y la mueca que se dibujó en su rostro me heló la sangre.
-Vete  -murmuró con una voz desconocida.
-¿María?  -articulé, desconcertado.
Un segundo después, saltó al interior del túnel. Corrí hasta el borde esperando ver el cuerpo de María Shelley destrozado. Un haz de luna cruzó fugazmente sobre el pozo. El rostro de María brilló en el fondo.
María  grité. ¡Espere!

Descendí tan rápido como pude las escaleras. Un hedor fétido y penetrante me asaltó tan pronto hube recorrido un par de metros. La esfera de claridad en la superficie fue disminuyendo de tamaño. Busqué una de las cajetillas de fósforos y prendí uno. La visión que me descubrió era fantasmal.
Un túnel circular se perdía en la negrura. Humedad y podredumbre. Chillidos de ratas. Y el eco infinito del laberinto de túneles bajo la ciudad. Una inscripción recubierta de mugre en la pared rezaba:
  
Colector sector IV/nivel 2 -  Tramo 66

Al otro lado del túnel, el muro estaba caído. El subsuelo había invadido parte del colector. Se podían apreciar diferentes estratos de antiguos niveles de la ciudad, apilados uno sobre otro.
Contemplé los cadáveres de viejas Barcelonas sobre las que se erguía la nueva ciudad. El escenario donde Sentís había encontrado la muerte. Encendí otra cerilla. Reprimí las náuseas que me ascendían por la garganta y avancé unos metros en la dirección de las pisadas.
-¿María?
Mi voz se transformó en un eco espectral cuyo efecto me heló la sangre; decidí cerrar la boca. Observé decenas de diminutos puntos rojos que se movían como insectos sobre un estanque. Ratas. La llama de las cerillas que no dejaba de encender las mantenía a una prudencial distancia.
Vacilaba si continuar adentrándome más o no, cuando oí una voz lejana. Miré por última vez hacia la entrada de la calle. Ni rastro de Florián. Escuché aquella voz de nuevo. Suspiré y puse rumbo a las tinieblas.

El túnel por el que avanzaba me hizo pensar en el tracto intestinal de una bestia. El suelo estaba recubierto por un arroyo de aguas fecales. Avancé sin más claridad que la que provenía de los fósforos. Empalmaba uno con otro, sin dejar que la oscuridad me rodease por completo. A medida que me adentraba en el laberinto mi olfato se fue acomodando al olor de las cloacas. Advertí también que la temperatura iba ascendiendo. Una humedad pegajosa se adhería a la piel, la ropa y el pelo.
Unos metros más allá, brillando sobre los muros, distinguí una cruz
pintada burdamente en rojo. Otras cruces similares marcaban las paredes. Me pareció ver algo brillar en el suelo. Me arrodillé a examinarlo y comprobé que se trataba de una fotografía. Reconocí la imagen al instante. Era uno de los retratos del álbum que habíamos encontrado en el invernadero. Había más fotografías en el suelo. Todas ellas provenían del mismo lugar. Algunas estaban desgarradas. Veinte pasos más adelante encontré el álbum, prácticamente destrozado.

Lo tomé y pasé las páginas vacías.
Parecía como si alguien hubiese estado buscando algo en él y, al no encontrarlo, lo hubiera hecho trizas con rabia.
Me hallaba en una encrucijada, una especie de cámara de distribución o convergencia de conductos. Alcé la vista y vi que la boca de otro pasadizo se abría justo sobre el punto donde yo me encontraba.

Creí identificar una rejilla. Alcé la cerilla hacia allí pero una bocanada de aire cenagoso que exhaló uno de los colectores extinguió la llama. En ese momento escuché algo desplazarse, lentamente, rozando los muros, gelatinoso. Sentí un escalofrío en la base de la nuca. Busqué otra cerilla en la oscuridad y traté de encenderla a ciegas, pero la llama no me prendía. Esta vez estaba seguro: algo se movía en los túneles, algo vivo que no eran ratas. Noté que me ahogaba. La pestilencia del lugar me golpeó brutalmente las fosas nasales. Un fósforo prendió en mis manos por fin. Al principio la llama me cegó. Luego vi algo reptando a mi encuentro. Desde todos los túneles. Unas figuras indefinidas se arrastraban como arañas por los conductos. La cerilla cayó de mis dedos temblorosos. Quise echar a correr, pero tenía los músculos clavados.
De repente, un rayo de luz rebanó las sombras, atrapando una visión fugaz de lo que me pareció un brazo extendiéndose hacia mí.
-¡Oscar!

El inspector Florián corría en mi dirección. En una mano sostenía una linterna. En la otra, un revólver. Florián me alcanzó y barrió todos los rincones con el haz de la linterna. Ambos escuchamos el sonido escalofriante de aquellas siluetas retirándose, huyendo de la luz. Florián sostenía la pistola en alto.
-¿Qué era eso?
Quise responder, pero me falló la voz.
-¿Y qué demonios haces aquí abajo?
- Colector sector IvMaría...  articulé.
-¿Qué?
-Mientras le esperaba, vi a María Shelley lanzarse a las cloacas y...
-¿La hija de Shelley?  -preguntó Florián, desconcertado. ¿Aquí?
-Sí.
-¿Y Claret?
-No lo sé. He seguido el rastro de pisadas hasta aquí...

Florián inspeccionó los muros que nos rodeaban. Una compuerta de hierro cubierta de óxido quedaba en un extremo de la galería. Frunció el ceño y se aproximó lentamente hacia allí. Me pegué a él.
-¿Son éstos los túneles donde encontraron a Sentís?
Florián asintió en silencio, señalando hacia el otro extremo del túnel.
Esta red de colectores se extiende hasta el antiguo mercado del Borne. Sentís fue encontrado allí, pero había signos de que el cuerpo había sido arrastrado.
-Es allí donde está la vieja fábrica de la Velo Granell, ¿no?
Florián asintió de nuevo.
-¿Cree usted que alguien está utilizando estos pasadizos subterráneos para moverse bajo la ciudad, desde la fábrica a...?
-Toma, sostén la linterna  -me cortó Florián. Y esto.
"Esto" era su revólver. Se lo aguanté mientras él forzaba la compuerta de metal. El arma pesaba más de lo que había supuesto. Coloqué el dedo en el gatillo y la contemplé a la luz. Florián me lanzó una mirada asesina.
-No es un juguete, cuidado.
Ve haciendo el tonto y una bala te reventará la cabeza como si fuese una sandía.
La compuerta cedió. El hedor que se escapó del interior era indescriptible. Dimos unos pasos atrás, combatiendo la náusea.
-¿Qué diablos hay ahí dentro?  exclamó Florián.
Sacó un pañuelo y se cubrió la boca y la nariz con él. Le tendí su arma y sostuve la linterna.
Florián empujó la compuerta de una patada. Enfoqué hacia el interior. La atmósfera era tan espesa que apenas se distinguía nada. Florián tensó el percutor y avanzó hacia el umbral.
-Quédate ahí  me ordenó.

Ignoré sus palabras y avancé hasta la entrada de la cámara.
-¡Dios santo!...  escuché  exclamar a Florián.
Sentí que me faltaba el aire. Era imposible aceptar la visión que se ofrecía a nuestros ojos. Atrapados en las tinieblas, colgando de garfios herrumbrosos, había docenas de cuerpos inertes, incompletos. Sobre dos grandes mesas yacían en un caos completo unas extrañas herramientas: piezas de metal, engranajes y mecanismos construidos en madera y acero. Una colección de frascos reposaba en una vitrina de cristal, un juego de jeringas hipodérmicas y un muro repleto de instrumentos quirúrgicos sucios, ennegrecidos.
-¿Qué es esto?  -murmuró Florián, tenso.
Una figura de madera y piel, de metal y hueso yacía sobre una de las mesas como un macabro juguete inacabado. Representaba a un niño con ojos redondos de reptil; una lengua bífida asomaba entre sus labios negros. Sobre la frente, marcado a fuego, se podía ver claramente el símbolo de la mariposa.
-Es su taller... Aquí es donde los crea...  -se me escapó en voz alta.
Y entonces los ojos de aquel muñeco infernal se movieron. Giró la cabeza. Sus entrañas producían el sonido de un reloj al ajustarse.
Sentí sus pupilas de serpiente posarse sobre las mías. La lengua bífida se relamió los labios. Nos estaba sonriendo.
-Salgamos de aquí  -dijo Florián. ¡Ahora mismo!

Regresamos a la galería y cerramos la compuerta a nuestras espaldas. Florián respiraba entrecortadamente. Yo no podía ni hablar. Tomó la linterna de mis manos temblorosas e inspeccionó el túnel. Mientras lo hacía, pude ver una gota atravesar el haz de luz.
Y otra. Y otra más. Gotas brillantes de color escarlata. Sangre. Nos miramos en silencio. Algo estaba goteando desde el techo.
Florián me indicó que me retirase unos pasos con un gesto y dirigió el haz de luz hacia arriba. Vi cómo el rostro de Florián palidecía y su mano firme empezaba a temblar.
-Corre  -fue lo único que me dijo. ¡Vete de aquí!
Alzó el revólver después de lanzarme una última mirada. Leí en ella primero terror y después la rara certeza de la muerte. Despegó los labios para decir algo más, pero jamás llegó a brotar sonido alguno de su boca. Una figura oscura se precipitó sobre él y le golpeó antes de que pudiera mover un músculo. Sonó un disparo, un estallido ensordecedor rebotando contra la pared. La linterna fue a parar a una corriente de agua. El cuerpo de Florián salió despedido contra el muro con tal fuerza que abrió una brecha en forma de cruz en las baldosas ennegrecidas. Tuve la certeza de que estaba muerto antes de que se desprendiese de la pared y cayese al suelo, inerte.

Eché a correr buscando desesperadamente el camino de vuelta. Un aullido animal inundó los túneles. Me volví. Una docena de figuras reptaba desde todos los ángulos.
Corrí como no lo había hecho en la vida, escuchando la jauría invisible aullar a mi espalda, tropezando. La imagen del cuerpo de Florián incrustado en la pared seguía clavada en mi mente.
Estaba cerca de la salida cuando una silueta saltó al frente, apenas unos metros más allá, impidiéndome alcanzar las escaleras de subida. Me detuve en seco. La luz que se filtraba me mostró el rostro de un arlequín. Dos rombos negros cubrían su mirada de cristal y unos labios de madera pulida mostraban colmillos de acero. Di un paso atrás. Dos manos se posaron sobre mis hombros. Unas uñas me rasgaron la ropa. Algo me rodeó el cuello.
Era viscoso y frío. Sentí el nudo cerrarse, cortándome la respiración. Mi visión empezó a desvanecerse. Algo me agarró los tobillos. Frente a mí, el arlequín se arrodilló y extendió las manos hacia mi cara. Creí que iba a perder el conocimiento. Recé por que así fuese. Un segundo más tarde, aquella cabeza de madera, piel y metal estalló en pedazos.
El disparo provenía de mi derecha. El estruendo se me clavó en los tímpanos y el olor a pólvora impregnó el aire. El arlequín se desmoronó a mis pies. Hubo un segundo disparo. La presión sobre mi garganta desapareció y caí de bruces. Sólo percibía el olor intenso de la pólvora. Noté que alguien tiraba de mí. Abrí los ojos y atiné a ver cómo un hombre se inclinaba sobre mí y me alzaba.

Percibí de pronto la claridad del día y mis pulmones se llenaron de aire puro. Después perdí el conocimiento. Recuerdo haber soñado con cascos de caballos repicando mientras unas campanas resonaban sin cesar.







Capítulo 21

La habitación en la que desperté me resultó familiar. Las ventanas estaban cerradas y una claridad diáfana se filtraba desde los postigos. Una figura se alzaba a mi lado, observándome en silencio.
Marina.
-Bienvenido al mundo de los vivos.
Me incorporé de golpe. La visión se me nubló al instante y sentí astillas de hielo taladrándome el cerebro. Marina me sostuvo mientras el dolor se apagaba lentamente.
-Tranquilo  -me susurró.
-¿Cómo he llegado aquí...?
-Alguien te trajo al amanecer. En un carruaje. No dijo quién era.
-Claret...  -murmuré, mientras las piezas empezaban a encajar en mi mente.
Era Claret quien me había sacado de los túneles y quien me había traído de nuevo al caserón de Sarriá. Comprendí que le debía la vida.
-Me has dado un susto de muerte. ¿Dónde has estado? He pasado toda la noche esperándote. No vuelvas a hacerme algo así en la vida, ¿me oyes?
Me dolía todo el cuerpo, incluso al mover la cabeza para asentir.
Me tendí de nuevo. Marina me acercó un vaso de agua fresca a los labios. Me lo bebí de un trago.
-¿Quieres más, verdad?
Cerré los ojos y la oí llenar de nuevo el vaso.
-¿Y Germán?  le pregunté.
-En su estudio. Estaba preocupado por ti. Le he dicho que algo te había sentado mal.
-¿Y te ha creído?
-Mi padre cree todo lo que yo le digo  -repuso Marina, sin malicia.
Me tendió el vaso de agua.
-¿Qué hace tantas horas en su estudio si ya no pinta?
Marina me tomó la muñeca y comprobó mi pulso.
-Mi padre es un artista  -dijo luego. Los artistas viven en el futuro o en el pasado; nunca en el presente. Germán vive de recuerdos. Es todo cuanto tiene.
-Te tiene a ti.
-Yo soy el mayor de sus recuerdos  -dijo mirándome a los ojos. Te he traído algo para comer. Tienes que reponer fuerzas.
Negué con la mano. La sola idea de comer me producía náuseas.
Marina me puso una mano en la nuca y me sostuvo mientras bebía de nuevo. El agua fría, limpia sabía a bendición.
-¿Qué hora es?
-Media tarde. Has dormido casi ocho horas.
Me posó la mano en la frente y la dejó allí unos segundos.
-Al menos ya no tienes fiebre.
Abrí los ojos y sonreí. Marina me observaba seria, pálida.
-Delirabas. Hablabas en sueños...
-¿Qué decía?
-Tonterías.
Me llevé los dedos a la garganta. La sentía dolorida.
-No te toques  -dijo Marina, apartándome la mano. Tienes una buena herida en el cuello. Y cortes en los hombros y la espalda. ¿Quién te ha hecho eso?
-No lo sé...
Marina suspiró, impaciente.
-Me tenías muerta de miedo.
-No sabía qué hacer. Me acerqué a una cabina para llamar a Florián, pero me dijeron en el bar que tú acababas de llamar y que el inspector había salido sin decir adónde iba. Volví a llamar poco antes del amanecer y aún no había vuelto...
-Florián está muerto.  -advertí que la voz se me rompía al pronunciar el nombre del pobre inspector. Ayer por la noche volví al cementerio otra vez  -empecé.
-Tú estás loco  -me interrumpió Marina.

Probablemente tenía razón. Sin mediar palabra, me ofreció un tercer vaso de agua. Lo apuré hasta la última gota. Luego, lentamente, le expliqué lo que había sucedido la noche anterior. Al finalizar mi relato Marina se limitó a mirarme en silencio. Me pareció que le preocupaba algo más, algo que no tenía nada que ver con todo cuanto le había explicado. Me instó a que comiese lo que me había traído, con hambre o sin ella. Me ofreció pan con chocolate y no me quitó ojo de encima hasta que no di pruebas de engullir casi media pastilla y un panecillo del tamaño de un taxi. El latigazo de azúcar en la sangre no se hizo esperar y pronto me sentí revivir.
-Mientras dormías yo también he estado jugando a los detectives  -dijo Marina, señalando un grueso tomo encuadernado en piel sobre la mesita.
Leí el título en el lomo. -¿Te interesa la entomología?
-Bichos  -aclaró Marina. He encontrado a nuestra amiga la mariposa negra.
-Teufel...
-Una criatura adorable. Vive en túneles y sótanos, alejada de la luz. Tiene un ciclo de vida de catorce días. Antes de morir, entierra su cuerpo en los escombros y, a los tres días, una nueva larva nace de él.
-¿Resucita?
-Podríamos llamarlo así.
-¿Y de qué se alimenta?  -pregunté. En los túneles no hay flores, ni polen...
-Se come a sus crías  -precisó Marina. Está todo ahí. Vidas ejemplares de nuestros primos los insectos.

Marina se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. El sol invadió la habitación. Pero ella se quedó allí, pensativa. Casi podía oír girar los engranajes de su cerebro.
-¿Qué sentido tendría atacarte para recuperar el álbum de fotografías y luego abandonarlas?
-Probablemente quien me atacó buscaba algo que había en ese álbum.
-Pero fuera lo que fuese, ya no estaba allí...  -completó Marina.
-El doctor Shelley...  -dije, recordando súbitamente.
Marina me miró, sin comprender.
-Cuando fuimos a verle, le mostramos la imagen en que aparecía él en su consulta  dije.
-¡Y se la quedó!...
-No sólo eso. Cuando nos íbamos, le vi echarla al fuego.
-¿Por qué destruiría Shelley esa fotografía?
-Quizá mostraba algo que no quería que nadie viese...  -apunté, saltando de la cama.
-¿Adónde crees que vas?
-A ver a Luis Claret  -repliqué. Él es quien conoce la clave de todo este asunto.
-Tú no sales de esta casa en veinticuatro horas  -objetó Marina, apoyándose contra la puerta. El inspector Florián dio su vida para que tuvieses la oportunidad de escapar.
-En veinticuatro horas, lo que se esconde en esos túneles habrá venido a buscarnos si no hacemos algo para detenerlo  -dije. Lo mínimo que se merece Florián es que le hagamos justicia.
-Shelley dijo que a la muerte poco le importa la justicia  -me recordó Marina. Quizá tenía razón.
-Quizás  -admití. Pero a nosotros sí nos importa.

Cuando llegamos a los límites del Raval, la niebla inundaba los callejones, teñida por las luces de tugurios y tascas harapientas. Habíamos dejado atrás el amigable bullicio de las Ramblas y nos adentrábamos en el pozo más miserable de toda la ciudad. No había ni  rastro de turistas o curiosos. Miradas furtivas nos seguían desde portales malolientes y ventanas cortadas sobre fachadas que se deshacían como arcilla. El eco de televisores y radios se elevaba entre los cañones de pobreza, sin llegar jamás a rebasar los tejados.
La voz del Raval nunca llega al cielo.

Pronto, entre los resquicios de edificios cubiertos por décadas de mugre, se adivinó la silueta oscura y monumental de las ruinas del Gran Teatro Real. En la punta, como una veleta, se recortaba la silueta de una mariposa de alas negras. Nos detuvimos a contemplar aquella visión fantástica. El edificio más delirante erigido en Barcelona se descomponía como un cadáver en un pantano.
Marina señaló hacia las ventanas iluminadas en el tercer piso del anexo al teatro. Reconocí la entrada de las caballerizas. Aquélla era la vivienda de Claret.

Nos dirigimos hacia el portal. El interior de la escalera todavía estaba encharcado por el aguacero de la noche pasada. Empezamos a ascender los peldaños gastados y oscuros.
-¿Y si no quiere recibirnos? -me preguntó Marina, turbada.
-Probablemente nos espera  -se me ocurrió.
Al llegar al segundo piso observé que Marina respiraba pesadamente y con dificultad. Me detuve y vi que su rostro palidecía.
-¿Estás bien?
-Un poco cansada  -respondió con una sonrisa que no me convenció. Andas demasiado deprisa para mí.
La tomé de la mano y la guíe hasta el tercer piso, peldaño a peldaño.

Nos detuvimos frente a la puerta de Claret. Marina respiró profundamente. Le temblaba el pecho al hacerlo.
-Estoy bien, de verdad  -dijo, adivinando mis temores. Anda, llama. No me has traído hasta aquí para visitar el vecindario, espero.
Golpeé la puerta con los nudillos. Era madera vieja, sólida y gruesa como un muro. Llamé de nuevo. Pasos lentos se acercaron al umbral. La puerta se abrió y Luis Claret, el hombre que me había salvado la vida, nos recibió.
-Pasad  se limitó a decir, volviéndose hacia el interior del piso.
Cerramos la puerta a nuestra espalda. El piso era oscuro y frío. La pintura pendía del techo como la piel de un reptil. Lámparas sin bombillas criaban nidos de arañas. El mosaico de baldosas a nuestros pies estaba quebrado. Por aquí  llegó la voz de Claret desde el interior del piso.
Seguimos su rastro hasta una sala apenas iluminada por un brasero. Claret estaba sentado frente a los carbones encendidos, mirando las brasas en silencio. Las paredes estaban cubiertas de viejos retratos, gentes y rostros de otras épocas. Claret alzó la mirada hacia nosotros. Tenía los ojos claros y penetrantes, el pelo plateado y la piel de pergamino. Decenas de líneas marcaban el tiempo en su rostro, pero a pesar de su edad avanzada desprendía un aire de fortaleza que muchos hombres treinta años más jóvenes habrían querido para sí. Un galán de vodevil envejecido al sol, con dignidad y estilo.
-No tuve oportunidad de darle las gracias. Por salvarme la vida.
-No es a mí a quien tienes que darle las gracias. ¿Cómo me habéis encontrado?
-El inspector Florián nos habló de usted  -se adelantó Marina. Nos explicó que usted y el doctor Shelley fueron las dos únicas personas que estuvieron hasta el último momento con Mijail Kolvenik  y Eva Irinova. Dijo que usted nunca los abandonó. ¿Cómo conoció a Mijail Kolvenik ?
Una débil sonrisa afloró en los labios de Claret.
-El señor Kolvenik  llegó a esta ciudad con una de las peores heladas del siglo  explicó. Solo, hambriento y acosado por el frío, buscó refugio en el portal de un antiguo edificio para pasar la noche. Apenas tenía unas monedas con qué poder comprar quizás algo de pan o café caliente. Nada más.
Mientras sopesaba qué hacer, descubrió que había alguien más en aquel portal. Un niño de no más de cinco años, envuelto en harapos, un mendigo que había corrido a refugiarse allí al igual que él. Kolvenik  y el niño no hablaban el mismo idioma, así que a duras penas se entendían. Pero Kolvenik  le sonrió y le dio su dinero, indicándole con gestos que lo utilizase para comprar comida. El pequeño, sin poder creer lo que estaba sucediendo, corrió a comprar una hogaza de pan en una panadería que estaba abierta toda la noche junto a la Plaza Real. Volvió al portal para compartir el pan con el desconocido, pero vio cómo la policía se lo llevaba.
En el calabozo sus compañeros de celda le dieron una paliza brutal. Durante todos los días que Kolvenik  estuvo en el hospital de la cárcel, el niño esperó a la puerta, como un perro sin amo. Cuando Kolvenik  salió a la calle dos semanas después, cojeaba.
El chiquillo estaba allí para sostenerle. Se convirtió en su guía y se juró que nunca abandonaría a aquel hombre que, en la peor noche de su vida, le había cedido cuanto tenía en el mundo... Aquel niño era yo.

Claret se incorporó y nos indicó que le siguiéramos a través de un estrecho pasillo que conducía a una puerta. Extrajo una llave y la abrió. Al otro lado, había otra puerta idéntica y entre ambas, una pequeña cámara.
Para paliar la oscuridad que reinaba allí, Claret encendió una vela. Con otra llave, abrió la segunda puerta. Una corriente de aire inundó el pasillo e hizo silbar la llama del cirio. Sentí que Marina asía mi mano al tiempo que cruzábamos al otro lado. Una vez allí, nos detuvimos. La visión que se abría ante nosotros era fabulosa. El interior del Gran Teatro Real.

Pisos y pisos se alzaban hacia la gran cúpula. Los cortinajes de terciopelo pendían de los palcos, ondeando en el vacío. Grandes lámparas de cristal esperaban, sobre el patio de butacas, infinito y desierto, una conexión eléctrica que nunca llegó. Nos encontrábamos en una entrada lateral del escenario. Sobre nosotros, la tramoya ascendía hacia el infinito, un universo de telones, andamios, poleas y pasarelas que se perdía en las alturas.
-Por aquí  -indicó Claret, guiándonos.
 Cruzamos el escenario. Algunos instrumentos dormían en el foso de la orquesta. En el podio del director, una partitura cubierta por telarañas yacía abierta por la primera página. Más allá, la gran alfombra del pasillo central de la platea trazaba una carretera hacia ninguna parte. Claret se adelantó hasta una puerta iluminada y nos indicó que nos detuviésemos a la entrada. Marina y yo intercambiamos una mirada.
La puerta daba a un camerino.
Cientos de vestidos deslumbrantes pendían de soportes metálicos. Una pared estaba cubierta por espejos de candilejas. La otra estaba ocupada por decenas de viejos retratos que mostraban una mujer de belleza indescriptible. Eva Irinova, la hechicera de los escenarios. La mujer para quien Mijail Kolvenik había hecho construir aquel santuario. Fue entonces cuando la vi.

La dama de negro se contemplaba en silencio, su rostro velado frente al espejo. Al oír nuestros pasos, se volvió lentamente y asintió.
Sólo entonces Claret nos permitió pasar. Nos acercamos a ella como quien se aproxima a una aparición, con una mezcla de temor y fascinación. Nos detuvimos a un par de metros. Claret permanecía en el umbral de la puerta, vigilante. La mujer se enfrentó de nuevo al espejo, estudiando su imagen.
 De pronto, con infinita delicadeza, se alzó el velo. Las escasas bombillas que funcionaban nos revelaron su rostro sobre el espejo, o lo que el ácido había dejado de él.
Hueso desnudo y piel ajada. Labios sin forma, apenas un corte sobre unas facciones desdibujadas.
Ojos que no podrían volver a llorar. Nos dejó contemplar el horror que normalmente ocultaba su velo durante un instante interminable.
Después, con la misma delicadeza con que había descubierto su rostro y su identidad, lo ocultó de nuevo y nos indicó que tomásemos asiento.

Transcurrió un largo silencio.
Eva Irinova alargó una mano hacia el rostro de Marina y lo acarició, recorriendo sus mejillas, sus labios, su garganta. Leyendo su belleza y su perfección con dedos temblorosos y anhelantes. Marina tragó saliva. La dama retiró la mano y pude ver sus ojos sin  párpados brillar tras el velo. Sólo entonces empezó a hablar y a relatarnos la historia que había estado ocultando durante más de treinta años.


Capítulo 22

"Nunca llegué a conocer mi país más que en fotografías. Cuanto sé de Rusia procede de cuentos, habladurías y recuerdos de otras gentes. Nací en una barcaza que cruzaba el Rin, en una Europa destrozada por la guerra y el terror.
Supe años más tarde que mi madre me llevaba ya en el vientre cuando, sola y enferma, cruzó la frontera ruso polaca huyendo de la revolución. Murió al dar a luz. Nunca he sabido cuál era su nombre ni quién fue mi padre. La enterraron a orillas del río en una tumba sin marca, perdida para siempre. Una pareja de comediantes de San Petersburgo que viajaba en la barcaza, Sergei Glazunow y su hermana gemela Tatiana, se hizo cargo de mí por compasión y porque, según me dijo Sergei muchos años después, nací con un ojo de cada color y eso es señal de fortuna.
En Varsovia, gracias a las artes y los manejos de Sergei, nos unimos a una compañía circense que se dirigía a Viena. Mis primeros recuerdos son de aquellas gentes y sus animales. La carpa de un circo, los malabaristas y un faquir sordomudo llamado Vladimir que comía cristal, escupía fuego y siempre me regalaba pájaros de papel que construía como por arte de magia.

Sergei acabó por convertirse en el administrador de la compañía y nos establecimos en Viena.
El circo fue mi escuela y el hogar donde crecí. Ya por entonces sabíamos, sin embargo, que estaba condenado. La realidad del mundo empezaba a ser más grotesca que las pantomimas de los payasos y los osos danzarines. Pronto, nadie nos necesitaría. El siglo XX se había convertido en el gran circo de la historia.
Cuando apenas tenía siete u ocho años, Sergei dijo que ya era hora de que me ganase el sustento.
Pasé a formar parte del espectáculo, primero como mascota de los trucos de Vladimir y más tarde con un número propio en el que cantaba una canción de cuna a un oso que acababa por dormirse.
El número, que en principio estaba previsto como comodín para dar tiempo a la preparación de los trapecistas, resultó ser un éxito. A nadie le sorprendió más que a mí. Sergei decidió ampliar mi actuación. Así fue como acabé cantándole rimas a unos viejos leones famélicos y enfermos desde una plataforma de luces. Los animales y el público me escuchaban hipnotizados. En Viena se hablaba de la niña cuya voz amansaba a las bestias. Y pagaban por verla. Yo tenía nueve años.
Sergei no tardó en comprender que ya no necesitaba el circo. La niña de los ojos de dos colores había cumplido su promesa de fortuna. Formalizó los trámites para convertirse en mi tutor legal y  anunció al resto de la compañía que nos íbamos a instalar por cuenta propia. Aludió al hecho de que un circo no era el lugar apropiado para criar a una niña. Cuando se descubrió que alguien había estado robando parte de la recaudación del circo durante años, Sergei y Tatiana acusaron a Vladimir, añadiendo además que se tomaba libertades ilícitas conmigo. Vladimir fue aprehendido por las autoridades y encarcelado, aunque nunca se encontró el dinero.

Para celebrar su independencia, Sergei compró un coche de  lujo, un vestuario de dandi y joyas para Tatiana. Nos trasladamos a una villa que Sergei había alquilado en los bosques de Viena.
Nunca estuvo claro de dónde habían salido los fondos para pagar tanto lujo. Yo cantaba todas las tardes y noches en un teatro junto a la Opera, en un espectáculo titulado “El ángel de Moscú”. Fui bautizada como Eva Irinova, una idea de Tatiana, que había sacado el nombre de un folletín por entregas que se publicaba con cierto éxito en la prensa. Aquél fue el primero de muchos otros montajes similares.
A sugerencia de Tatiana, se me asignó un profesor de canto, un maestro de arte dramático y otro  de danza. Cuando no estaba en un escenario, estaba ensayando. Sergei no me permitía tener amigos, salir de paseo, estar a solas ni leer libros. Es por tu bien, solía decir. Cuando mi cuerpo empezó a desarrollarse, Tatiana insistió en que yo debía tener una habitación para mí sola. Sergei accedió de mala gana, pero insistió en conservar la llave. A menudo volvía borracho a medianoche y trataba de entrar en mi habitación. La mayoría de las veces estaba tan ebrio que era incapaz de insertar la llave en la cerradura. Otras no. El aplauso de un público anónimo fue la única satisfacción que obtuve  en aquellos años. Con el tiempo, llegué a necesitarlo más que el aire.

Viajábamos con frecuencia. Mi éxito en Viena había llegado a oídos de los empresarios de París, Milán y Madrid. Sergei y Tatiana siempre me acompañaban. Por supuesto, nunca vi un céntimo de la recaudación de todos aquellos conciertos ni sé qué se hizo del dinero. Sergei siempre tenía deudas y acreedores. La culpa, me acusaba amargamente, era mía. Todo se iba en cuidarme y en mantenerme. A cambio, yo era incapaz de agradecer todo lo que él y Tatiana habían hecho por mí. Sergei me enseñó a ver en mí a una chiquilla sucia, perezosa, ignorante y estúpida.
Una pobre infeliz que nunca llegaría a hacer nada de valor, a quien nadie llegaría a querer o respetar.
Pero nada de eso importaba porque, me susurraba Sergei al oído con su aliento de aguardiente, Tatiana y él siempre estarían allí para cuidar de mí y para protegerme del mundo.

El día en que cumplí dieciséis años descubrí que me odiaba a mí misma y apenas podía tolerar mi imagen en el espejo. Dejé de comer. Mi cuerpo me repugnaba y trataba de ocultarlo bajo ropas sucias y harapientas. Un día encontré en la basura una vieja cuchilla de afeitar de Sergei. La llevé a mi habitación y adquirí la costumbre a hacerme cortes en las manos y en los brazos con ella. Para castigarme. Tatiana me curaba en silencio todas las noches.
Dos años más tarde, en Venecia, un conde que me había visto actuar me propuso matrimonio.
Aquella misma noche, al enterarse, Sergei me dio una paliza brutal.
Me partió los labios a golpes y me rompió dos costillas. Tatiana y la policía le contuvieron.
Abandoné Venecia en una ambulancia.

Volvimos a Viena, pero los problemas financieros de Sergei eran acuciantes. Recibíamos amenazas. Una noche unos desconocidos prendieron fuego a la casa mientras dormíamos.
Semanas antes Sergei había recibido una oferta de un empresario de
 Madrid para quien yo había actuado con éxito tiempo atrás. Daniel Mestres, que así se llamaba, había adquirido un interés mayoritario en el viejo Teatro Real de Barcelona y quería estrenar la temporada conmigo. Así pues, prácticamente huyendo de madrugada, hicimos las maletas y partimos rumbo a Barcelona con lo puesto. Yo iba a cumplir diecinueve años y rogaba al cielo no llegar a cumplir los veinte. Hacía ya tiempo que pensaba en quitarme la vida. Nada me aferraba a este mundo. Estaba muerta desde hacía tiempo, pero ahora me daba cuenta. Fue entonces cuando conocía Mijail Kolvenik ...

 Llevábamos unas cuantas semanas en el Teatro Real. En la compañía se rumoreaba que cierto caballero acudía todas las noches al mismo palco para oírme cantar.
Por aquella época circulaban en Barcelona toda clase de historias acerca de Mijail Kolvenik. Cómo había hecho su fortuna... Su vida personal y su identidad, plagada de misterios y enigmas... Su leyenda le precedía. Una noche, intrigada por aquel extraño personaje, decidí hacerle llegar una invitación para que me visitase en mi camerino después de la función.
Era casi medianoche cuando Mijail Kolvenik llamó a mi puerta. Tantas murmuraciones me habían hecho esperar a un tipo amenazador y arrogante. Mi primera impresión, sin embargo, fue que se trataba de un hombre tímido y reservado. Vestía de oscuro, con sencillez y sin más adornos que un pequeño broche que lucía en la solapa: una mariposa con las alas desplegadas. Me agradeció la invitación y me manifestó su admiración, afirmando que era un honor conocerme. Le dije que, en vista de todo lo que había oído acerca de él, el honor era mío. Sonrió y me sugirió que olvidase los rumores.

Mijail tenía la sonrisa más hermosa que he conocido. Cuando la mostraba, uno podía creer cualquier cosa que brotase de sus labios.
Alguien dijo una vez que, si se lo
 proponía, Mijail era capaz de convencer a Cristóbal Colón de que la Tierra era plana como un mapa; y tenía razón. Aquella noche me convenció a mí para que le acompañase a pasear por las calles de Barcelona. Me explicó que a menudo solía recorrer la ciudad dormida después de la medianoche. Yo, que apenas había salido de aquel teatro desde que habíamos llegado a Barcelona, accedí. Sabía que Sergei y Tatiana iban a enfurecerse al enterarse de aquello, pero poco me importaba.
Salimos de incógnito por la puerta del proscenio. Mijail me ofreció su brazo y caminamos hasta el amanecer. Me mostró la ciudad hechicera a través de sus ojos. Me habló de sus misterios, sus rincones encantados y el espíritu que vivía en aquellas calles.
Me explicó mil y una leyendas.
Recorrimos los caminos secretos del Barrio Gótico y la ciudad vieja. Mijail parecía saberlo todo. Sabía quién había vivido en cada edificio, qué crímenes o romances habían tenido lugar tras cada muro y cada ventana. Conocía los nombres de todos los arquitectos, los artesanos y los mil nombres invisibles que habían construido aquel escenario. Mientras me hablaba, tuve la impresión de que Mijail jamás había compartido aquellas historias con nadie. Me abrumó la soledad que desprendía su persona y, a un tiempo, creí ver en su interior un abismo infinito al que no podía evitar asomarme. El alba nos sorprendió en un banco del puerto. Observé a aquel desconocido con el que había estado callejeando durante horas y me pareció que le conocía desde siempre. Así se lo hice saber. Rió y en ese momento, con esa rara certeza que sólo se tiene un par de veces en la vida, supe que iba a pasar el resto de mi vida a su lado.

Aquella noche Mijail me contó que él creía que la vida nos concede a cada uno de nosotros unos escasos momentos de pura felicidad.
A veces son sólo días o semanas.

 A veces, años. Todo depende de nuestra fortuna. El recuerdo de esos momentos nos acompaña para siempre y se transforma en un país de la memoria al que tratamos de regresar durante el resto de nuestra vida sin conseguirlo. Para mí esos instantes estarán siempre enterrados en aquella primera noche, paseando por la ciudad...
La reacción de Sergei y Tatiana no se hizo esperar. Especialmente la de Sergei. Me prohibió volver a ver a Mijail o hablar con él. Me dijo que, si volvía a salir de aquel teatro sin su permiso, me mataría.
Por primera vez en mi vida descubrí que ya no me inspiraba temor, sólo desprecio. Para enfurecerle aún más, le dije que Mijail me había propuesto matrimonio y que yo había aceptado. Me recordó que él era mi tutor legal y que no sólo no iba a autorizar mi matrimonio, sino que partíamos rumbo a Lisboa.
Hice llegar un mensaje desesperado a Mijail a través de una bailarina de la compañía.
Aquella noche, antes de la función, Mijail acudió al teatro con dos de sus abogados para entrevistarse con Sergei. Mijail le anunció que había firmado un contrato aquella misma tarde con el empresario del Teatro Real que le convertía en el nuevo propietario.
Desde aquel momento, él y Tatiana estaban despedidos.
Le mostró un dossier de documentos y pruebas acerca de las actividades ilegales de Sergei en Viena, Varsovia y Barcelona. Material más que suficiente para meterle entre rejas por quince o veinte años. A ello añadió un cheque por una cifra superior a cuanto Sergei podía obtener de sus trapicheos y mezquindades el resto de su existencia. La alternativa era la siguiente: si en un plazo no superior a cuarenta y ocho horas él y Tatiana abandonaban para siempre Barcelona y se comprometían a no volver a ponerse en contacto conmigo por medio alguno, podían llevarse el dossier y el cheque; si se negaban a cooperar, aquel dossier iría a parar a manos de la policía, acompañado del cheque a modo de aliciente para engrasar la maquinaria de la justicia.
Sergei enloqueció de furia. Gritó como un demente que nunca se iba a desprender de mí, que tendría que pasar por encima de su cadáver si pretendía salirse con la suya. Mijail le sonrió y se despidió de él.

Aquella noche Tatiana y Sergei acudieron a entrevistarse con un extraño individuo que se ofrecía como asesino a sueldo. Al salir de allí, unos disparos anónimos desde un carruaje estuvieron a punto de acabar con ellos. Los diarios publicaron la noticia alegando varias hipótesis para justificar el ataque. Al día siguiente, Sergei aceptó el cheque de Mijail y desapareció de la ciudad con Tatiana, sin despedirse...

Cuando supe lo sucedido, exigía Mijail que confirmase si había sido responsable de aquel ataque. Deseaba desesperadamente que me dijese que no. Me observó fijamente y me preguntó por qué dudaba de él. Me sentí morir. Todo aquel castillo de naipes de felicidad y esperanza parecía a punto de desmoronarse. Se lo pregunté de nuevo.
Mijail dijo que no. Que no era responsable de aquel ataque.
-Si lo fuese, ninguno de los dos estaría vivo  -respondió fríamente.

Por aquel entonces contrató a uno de los mejores arquitectos de la ciudad para que construyese la torre junto al parque Güell siguiendo sus indicaciones. El coste no se discutió ni un instante.
Mientras la torre estaba en construcción, Mijail alquiló toda una planta del viejo Hotel Colón en la plaza Cataluña. Allí nos instalamos temporalmente. Por primera vez en mi vida descubrí que era posible tener tantos sirvientes que una no podía recordar el nombre de todos ellos. Mijail sólo tenía un ayudante, Luis, su chofer.
Los joyeros de Bagués me visitaban en mis habitaciones. Los mejores modistos tomaban mis medidas para crearme un guardarropía de emperatriz. Abrió cuenta sin límite a mi nombre en los mejores establecimientos de Barcelona. Gentes a quienes nunca había visto me saludaban con reverencias en la calle o en el vestíbulo del hotel. Recibía invitaciones para bailes de gala en los palacios de familias cuyo nombre jamás había visto excepto en la prensa de sociedad. Yo tenía apenas veinte años. Jamás había tenido en las manos dinero suficiente para comprar un billete de tranvía. Soñaba despierta. Empecé a sentirme abrumada por tanto lujo y por el despilfarro a mi alrededor. Cuando se lo explicaba a Mijail, él me respondía que el dinero no tiene importancia, a menos que se carezca de él.
Pasábamos los días juntos, paseando por la ciudad, en el casino del Tibidabo, aunque nunca vi a Mijail jugar una sola moneda, en el Liceo... Al atardecer volvíamos al Hotel Colón y Mijail se retiraba a sus habitaciones.
Empecé a advertir que, muchas noches, Mijail salía de madrugada y no volvía hasta el amanecer. Según él, tenía que atender asuntos de trabajo. Pero las murmuraciones de la gente crecían. Sentía que me iba a casar con un hombre al que todos parecían conocer mejor que yo. Oía a las criadas hablar a mis espaldas. Veía a la gente examinarme con lupa tras su sonrisa hipócrita en la calle. Lentamente, me fui transformando en prisionera de mis propias sospechas. Y una idea empezó a martirizarme. Todo aquel lujo, aquel derroche material a mi alrededor me hacía sentir como una pieza más del mobiliario. Un capricho más de Mijail. Él podía comprarlo todo: el Teatro Real, a Sergei, automóviles, joyas, palacios. Y a mí. Ardía de ansiedad al verle partir cada noche de madrugada, convencida de que corría a  los brazos de otra mujer.

Una noche decidí seguirle y acabar con aquella charada.
Sus pasos me guiaron hasta el viejo taller de la Velo Granell junto al mercado del Borne. Mijail había acudido solo. Tuve que colarme por una diminuta ventana en un callejón. El interior de la fábrica me pareció un escenario de pesadilla. Cientos de pies, manos, brazos, piernas, ojos de cristal flotaban en las naves..., piezas de repuesto para una humanidad rota y miserable. Recorrí aquel lugar hasta llegar a una gran sala a oscuras ocupada por enormes tanques de cristal en cuyo interior flotaban siluetas indefinidas. En el centro de la sala, en la penumbra, Mijail me observaba desde una silla, fumando un cigarro.
-No deberías haberme seguido  dijo sin ira en la voz.
Argumenté que no podía casarme con un hombre del cual sólo había visto una mitad, un hombre de quien sólo conocía sus días y no sus noches.
-Tal vez lo que averigües no te guste  me insinuó.
Le dije que no me importaba el qué o el cómo. No me importaba lo que hiciese o si los rumores sobre él eran ciertos. Sólo quería formar parte de su vida por completo. Sin sombras. Sin secretos. Asintió y supe lo que aquello significaba: cruzar un umbral sin retorno.

Cuando Mijail encendió las luces de la sala, desperté de mi sueño de aquellas semanas. Estaba en el infierno. Los tanques de formol contenían cadáveres que giraban en un macabro ballet. Sobre una mesa metálica yacía el cuerpo desnudo de una mujer diseccionada desde el vientre a la garganta. Los brazos estaban extendidos en cruz y advertí que las articulaciones de sus brazos y sus manos eran piezas de madera y metal. Unos tubos descendían por su garganta y cables de bronce se hundían en las extremidades y en las caderas. La piel era
translúcida, azulada como la de un pez. Observé a Mijail, sin habla mientras él se acercaba al cuerpo y lo contemplaba con tristeza.
-Esto es lo que hace la naturaleza con sus hijos. No hay mal en el corazón de los hombres, sino una simple lucha por sobrevivir a lo inevitable. No hay más demonio que la madre naturaleza... Mi trabajo, todo mi esfuerzo, no es más que un intento por burlar el gran sacrilegio de la creación...
Le vi tomar una jeringuilla y llenarla con un líquido esmeralda que guardaba en un frasco. Nuestros ojos se encontraron brevemente y entonces Mijail hundió la aguja en el cráneo del cadáver. Vació el contenido. La retiró y permaneció inmóvil un instante, observando el cuerpo inerte. Segundos más tarde sentí que se me helaba la sangre.
Las pestañas de uno de los párpados estaban temblando. Escuché el sonido de los engranajes de las articulaciones de madera y metal.
Los dedos aletearon. Súbitamente, el cuerpo de la mujer se irguió con una sacudida violenta. Un alarido animal inundó la sala, ensordecedor. Hilos de espuma blanca descendían de los labios negros, tumefactos. La mujer se desprendió de los cables que perforaban su piel y cayó al suelo como un títere roto.
Aullaba como un lobo herido. Alzó la cara y clavó sus ojos en mí.
Fui incapaz de apartar la vista del horror que leí en ellos. Su mirada desprendía una fuerza animal escalofriante. Quería vivir.

Me sentí paralizada. A los pocos segundos el cuerpo quedó de nuevo inerte, sin vida. Mijail, que había presenciado todo el suceso impasible, tomó un sudario y cubrió el cadáver.
Se acercó a mí y tomó mis manos temblorosas. Me miró como si quisiera ver en mis ojos si iba a ser capaz de seguir a su lado después de lo que había presenciado.
Quise encontrar palabras para expresar mi miedo, para decirle cuán equivocado estaba... Todo lo que conseguí fue balbucear que me sacase de aquel lugar. Así lo hizo.

Regresamos al Hotel Colón. Me acompañó a mi habitación, me hizo subir una taza de caldo caliente y me arropó mientras la tomaba.
-La mujer que has visto esta noche murió hace seis semanas bajo las ruedas de un tranvía. Saltó para salvar a un niño que jugaba en las vías y no pudo evitar el impacto. Las ruedas le segaron los brazos a la altura del codo. Murió en la calle. Nadie sabe su nombre.
Nadie la reclamó. Hay docenas como ella. Cada día...
-Mijail, no lo comprendes... Tú no puedes hacer el trabajo de Dios...
Me acarició la frente y me sonrió tristemente, asintiendo.
-Buenas noches  -dijo.
Se dirigió a la puerta y se detuvo antes de salir.
-Si mañana no estas aquí  -dijo, lo comprenderé.
Dos semanas más tarde, nos  casamos en la catedral de Barcelona.


Capítulo 23

Mijail deseaba que aquel día fuese especial para mí. Hizo que toda la ciudad se transformase en el decorado de un cuento de hadas.
Mi reinado de emperatriz en aquel mundo de ensueño acabó para siempre en los peldaños de la avenida de la catedral. Ni siquiera llegué a oír los gritos del gentío. Como un animal salvaje que salta de la maleza, Sergei emergió de entre la multitud y me lanzó un frasco de ácido a la cara. El ácido devoró mí piel, mis párpados y mis manos.
Desgarró mi garganta y me segó la voz. No volví a hablar hasta dos años más tarde, cuando Mijail me reconstruyó como a una muñeca rota.
Fue el principio del horror.
Se detuvieron las obras de nuestra casa y nos instalamos en  aquel palacio incompleto. Hicimos de él una prisión que se alzaba en lo alto de una colina. Era un lugar frío y oscuro. Un amasijo de torres y arcos, de bóvedas y escaleras de caracol que ascendían a ninguna parte. Yo vivía recluida en una estancia en lo alto de la torre. Nadie tenía acceso a ella excepto Mijail y, a veces, el doctor Shelley.
Pasé el primer año bajo el letargo de la morfina, atrapada en una larga pesadilla. Creía ver en sueños a Mijail experimentando conmigo igual que lo había estado haciendo con aquellos cuerpos abandonados en hospitales y depósitos. Reconstruyéndome y burlando a la naturaleza. Cuando recobré el sentido, comprobé que mis sueños eran reales. Él me devolvió la voz. Rehizo mi garganta y mi boca para que pudiese alimentarme y hablar. Alteró mis terminaciones nerviosas para que no sintiese el dolor de las heridas que el ácido había dejado en mi cuerpo. Sí, burlé a la muerte, pero pasé a convertirme en una más de las criaturas malditas de Mijail.
Por otro lado Mijail había perdido su influencia en la ciudad. Nadie le apoyaba. Sus antiguos aliados le daban la espalda y le abandonaban. La policía y las autoridades judiciales iniciaron su acoso. Su socio, Sentís, era un usurero mezquino y envidioso. Facilitó información falsa que implicaba a Mijail en mil asuntos de los que él nunca había tenido conocimiento. Deseaba alejarle del control de la empresa. Era uno más de la jauría. Todos ansiaban verle caer de su pedestal para devorar los restos. El ejército de hipócritas y aduladores se transformó en una horda de hienas hambrientas.

Nada de todo eso sorprendió a Mijail. Desde el principio, sólo había confiado en su amigo Shelley y en Luis Claret. “La mezquindad de los hombres  -decía, siempre es una mecha en busca de llama”.
Pero aquella traición rompió finalmente el frágil nexo que le unía con el mundo exterior. Se refugió en su propio laberinto de soledad. Su comportamiento era cada vez más extravagante. Tomó por costumbre criar en los sótanos decenas de ejemplares de un insecto que le obsesionaba, una mariposa negra que se conocía como Teufel. Pronto las mariposas negras poblaron el torreón. Se posaban en espejos, cuadros y muebles como centinelas silenciosos. Mijail prohibió a los criados matarlas, ahuyentarlas o atreverse a acercarse a ellas. Un enjambre de insectos de alas negras volaba por los pasillos y las salas. A veces se posaban sobre Mijail y le cubrían, mientras él permanecía inmóvil. Cuando le veía así, temía perderle para siempre.

En aquellos días empezó mi amistad con Luis Claret, que ha durado hasta hoy. Era él quien me mantenía informada de lo que ocurría más allá de los muros de aquella fortaleza. Mijail me había estado contando falsas historias acerca del Teatro Real y de mi reaparición en escena. Hablaba de reparar el daño que el ácido había causado, de cantar con una voz que ya no me pertenecía... Quimeras.
Luis me explicó que las obras del Teatro Real habían sido suspendidas. Los fondos se habían agotado meses atrás. El edificio era una inmensa caverna inútil... La serenidad que Mijail me mostraba era una mera fachada. Pasaba semanas y meses sin salir de casa. Días enteros encerrado en su estudio, sin apenas comer ni dormir. Joan Shelley, según me confesó más tarde, temía por su salud y por su cordura. Le conocía mejor que nadie y desde el principio le había asistido en sus experimentos. Fue él quien me habló claramente de la obsesión de Mijail por las enfermedades degenerativas, de su desesperado intento por encontrar los mecanismos con los que la naturaleza deformaba y atrofiaba los cuerpos. Siempre vio en ellos una fuerza, un orden y una voluntad más allá de toda razón. A sus ojos, la naturaleza era una bestia que devoraba a sus propias criaturas, sin importarle el destino y la suerte de los seres que albergaba. Coleccionaba fotografías de extraños casos de atrofia y de fenómenos médicos. En aquellos seres humanos, esperaba encontrar su respuesta: cómo engañar a sus demonios.

Fue entonces cuando los primeros síntomas del mal se hicieron visibles. Mijail sabía que lo llevaba en su interior, esperando pacientemente como un mecanismo de relojería. Lo había sabido desde siempre, desde que vio morir a su hermano en Praga. Su cuerpo empezaba a autodestruirse. Sus huesos se estaban deshaciendo.
Mijail cubría sus manos con guantes. Ocultaba su rostro y su cuerpo.
Rehuía mi compañía. Yo fingía no advertirlo, pero era cierto: su silueta se transformaba. Un día de invierno sus gritos me despertaron al amanecer. Mijail estaba despidiendo a la servidumbre a gritos.
Nadie se resistió, pues todos le habían cogido miedo en los últimos meses. Sólo Luis se negó a abandonarnos. Mijail, llorando de rabia, destrozó todos los espejos y corrió a encerrarse en su estudio.

Una noche pedí a Luis que fuese a buscar al doctor Shelley. Mijail llevaba dos semanas sin salir ni responder a mis llamadas. Le oía sollozar al otro lado de la puerta de su estudio, hablar consigo mismo... Ya no sabía qué hacer.
Le estaba perdiendo. Con la ayuda de Shelley y de Luis, tiramos la puerta abajo y conseguimos sacarle de allí. Comprobamos con horror que Mijail había estado operando sobre su propio cuerpo, tratando de rehacer su mano izquierda, que se estaba transformando en una garra grotesca e inservible. Shelley le administró un sedante y velamos su sueño hasta el amanecer. Aquella larga noche, desesperado ante la agonía de su viejo amigo, Shelley se desahogó y rompió su promesa de no revelar jamás la historia que Mijail le había confiado años atrás. Al escuchar sus palabras, comprendí que ni la policía ni el inspector Florián llegaron nunca a sospechar que perseguían a un fantasma. Mijail nunca fue un criminal ni un estafador. Mijail fue simplemente un hombre que creía que su destino era engañar a la muerte antes de que ella le engañase a él."

Mijail Kolvenik  nació en los túneles de las alcantarillas de Praga el último día del siglo XIX. Su madre era una criada de apenas diecisiete años que servía en un palacio de la gran nobleza.
Su belleza e ingenuidad la habían convertido en la favorita de su señor. Cuando se supo que estaba embarazada, fue expulsada como un perro sarnoso a las calles cubiertas de nieve y suciedad. Marcada de por vida. En aquellos años el invierno barría con un manto de muerte las calles. Se decía que los desposeídos corrían a ocultarse en los viejos túneles del alcantarillado. La leyenda local hablaba de una auténtica ciudad de tinieblas bajo las calles de Praga en la que miles de desheredados pasaban su vida sin volver a ver la luz del sol. Pordioseros, enfermos, huérfanos y fugitivos. Entre ellos se extendía el culto a un enigmático personaje al que llamaban el Príncipe de los Mendigos. Se decía que no tenía edad, que su rostro era el de un ángel y que su mirada era de fuego. Que vivía envuelto en un manto de mariposas negras que cubrían su cuerpo y que acogía en su reino a quienes la crueldad del mundo había negado una posibilidad de sobrevivir en la superficie. Buscando aquel mundo de sombras, la joven se internó en los subterráneos para sobrevivir.
Pronto descubrió que la leyenda  era cierta. Las gentes de los túneles vivían en la tiniebla y formaban su propio mundo. Tenían sus propias leyes. Y su propio Dios: el Príncipe de los Mendigos.

Nadie le había visto jamás, pero todos creían en él y dejaban ofrendas en su honor. Todos ellos marcaban a fuego su piel con el emblema de la mariposa negra. La profecía decía que, algún día, un Mesías enviado por el Príncipe de los Mendigos llegaría a los túneles y daría su vida para redimir del sufrimiento de sus habitantes. La perdición de ese Mesías vendría de sus propias manos.
Allí fue donde la joven madre dio a luz gemelos: Andrej y Mijail. Andrej llegó al mundo marcado por una terrible enfermedad. Sus huesos no conseguían solidificarse y su cuerpo crecía sin forma ni estructura. Uno de los habitantes de los túneles, un médico perseguido por la justicia, le explicó que la enfermedad era incurable. El fin era sólo una cuestión de tiempo. Sin embargo, su hermano Mijail era un muchacho de inteligencia despierta y carácter retraído que soñaba con abandonar algún día los túneles y emerger al mundo de la superficie. A menudo fantaseaba con la idea de que tal vez él era el Mesías esperado. Nunca supo quién había sido su padre, así que en su mente adoptó para ese papel al Príncipe de los Mendigos, a quien creía escuchar en sus sueños.
No había en él signos aparentes del terrible mal que acabaría con la vida de su hermano. Efectivamente, Andrej murió a los siete años sin haber salido jamás de las alcantarillas. Cuando su gemelo falleció, su cuerpo fue entregado a las corrientes subterráneas siguiendo el ritual de las gentes de los túneles.
Mijail preguntó a su madre por qué había sucedido algo así.
-Es la voluntad de Dios, Mijail  -le respondió su madre.
Mijail nunca olvidaría aquellas palabras. La muerte del pequeño Andrej fue un golpe que su madre no llegó a superar. Durante el invierno siguiente, enfermó de neumonía. Mijail estuvo a su lado hasta el último momento, sosteniendo su mano temblorosa. Tenía veintiséis años y el rostro de una anciana.
-¿Es ésta la voluntad de Dios, madre?  preguntó Mijail a un cuerpo sin vida.
Nunca obtuvo respuesta.

Días más tarde el joven Mijail emergió a la superficie. Ya nada le ataba al mundo subterráneo. Muerto de hambre y frío, buscó refugio en un portal. El azar quiso que un médico que volvía de una visita, Antonin Kolvenik, le encontrase allí. El doctor le recogió y le llevó a una taberna donde le hizo comer caliente.
-¿Cómo te llamas, muchacho?
-Mijail, señor.
Antonin Kolvenik  palideció.
-Tuve un hijo que se llamaba como tú. Murió. ¿Dónde está tu familia?
-No tengo familia.
-¿Dónde está tu madre?
-Dios se la ha llevado.
El doctor asintió gravemente. Tomó su maletín y extrajo un artilugio que a Mijail le dejó boquiabierto. Mijail entrevió otros instrumentos en el interior. Relucientes. Prodigiosos. El doctor posó el extraño chisme sobre su pecho y se llevó dos extremos a los oídos.
-¿Qué es eso?
-Sirve para escuchar lo que dicen tus pulmones... Respira hondo.
-¿Es usted un mago?  -Preguntó Mijail, atónito.
El doctor sonrió.
-No, no soy un mago. Sólo soy un médico.
-¿Cuál es la diferencia?

Antonin Kolvenik  había perdido a su esposa y a su hijo en un brote de cólera años atrás. Ahora vivía solo, mantenía una modesta consulta como cirujano y una pasión por las obras de Richard Wagner.
Observó a aquel muchacho andrajoso con curiosidad y compasión. Mijail blandió aquella sonrisa que ofrecía lo mejor de él.
El doctor Kolvenik  decidió tomarle bajo su protección y llevarle a vivir a su casa. Allí pasó los siguientes diez años. Del buen doctor recibió una educación, un hogar y un nombre. Mijail era apenas un adolescente cuando empezó a asistir a su padre adoptivo en sus operaciones y a aprender los misterios del cuerpo humano. La misteriosa voluntad de Dios se mostraba a través de complejos armazones de carne y hueso, animados por una chispa de magia incomprensible.
Mijail absorbía aquellas lecciones ávidamente, con la certeza de que en aquella ciencia había un mensaje que esperaba ser descubierto.

Todavía no había cumplido los veinte años, cuando la muerte volvió a visitar a Mijail. La salud del viejo doctor flaqueaba desde hacía tiempo. Un ataque cardíaco destrozó la mitad de su corazón una Nochebuena mientras planeaban hacer un viaje para que Mijail conociese el sur de Europa. Antonin Kolvenik se moría. Mijail se juró que esta vez la muerte no se lo arrebataría.
-Mi corazón está cansado, Mijail  -decía el viejo doctor. Es hora de ir al encuentro de mi Frida y mi otro Mijail...
-Yo le daré otro corazón, padre.
El doctor sonrió. Aquel extraño joven y sus extravagantes ocurrencias... La única razón por la que temía abandonar este mundo era que iba a dejarle solo y desvalido. Mijail no tenía más amigos que los libros. ¿Qué iba a ser de él?
-Ya me has dado diez años de compañía, Mijail  -le dijo. Ahora debes pensar en ti. En tu futuro.
-No le voy a dejar morir, padre.
-Mijail, ¿te acuerdas de aquel día, cuando me preguntaste cuál era la diferencia entre un médico y un mago? Pues bien, Mijail, no hay magia. Nuestro cuerpo empieza a destruirse desde que nace. Somos frágiles. Criaturas pasajeras. Cuanto queda de nosotros son nuestras acciones, el bien o el mal que hacemos a nuestros semejantes. ¿Comprendes lo que quiero decirte, Mijail?

“Diez días más tarde, la policía encontró a Mijail cubierto de sangre, llorando junto al cadáver del hombre al que había aprendido a llamar padre. Los vecinos habían alertado a las autoridades al sentir un extraño olor y al escuchar los aullidos del joven. El informe policial concluyó que Mijail, perturbado por la muerte del doctor, le había diseccionado y había tratado de reconstruir su corazón utilizando un mecanismo de válvulas y engranajes. Mijail fue internado en el manicomio de Praga, de donde escapó dos años más tarde fingiéndose muerto. Cuando las autoridades acudieron al depósito de cadáveres a buscar su cuerpo, encontraron sólo una sábana blanca y mariposas negras volando a su alrededor.

“Mijail llegó a Barcelona con las semillas de su locura y del mal que se le manifestaría años más tarde. Mostraba poco interés por las cosas materiales y por la compañía de la gente. Nunca se enorgulleció de la fortuna que amasó. Solía decir que nadie merece tener un céntimo más de lo que estaba dispuesto a ofrecer a quienes lo necesitan más que él. La noche que le conocí, Mijail me dijo que, por alguna razón, la vida suele brindarnos aquello que no buscamos en ella. A él le trajo fortuna, fama y poder. Su alma sólo ansiaba paz de espíritu, poder acallar las sombras que albergaba su corazón...

“En los meses que siguieron al incidente en su estudio, Shelley, Luis y yo nos confabulamos para mantener a Mijail alejado de sus obsesiones y distraerle. No era tarea fácil. Mijail siempre sabía cuándo le mentíamos, aunque no lo dijese. Nos seguía la corriente, fingiendo docilidad y mostrando resignación respecto a su enfermedad... Cuando le miraba a los ojos, sin embargo, leía en ellos la negrura que estaba inundando su alma. Había dejado de confiar en nosotros.

“Las condiciones de miseria en que vivíamos empeoraron. Los bancos habían embargado nuestras cuentas y los bienes de la Velo Granell habían sido confiscados por el gobierno. Sentís, que creía que sus manejos iban a convertirle en el dueño absoluto de la empresa, se encontró en la ruina. Cuanto obtuvo fue el antiguo piso de Mijail en la calle Princesa. Nosotros sólo pudimos conservar aquellas propiedades que Mijail había puesto a mi nombre: el Gran Teatro Real, esta tumba inservible en la que acabé refugiándome, y un invernadero junto a los ferrocarriles de Sarriá que Mijail había utilizado en el pasado como taller para sus experimentos personales.

“Para comer, Luis se encargó de vender mis joyas y mis vestidos al mejor postor. Mi ajuar de novia, que nunca llegué a utilizar, se convirtió en nuestra manutención. Mijail y yo apenas hablábamos. Él vagaba por nuestra mansión como un espectro, cada vez más deformado. Sus manos eran incapaces de sostener un libro. Sus ojos leían con dificultad. Ya no le escuchaba llorar. Ahora simplemente se reía. Su risa amarga a medianoche me helaba la sangre. Con sus manos atrofiadas escribía en un cuaderno con letra ilegible páginas y páginas cuyo contenido desconocíamos.
Cuando el doctor Shelley acudía a visitarle, Mijail se encerraba en su estudio y se negaba a salir hasta que su amigo se había marchado. Le confesé a Shelley mi temor de que Mijail estuviese pensando en quitarse la vida. Shelley me dijo que él temía algo peor. No supe o no quise entender a qué se refería.

“Otra idea descabellada me rondaba la cabeza desde hacía tiempo. Creí ver en ella el modo de salvar a Mijail y nuestro matrimonio. Decidí tener un hijo. Estaba convencida de que, si conseguía darle un hijo, Mijail descubriría un motivo para seguir viviendo y para regresar a mi lado.
Me dejé llevar por aquella ilusión. Todo mi cuerpo ardía en ansias de concebir aquella criatura de salvación y esperanza. Soñaba con la idea de criar a un pequeño Mijail, puro e inocente. Mi corazón anhelaba volver a tener otra versión de su padre, libre de todo mal. No podía dejar que Mijail sospechase lo que tramaba o se negaría en redondo.
Bastante trabajo iba a costarme encontrar el momento de estar a solas con él. Como digo, hacía ya tiempo que Mijail me rehuía. Su deformidad le hacía sentirse incómodo en mi presencia. La enfermedad estaba empezando a afectarle el habla. Balbuceaba, lleno de rabia y vergüenza. Sólo podía ingerir líquidos. Mis esfuerzos por mostrar que su estado no me repelía, que nadie mejor que yo entendía y compartía su sufrimiento, sólo parecían empeorar la situación. Pero tuve paciencia y, por una vez en la vida, creí engañar a Mijail. Sólo me engañé a mí misma. Aquél fue el peor de mis errores.

“Cuando anuncié a Mijail que íbamos a tener un hijo, su reacción me inspiró terror. Desapareció durante casi un mes. Luis le encontró en el viejo invernadero de Sarriá semanas más tarde, sin conocimiento. Había estado trabajando sin descanso. Había reconstruido su garganta y su boca. Su apariencia era monstruosa. Se había dotado de una voz profunda, metálica y malévola. Sus mandíbulas estaban marcadas con colmillos de metal. Su rostro era irreconocible excepto en los ojos. Bajo aquel horror, el alma del Mijail que yo amaba aún seguía quemándose en su propio infierno. Junto a su cuerpo, Luis encontró una serie de mecanismos y cientos de planos.
Hice que Shelley les echase un vistazo mientras Mijail se recuperaba con un largo sueño del que no despertó en tres días. Las conclusiones del doctor fueron espeluznantes. Mijail había perdido completamente la razón. Estaba planeando reconstruir completamente su cuerpo antes de que la enfermedad le consumiese por completo. Le recluimos en lo alto de la torre, en una celda inexpugnable.

“Di a luz a nuestra hija mientras escuchaba los alaridos salvajes de mi marido, encerrado como una bestia. No compartí ni un día con ella.
El doctor Shelley se hizo cargo de ella y juró criarla como a su propia hija. Se llamaría María y, al igual que yo, nunca llegó a conocer a su verdadera madre. La poca vida que me quedaba en el corazón partió con ella, pero yo sabía que no tenía elección. La tragedia inminente se respiraba en el aire. La podía sentir como un veneno. Sólo cabía esperar.
Como siempre, el golpe final llegó desde donde menos lo esperábamos.
Benjamín Sentís, a quien la envidia y la codicia habían llevado a la ruina, había estado tramando su venganza. Ya en su día se había sospechado que fue él quien había ayudado a Sergei a escapar cuando me atacó en la catedral. Como en la oscura profecía de las gentes de los túneles, las manos que Mijail le había dado años atrás sólo habían servido para tejer el infortunio y la traición. La última noche de 1948 Benjamín Sentís regresó para asestar la puñalada definitiva a Mijail, a quien odiaba profundamente.

“Durante aquellos años mis antiguos tutores, Sergei y Tatiana, habían estado viviendo en la clandestinidad. También ellos estaban ansiosos de venganza. La hora había llegado. Sentís sabía que la brigada de Florián planeaba hacer un registro en nuestra casa del parque Güell al día siguiente, en busca de las supuestas pruebas incriminatorias contra Mijail. Si ese registro llegaba a producirse, sus mentiras y sus engaños quedarían al descubierto.
Poco antes de las doce, Sergei y Tatiana vaciaron varios bidones repletos de gasolina alrededor de nuestra vivienda. Sentís, siempre el cobarde en la sombra, vio prender las primeras llamas desde el coche y luego desapareció de allí.

“Cuando desperté, el humo azul ascendía por las escalinatas. El fuego se esparció en cuestión de minutos. Luis me rescató y consiguió salvar nuestras vidas saltando desde el balcón al cobertizo de los garajes y, desde allí, al jardín.
Cuando nos volvimos, las llamas envolvían completamente las dos primeras plantas y ascendían hacia el torreón, donde manteníamos encerrado a Mijail. Quise correr hacia las llamas para rescatarle, pero Luis, ignorando mis gritos y mis golpes, me retuvo en sus brazos. En ese instante descubrimos a Sergei y a Tatiana. Sergei reía como un demente. Tatiana temblaba en silencio, sus manos apestando a gasolina.

“Lo que sucedió después lo recuerdo como una visión arrancada de una pesadilla. Las llamas habían alcanzado la cima del torreón. Los ventanales estallaron en una lluvia de cristales. Súbitamente, una figura emergió entre el fuego. Creí ver un ángel negro precipitarse sobre los muros. Era Mijail. Reptaba como una araña sobre las paredes, a las que se aferraba con las garras de metal que se había construido. Se desplazaba a una velocidad espeluznante. Sergei y Tatiana lo contemplaban atónitos, sin comprender lo que estaban presenciando. La sombra se lanzó sobre ellos y, con una fuerza sobrehumana, los arrastró hacia el interior.
Al verlos desaparecer en aquel infierno, perdí el sentido.
Luis me llevó al único refugio que nos quedaba, las ruinas del Gran Teatro Real. Éste ha sido nuestro hogar hasta hoy. Al día siguiente los diarios anunciaron la tragedia. Dos cuerpos habían sido encontrados abrazados en el desván, carbonizados. La policía dedujo que éramos Mijail y yo. Sólo nosotros sabíamos que en realidad se trataba de Sergei y Tatiana.

“Nunca se encontró un tercer cuerpo. Aquel mismo día Shelley y Luis acudieron al invernadero de Sarriá en busca de Mijail. No había rastro de él. La transformación estaba a punto de completarse.
Shelley recogió todos sus papeles, sus planos y sus escritos para no dejar ninguna evidencia. Durante semanas los estudió, esperando encontrar en ellos la clave para localizar a Mijail. Sabíamos que estaba oculto en algún lugar de la ciudad, esperando, ultimando su transformación. Gracias a sus escritos, Shelley averiguó el plan de Mijail. Los diarios describían un suero desarrollado con la esencia de las mariposas que había criado durante años, el suero con el que había visto a Mijail resucitar el cadáver de una mujer en la fábrica de la Velo Granell. Finalmente, comprendí lo que se proponía. Mijail se había retirado a morir. Necesitaba desprenderse de su último aliento de humanidad para poder cruzar al otro lado. Como la mariposa negra, su cuerpo se iba a enterrar para renacer de las tinieblas. Y cuando regresara, ya no lo haría como Mijail Kolvenik. Lo haría como una bestia."

Sus palabras resonaron con el eco del Gran Teatro.

-Durante meses no tuvimos noticias de Mijail ni encontramos su escondite  -continuó Eva Irinova. En el fondo albergábamos la esperanza de que su plan fracasase. Estábamos equivocados. Un año después del incendio, dos inspectores acudieron a la Velo Granell, alertados por un chivatazo anónimo.
Por supuesto, Sentís otra vez.
Al no haber tenido noticias de Sergei y Tatiana, sospechaba que Mijail seguía vivo. Las instalaciones de la fábrica estaban clausuradas y nadie tenía acceso a ellas. Los dos inspectores sorprendieron a un intruso en el interior. Dispararon y vaciaron sus cargadores sobre él, pero...
-“Por eso nunca se encontraron balas”  -recordé las palabras de Florián. El cuerpo de Kolvenik absorbió todos los impactos...
La anciana dama asintió.

-Los cuerpos de los policías fueron encontrados despedazados  -dijo. Nadie se explicaba lo que había sucedido. Excepto Shelley, Luis y yo. Mijail había regresado. En los días siguientes, todos los miembros del antiguo comité de dirección de la Velo Granell que le habían traicionado encontraron la muerte en circunstancias poco claras. Sospechábamos que Mijail se ocultaba en las alcantarillas y utilizaba sus túneles para desplazarse por la ciudad. No era un mundo desconocido para él. Sólo quedaba un interrogante. ¿Por qué motivo había acudido a la fábrica?

“Una vez más, sus cuadernos de trabajo nos dieron la respuesta: el suero. Necesitaba inyectarse el suero para mantenerse vivo. Las reservas del torreón habían sido destruidas y las que conservaba en el invernadero sin duda se le habían agotado.
El doctor Shelley sobornó a un oficial de la policía para poder entrar en la fábrica. Allí encontramos un armario con los dos últimos frascos de suero. Shelley guardó uno en secreto.
Después de una vida entera combatiendo la enfermedad, la muerte y el dolor, no era capaz de destruir aquel suero. Necesitaba estudiarlo, desvelar sus secretos...
Al analizarlo, consiguió sintetizar un compuesto a base de mercurio con el que pretendía neutralizar su poder. Impregnó doce balas de plata con ese compuesto y las guardó, esperando no tener que emplearlas jamás.

Comprendí que aquéllas eran las balas que Shelley entregó a Luis Claret. Yo seguía vivo gracias a ellas.
-¿Y Mijail?  -preguntó Marina. Sin el suero...
-Encontramos su cadáver en una alcantarilla bajo el Barrio Gótico  -dijo Eva Irinova. Lo que quedaba de él, pues se había convertido en un engendro infernal que hedía a la carroña putrefacta con la que se había construido...

La anciana alzó la vista hacia su viejo amigo Luis. El chofer tomó la palabra y completó la historia.
-Enterramos el cuerpo en el cementerio de Sarriá, en una tumba sin nombre  explicó. Oficialmente, el señor Kolvenik  había muerto un año atrás. No podíamos desvelar la verdad. Si Sentís descubría que la señora seguía viva, no descansaría hasta destruirla también.
Nos condenamos a nosotros mismos a una vida secreta en este lugar...

Durante años, creí que Mijail descansaba en paz. Acudía allí el último domingo de cada mes, como el día en que le conocí, para visitarle y recordarle que pronto, muy pronto, volveríamos a reunirnos... Vivíamos en un mundo de recuerdos y, sin embargo, nos olvidamos de algo esencial...
-¿De qué?  -pregunté.
-De María, nuestra hija.

 Marina y yo intercambiamos una mirada. Recordé que Shelley había tirado la fotografía que le habíamos mostrado a las llamas. La niña que aparecía en aquella imagen era María Shelley.
Al llevarnos el álbum del invernadero, habíamos robado a Mijail Kolvenik  el único recuerdo que tenía de la hija que no había llegado a conocer.

-Shelley crió a María como hija suya, pero ella siempre intuyó que la historia que el doctor le había explicado no era cierta, eso de que su madre había muerto al dar a luz... Shelley nunca supo mentir. Con el tiempo, María encontró los viejos cuadernos de Mijail en el estudio del doctor y reconstruyó la historia que os he explicado.
María nació con la locura de su padre. Recuerdo que, el día que le anuncié a Mijail que estaba embarazada, él sonrió. Aquella sonrisa me llenó de inquietud, aunque entonces no supe por qué. Sólo años más tarde descubrí en los escritos de Mijail que la mariposa negra de las alcantarillas se alimenta de sus propias crías y que, al enterrarse para morir, lo hace con el cuerpo de una de sus larvas, a la que devora al resucitar...

“Cuando vosotros descubristeis el invernadero al seguirme desde el cementerio, también María encontró al fin lo que llevaba años buscando. El frasco de suero que Shelley ocultaba... Y treinta años después, Mijail volvió de la muerte. Ha estado alimentándose de ella desde entonces, rehaciéndose de nuevo con los pedazos de otros cuerpos, adquiriendo fuerza, creando a otros como él...

Tragué saliva y recordé lo que había visto la noche anterior en los túneles.

-Cuando comprendí lo que estaba sucediendo  -continuó la dama, quise advertir a Sentís de que él sería el primero en caer. Para no desvelar mi identidad, te utilicé a ti, Oscar, con aquella tarjeta.
Creí que, al verla y al oír lo poco que vosotros sabíais, el miedo le haría reaccionar y se protegería. Una vez más, sobreestimé al viejo mezquino… Quiso ir al encuentro de Mijail y destruirle. Arrastró a Florián con él....
Luis acudió al cementerio de Sarriá y comprobó que la tumba estaba vacía. Al principio sospechamos que Shelley nos había traicionado.  Creíamos que era él quien había estado visitando el invernadero, construyendo nuevas criaturas... Tal vez no quería morir sin comprender los misterios que Mijail había dejado sin explicación...

“Nunca estuvimos seguros acerca de él. Cuando comprendimos que estaba protegiendo a María, era demasiado tarde... Ahora Mijail vendrá a por nosotros.
-¿Por qué?  -preguntó Marina. ¿Por qué habría de volver a este lugar?
La dama desabrochó en silencio los dos botones superiores de su vestido y extrajo la cadena de una medalla. La cadena sostenía un frasco de cristal en cuyo interior relucía un líquido de color esmeralda.
-Por esto  -dijo.






Capítulo 24

Estaba contemplando al trasluz el frasco de suero cuando lo escuché. Marina también lo había oído. Algo se arrastraba sobre la cúpula del teatro.
-Están aquí  -dijo Luis Claret desde la puerta, con la voz sombría.
Eva Irinova, sin mostrar sorpresa, guardó de nuevo el suero. Vi cómo Luis Claret sacaba su revólver y comprobaba el cargador. Las balas de plata que le había dado Shelley brillaban en el interior.
-Ahora debéis marcharos  -nos ordenó Eva Irinova. Ya sabéis la verdad. Aprended a olvidarla.
Su rostro estaba oculto tras el velo y su voz mecánica carecía de expresión. Se me hizo imposible deducir la intención de sus palabras.
-Su secreto está a salvo con nosotros  -dije de todas formas.
-La verdad siempre está a salvo de la gente  -replicó Eva Irinova. Marchaos ya.

Claret nos indicó que le siguiéramos y abandonamos el camerino. La luna proyectaba un rectángulo de luz plateada sobre el escenario a través de la cúpula cristalina. Sobre él, recortadas como sombras danzantes, se apreciaban las siluetas de Mijail Kolvenik  y sus criaturas. Alcé la vista y me pareció distinguir casi una docena de ellos.
-Dios mío...  -murmuró Marina junto a mí.
Claret estaba mirando en la misma dirección. Vi miedo en su mirada. Una de las siluetas descargó un golpe brutal sobre el techo. Claret tensó el percutor de su revólver y apuntó. La criatura seguía golpeando y en cuestión de segundos el vidrio cedería.
-Hay un túnel bajo el foso de la orquesta que cruza la platea hasta el vestíbulo  -nos informó Claret sin apartar los ojos de la cúpula. Encontraréis una trampilla bajo la escalinata principal que da a un pasadizo. Seguidlo hasta una salida de incendios...
-¿No sería más fácil volver por donde hemos venido?  -pregunté. A través de su piso...
-No. Ya han estado allí...
Marina me agarró y tiró de mí. -Hagamos lo que dice, Oscar.

Miré a Claret. En sus ojos se podía leer la fría serenidad de quien va al encuentro de la muerte con el rostro descubierto. Un segundo más tarde, la lámina de cristal de la cúpula estalló en mil pedazos y una criatura lobuna se abalanzó sobre el escenario, aullando. Claret le disparó al cráneo y acertó de pleno, pero arriba se recortaban ya las siluetas de los demás engendros.
Reconocí a Kolvenik  al instante, en el centro. A una señal suya, todos se deslizaron reptando hacia el teatro.
Marina y yo saltamos al foso de la orquesta y seguimos las indicaciones de Claret mientras éste nos cubría las espaldas. Escuché otro disparo, ensordecedor. Me volví por última vez antes de entrar en el estrecho pasadizo. Un cuerpo envuelto en harapos sanguinolentos se precipitó de un salto sobre el escenario y se lanzó contra Claret. El impacto de la bala le abrió un orificio humeante en el pecho del tamaño de un puño. El cuerpo seguía avanzando cuando cerré la trampilla y empujé a Marina hacia el interior.
-¿Qué va a ser de Claret?
-No sé  -mentí. Corre.
Nos lanzamos a través del túnel. No debía de tener más de un metro de ancho por metro y medio de alto. Era necesario agacharse para avanzar y palpar los muros para no perder el equilibrio. Apenas nos habíamos adentrado unos metros cuando notamos pasos sobre nosotros. Nos estaban siguiendo sobre la platea, rastreándonos.
El eco de los disparos se hizo más y más intenso. Me pregunté cuánto tiempo y cuántas balas le quedarían a Claret antes de ser despedazado por aquella jauría.
De golpe alguien levantó una lámina de madera podrida sobre nuestras cabezas. La luz penetró como una cuchilla, cegándonos, y algo cayó a nuestros pies, un peso muerto. Claret. Sus ojos estaban vacíos, sin vida. El cañón de su pistola en sus manos aún humeaba.
No había marcas ni heridas aparentes en su cuerpo, pero algo estaba fuera de lugar. Marina miró por encima de mí y gimió. Le habían quebrado el cuello con una fuerza brutal y su rostro daba a la espalda. Una sombra nos cubrió y observé cómo una mariposa negra se posaba sobre el fiel amigo de Kolvenik. Distraído, no me percaté de la presencia de Mijail hasta que éste atravesó la madera reblandecida y rodeó con su garra la garganta de Marina. La alzó a peso y se la llevó de mi lado antes de que pudiera sujetarla.
Grité su nombre. Y entonces me habló. No olvidaré jamás su voz.
-Si quieres volver a ver a tu amiga en un solo pedazo, tráeme el frasco.

No conseguí articular un solo pensamiento durante varios segundos. Luego la angustia me devolvió a la realidad. Me incliné sobre el cuerpo de Claret y forcejeé para apoderarme del arma. Los músculos de su mano estaban agarrotados en el espasmo final. El dedo índice estaba clavado en el gatillo. Retirando dedo a dedo, conseguí finalmente mi objetivo. Abrí el tambor y comprobé que no quedaba munición. Palpé los bolsillos de Claret en busca de más balas. Encontré la segunda carga de munición, seis balas de plata con la punta horadada, en el interior de la chaqueta.
El pobre hombre no había tenido tiempo de recargar la pistola. La sombra del amigo a quien había dedicado su existencia le había arrancado la vida con un golpe seco y brutal antes de que pudiera hacerlo. Tal vez, después de tantos años temiendo aquel encuentro, Claret había sido incapaz de disparar sobre Mijail Kolvenik, o lo que quedaba de él. Poco importaba ya.

Temblando, trepé por los muros del túnel hasta la platea y partí en busca de Marina. Las balas del doctor Shelley habían dejado un rastro de cuerpos sobre el escenario. Otros habían quedado ensartados en las lámparas suspendidas, sobre los palcos...
Luis Claret se había llevado por delante la jauría de bestias que acompañaban a Kolvenik. Viendo los cadáveres abatidos, engendros monstruosos, no pude evitar pensar que aquél era el mejor destino al que podían aspirar. Desprovistos de vida, la artificialidad de los injertos y las piezas que los formaban se hacía más evidente. Uno de los cuerpos estaba tendido sobre el pasillo central de la platea, boca arriba, con las mandíbulas desencajadas.
Crucé sobre él. El vacío en sus ojos opacos me infundió una profunda sensación de frío.
No había nada en ellos. Nada.

Me aproximé al escenario y trepé hasta las tablas. La luz en el camerino de Eva Irinova seguía encendida, pero no había nadie allí. El aire olía a carroña. Un rastro de dedos ensangrentados se distinguía sobre las viejas fotografías en las paredes. Kolvenik.
Escuché un crujido a mi espalda y me volví con el revólver en alto. Distinguí pasos alejándose.
-¿Eva?  -llamé.
Volví al escenario y vislumbré un círculo de luz ámbar en el anfiteatro. Al acercarme percibí la silueta de Eva Irinova. Sostenía un candelabro en las manos y contemplaba las ruinas del Gran Teatro Real. Las ruinas de su vida.
Se volvió y, lentamente, alzó las llamas hasta las lenguas raídas de terciopelo que pendían de los palcos. La tela reseca prendió en seguida. Así, fue sembrando el rastro de un fuego que rápidamente se extendió sobre las paredes de los palcos, los esmaltes dorados de los muros y las butacas.
-¡No!  -grité.
Ella ignoró mi llamada y desapareció por la puerta que conducía a las galerías tras los palcos. En cuestión de segundos las llamas se extendieron en una plaga rabiosa que reptaba y absorbía cuanto encontraba a su paso.
El brillo de las llamas desveló un nuevo rostro del Gran Teatro. Sentí una oleada de calor y el olor a madera y pintura quemadas me mareó.

Seguí con la vista el ascenso de las llamas. Distinguí en lo alto la maquinaria de la tramoya, un complejo sistema de cuerdas, telones, poleas, decorados suspendidos y pasarelas. Dos ojos encendidos me observaban desde las alturas. Kolvenik. Sujetaba a Marina con una sola mano como a un juguete. Le vi desplazarse entre los andamios con agilidad felina. Me volví y comprobé que las llamas se habían extendido a lo largo de todo el primer piso y que empezaban a escalar a los palcos del segundo.
El orificio en la cúpula alimentaba el fuego, creando una inmensa chimenea.
Me apresuré hacia las escalinatas de madera. Los escalones ascendían en zigzag y temblaban a mi paso. Me detuve a la altura del tercer piso y alcé la vista. Había perdido a Kolvenik. Justo entonces sentí unas garras clavándose sobre mi espalda. Me revolví para escapar de su abrazo mortal y vi a una de las criaturas de Kolvenik. Los disparos de Claret habían segado uno de sus brazos, pero seguía viva. Tenía una larga cabellera y su rostro había sido alguna vez el de una mujer. La apunté con el revólver, pero no se detuvo.
Súbitamente, me asaltó la certidumbre de que había visto aquel rostro. El brillo de las llamas desveló lo que quedaba de su mirada. Sentí que la garganta se me secaba.
-¿María?  -balbuceé.
La hija de Kolvenik, o la criatura que habitaba en su carcasa, se detuvo un instante, dudando.
-¿María?  -llamé de nuevo.
Nada quedaba del aura angelical que recordaba en ella. Su belleza había sido mancillada. Una alimaña patética y escalofriante ocupaba su lugar. Su piel estaba todavía fresca. Kolvenik  había trabajado rápido. Bajé el revólver y traté de alargar una mano hacia aquella pobre mujer. Quizás aún había una esperanza para ella.
-¿María? ¿Me reconoce? Soy Oscar. Oscar Drai. ¿Me recuerda?
María Shelley me miró intensamente. Por un instante, un destello de vida asomó a su mirada. La vi derramar lágrimas y alzar sus manos. Contempló las grotescas garras de metal que brotaban de sus brazos y la oí gemir. Le tendí mi mano. María Shelley dio un paso atrás, temblando.

Una bocanada de fuego estalló sobre una de las barras que sostenían el telón principal. La lámina de tela raída se desprendió en un manto de fuego. Las cuerdas que lo habían sostenido salieron despedidas en látigos de llamas y la pasarela sobre la que nos sosteníamos fue alcanzada de pleno. Una línea de fuego se dibujó entre nosotros.
Tendí de nuevo mi mano a la hija de Kolvenik.
-Por favor, tome mi mano.
Se retiró, rehuyéndome. Su rostro estaba cubierto de lágrimas.
La plataforma a nuestros pies crujió.
-María, por favor...
La criatura observó las llamas, como si viera algo en ellas. Me dirigió una última mirada que no supe comprender y aferró la cuerda ardiente que había quedado tendida sobre la plataforma. El fuego se extendió por su brazo, al torso, a sus cabellos, sus ropas y su rostro. La vi arder como si fuera una figura de cera hasta que las tablas cedieron a sus pies y su cuerpo se precipitó al abismo.

Corrí hacia una de las salidas del tercer piso. Tenía que encontrar a Eva Irinova y salvar a Marina.
-¡Eva!  -grité cuando por fin la localicé.
Ignoró mi llamada y siguió avanzando. La alcancé en la escalinata central de mármol. La agarré del brazo con fuerza y la detuve. Ella forcejeó para librarse de mí.
-Tiene a Marina. Si no le entrego el suero, la matará.
-Tu amiga ya está muerta. Sal de aquí mientras puedas.
-¡No!
Eva Irinova miró a nuestro alrededor. Espirales de humo se deslizaban por las escalinatas. No quedaba mucho tiempo.
-No puedo irme sin ella...
-No lo entiendes  -replicó. Si te entrego el suero, él os matará a los dos y nadie podrá detenerle.
-Él no quiere matar a nadie. Sólo quiere vivir.
-Sigues sin entenderlo, Oscar  dijo Eva. No puedo hacer nada. Todo está en manos de Dios.
Con estas palabras se volvió y se alejó de mí.

-Nadie puede hacer el trabajo de Dios. Ni siquiera usted  dije, recordándole sus propias palabras.
 Se detuvo. Alcé el revólver y apunté. El chasquido del percutor al tensarse se perdió en el eco de la galería. Eso hizo que se diese la vuelta.
Sólo estoy tratando de salvar el alma de Mijail  dijo.
No sé si podrá salvar el alma de Kolvenik, pero la suya sí.
La dama me miró en silencio, enfrentándose a la amenaza del revólver en mis manos temblorosas.
-¿Serías capaz de dispararme a sangre fría?  -me preguntó.
No respondí. No sabía la respuesta. Lo único que ocupaba mi mente era la imagen de Marina en las garras de Kolvenik y los escasos minutos que quedaban antes de que las llamas abriesen definitivamente las puertas del infierno sobre el Gran Teatro Real.
-Tu amiga debe de significar mucho para ti.
 Asentí y me pareció que aquella mujer esbozaba la sonrisa más triste de su vida.
-¿Lo sabe ella?  preguntó.
-No lo sé  -dije sin pensar.
Asintió lentamente y vi que sacaba el frasco esmeralda.
-Tú y yo somos iguales, Oscar. Estamos solos y condenados a querer a alguien sin salvación...
Me tendió el frasco y yo bajé el arma. La dejé en el suelo y tomé el frasco en mis manos. Mientras lo examinaba sentí que me había quitado un peso de encima. Iba a darle las gracias, pero Eva Irinova ya no estaba allí. El revólver tampoco.

Cuando llegué al último piso todo el edificio agonizaba a mis pies. Corrí hacia el extremo de la galería en busca de una entrada a la bóveda de la tramoya. Súbitamente una de las puertas salió proyectada del marco envuelta en llamas. Un río de fuego inundó la galería. Estaba atrapado. Miré desesperadamente a mi alrededor y sólo vi una salida. Las ventanas que daban al exterior. Me acerqué a los cristales empañados por el humo y distinguí una estrecha cornisa al otro lado. El fuego se abría paso hacia mí. Los cristales de la ventana se astillaron como tocados por un aliento infernal.
Mis ropas humeaban. Podía sentir las llamas en la piel. Me ahogaba.
Salté a la cornisa. El aire frío de la noche me golpeó y vi que las calles de Barcelona se extendían muchos metros bajo mis pies. La visión era sobrecogedora. El fuego había envuelto completamente el Gran Teatro Real. El andamiaje se había desplomado, convertido en cenizas. La antigua fachada se alzaba igual que un majestuoso palacio barroco, una catedral de llamas en el centro del Raval. Las sirenas de los bomberos aullaban como si se lamentaran de su impotencia. Junto a la aguja de metal en la que convergía la red de nervios de acero de la cúpula, Kolvenik  sujetaba a Marina.
-¡Marina!  chillé.
Di un paso hacia el frente y me aferré a un arco de metal instintivamente para no caer. Estaba ardiendo. Aullé de dolor y retiré la mano. La palma ennegrecida humeaba. En aquel instante, una nueva sacudida recorrió la estructura y adiviné lo que iba a suceder. Con un estruendo ensordecedor, el teatro se desplomó y sólo el esqueleto de metal permaneció intacto, desnudo. Una telaraña de aluminio tendida sobre un infierno. En su centro, se alzaba Kolvenik.
Pude ver el rostro de Marina. Estaba viva.
Así que hice lo único que podía salvarla.

Tomé el frasco y lo alcé a la vista de Kolvenik. Separó a Marina de su cuerpo y la acercó al precipicio. La oí gritar. Luego tendió su garra abierta al vacío.
El mensaje estaba claro. Frente a mí se extendía una viga como un puente. Avancé hacia ella.
-¡Oscar, no!  -suplicó Marina.
Clavé los ojos sobre la estrecha pasarela y me aventuré. Sentí cómo la suela de mis zapatos se deshacía a cada paso. El viento asfixiante que ascendía del fuego rugía a mi alrededor. Paso a paso, sin separar los ojos de la pasarela, como un equilibrista. Miré al frente y descubrí a una Marina aterrada. ¡Estaba sola! Al ir a abrazarla, Kolvenik  se alzó tras ella. La aferró de nuevo y la sostuvo sobre el vacío. Extraje el frasco e hice lo propio, dándole a entender que lo lanzaría a las llamas si no la soltaba. Recordé las palabras de Eva Irinova: "Os matará a los dos...". Así que abrí el frasco y vertí un par de gotas en el abismo. Kolvenik  lanzó a Marina contra una estatua de bronce y se abalanzó sobre mí. Salté para esquivarle y el frasco se me resbaló entre los dedos.

El suero se evaporaba al contacto con el metal ardiente. La garra de Kolvenik  lo detuvo cuando apenas quedaban ya unas gotas en su interior. Kolvenik  cerró su puño de metal sobre el frasco y lo hizo añicos. Unas gotas esmeralda se desprendieron de sus dedos. Las llamas iluminaron su rostro, un pozo de odio y rabia incontenibles.
Entonces empezó a avanzar hacia nosotros. Marina aferró mis manos y las apretó con fuerza. Cerró sus ojos y yo hice lo mismo. Sentí el hedor putrefacto de Kolvenik  a unos centímetros y me preparé para sentir el impacto.

El primer disparó atravesó silbando entre las llamas. Abrí los ojos y vi la silueta de Eva Irinova avanzando como lo había hecho yo. Sostenía el revólver en alto. Una rosa de sangre negra se abrió en el pecho de Kolvenik. El segundo disparo, más cercano, destrozó una de sus manos. El tercero le alcanzó en el hombro. Retiré a Marina de allí. Kolvenik  se volvió hacia Eva, tambaleándose. La dama de negro avanzaba lentamente. Su arma le apuntaba sin piedad.
Oí gemir a Kolvenik. El cuarto disparo le abrió un agujero en el vientre. El quinto y último le dibujó un orificio negro entre los ojos. Un segundo más tarde, Kolvenik  se desplomó de rodillas. Eva Irinova dejó caer la pistola y corrió a su lado.
Le rodeó con sus brazos y le acunó. Los ojos de ambos volvieron a encontrarse y pude ver que ella acariciaba aquel rostro monstruoso.
Lloraba.
-Llévate a tu amiga de aquí dijo sin mirarme.
Asentí. Guié a Marina a través de la pasarela hasta la cornisa del edificio. Desde allí conseguimos llegar hasta los tejados del anexo y ponernos a salvo del fuego.
Antes de perderla de vista, nos volvimos. La dama negra envolvía en su abrazo a Mijail Kolvenik. Sus siluetas se recortaron entre las llamas hasta que el fuego las envolvió por completo. Creí ver el rastro de sus cenizas esparciéndose al viento, flotando sobre Barcelona hasta que el amanecer se las llevó para siempre.

Al día siguiente los diarios hablaron del mayor incendio en la historia de la ciudad, de la vieja historia del Gran Teatro Real y de cómo su desaparición borraba los últimos ecos de una Barcelona perdida. Las cenizas habían tendido un manto sobre las aguas del puerto. Seguirían cayendo sobre la ciudad hasta el crepúsculo. Fotografías tomadas desde Montjuic ofrecían la visión dantesca de una pira infernal que ascendía al cielo. La tragedia adquirió un nuevo rostro cuando la policía desveló que sospechaba que el edificio había sido ocupado por indigentes y que varios de ellos habían quedado atrapados en los escombros. Nada se sabía acerca de la identidad de los dos cuerpos carbonizados que se encontraron abrazados en lo alto de la cúpula. La verdad, como había predicho Eva Irinova, estaba a salvo de la gente.
Ningún diario mencionó la vieja historia de Eva Irinova y de Mijail Kolvenik. A nadie le interesaba ya. Recuerdo aquella mañana con Marina frente a uno de los quioscos de las Ramblas. La primera página de La Vanguardia abría a cinco columnas:

¡Arde Barcelona!

Curiosos y madrugadores se apresuraban a comprar la primera edición, preguntándose quién había esmaltado el cielo de plata. Lentamente nos alejamos hacia la Plaza Cataluña mientras las cenizas seguían lloviendo a nuestro alrededor como copos de nieve muerta.


Capítulo 25

En los días que siguieron al incendio del Gran Teatro Real, una oleada de frío se abatió sobre Barcelona. Por primera vez en muchos años, un manto de nieve cubrió la ciudad desde el puerto a la cima del Tibidabo. Marina y yo, en compañía de Germán, pasamos unas Navidades de silencios y miradas esquivas. Marina apenas mencionaba lo sucedido y empecé a advertir que rehuía mi compañía y que prefería retirarse a su habitación a escribir. Yo mataba las horas jugando con Germán interminables partidas de ajedrez en la gran sala al calor de la chimenea. Veía nevar y esperaba el momento de estar a solas con Marina. Un momento que nunca llegaba.

Germán fingía no advertir lo que pasaba y trataba de animarme dándome conversación.
-Marina dice que quiere ser usted arquitecto, Oscar.
Yo asentía, sin saber ya lo que realmente deseaba. Pasaba las noches en vela, recomponiendo las piezas de la historia que habíamos vivido. Intenté alejar de mi memoria el fantasma de Kolvenik  y Eva Irinova. En más de una ocasión pensé en visitar al viejo doctor Shelley para relatarle lo sucedido. Me faltó valor para enfrentarme a él y explicarle cómo había visto morir a la mujer a la que había criado como su hija o cómo había visto arder a su mejor amigo.

El último día del año la fuente del jardín se heló. Temí que mis días con Marina estuviesen llegando a su fin. Pronto tendría que volver al internado.
Pasamos la Nochevieja a la luz de las velas, escuchando las campanadas lejanas de la iglesia de la Plaza Sarriá. Afuera seguía nevando y me pareció que las estrellas se habían caído del cielo sin avisar. A medianoche brindamos entre susurros. Busqué los ojos de Marina, pero su rostro se retiró a la penumbra.
Aquella noche traté de analizar qué es lo que había hecho o qué había dicho para merecer aquel tratamiento. Podía sentir la presencia de Marina en la habitación contigua. La imaginaba despierta, una isla que se alejaba en la corriente. Golpeé en la pared con los nudillos. Llamé en vano. No tuve respuesta.

Empaqueté mis cosas y escribí una nota. En ella me despedía de Germán y Marina y les agradecía su hospitalidad. Algo que no sabía explicar se había roto y sentía que allí sobraba. Al amanecer, dejé la nota sobre la mesa de la cocina y me encaminé de vuelta al internado.
Al alejarme, tuve la certeza de que Marina me observaba desde su  ventana. Dije adiós con la mano, esperando que me estuviese viendo.
Mis pasos dejaron un rastro en la nieve en las calles desiertas.

Aún faltaban unos días para que regresaran los demás internos. Las habitaciones del cuarto piso eran lagunas de soledad. Mientras deshacía mi equipaje el padre Seguí me hizo una visita. Le saludé con una cortesía de compromiso y seguí ordenando mi ropa.
-Curiosa gente, los suizos  -dijo. Mientras los demás ocultan sus pecados, ellos los envuelven en papel de plata con licor, un lazo y los venden a precio de oro. El prefecto me ha enviado una caja inmensa de bombones de Zurich y no hay nadie aquí con quien compartirla. Alguien va a tener que echarme una mano antes de que doña Paula los descubra...
-Cuente conmigo  ofrecí sin convicción.
Seguí se acercó a la ventana y contempló la ciudad a nuestros pies, un espejismo. Se giró y me observó como si pudiese leer mis pensamientos.
-Un buen amigo me dijo una vez que los problemas son como las cucarachas  -era el tono de broma que empleaba cuando quería hablar en serio-. Si se sacan a la luz, se asustan y se van.
-Debía de ser un amigo sabio  -dije.
-No  -repuso Seguí. Pero era un buen hombre. Feliz año nuevo, Oscar.
-Feliz año nuevo, padre.

Pasé aquellos días hasta el inicio de las clases casi sin salir de mi habitación. Intentaba leer, pero las palabras volaban de las páginas. Se me consumían las horas en la ventana, contemplando el caserón de Germán y Marina a lo lejos. Mil veces pensé en volver y más de una me aventuré hasta la boca del callejón que conducía hasta su verja. Ya no se oía el gramófono de Germán entre los árboles, sólo el viento entre las ramas desnudas. Por las noches revivía una y otra vez los sucesos de las últimas semanas hasta caer exhausto en un sueño sin reposo, febril y asfixiante.
Las clases empezaron una semana más tarde. Eran días de plomo, de ventanas empañadas de vaho y de radiadores que goteaban en la penumbra. Mis antiguos compañeros y sus algarabías me resultaban ajenos. Charlas de regalos, fiestas  y recuerdos que no podía ni quería compartir. Las voces de mis maestros me resbalaban. No conseguía descifrar qué importancia tenían las elucubraciones de Hume o qué podían hacer las ecuaciones derivadas para retrasar el reloj y cambiar la suerte de Mijail Kolvenik y de Eva Irinova. O mi propia suerte.

El recuerdo de Marina y de los escalofriantes hechos que habíamos compartido me impedía pensar, comer o mantener una conversación coherente. Ella era la única persona con quien podía compartir mi angustia y la necesidad de su presencia llegó a causarme un dolor físico.
Me quemaba por dentro y nada ni nadie conseguía aliviarme. Me convertí en una figura gris en los pasillos. Mi sombra se confundía con las paredes. Los días caían como hojas muertas. Esperaba recibir una nota de Marina, una señal de que deseaba verme de nuevo. Una simple excusa para correr a su lado y quebrar aquella distancia que nos separaba y que parecía crecer día a día. Nunca llegó. Quemé las horas recorriendo los lugares en los que había estado con Marina. Me sentaba en los bancos de la Plaza Sarriá esperando verla pasar...

A finales de enero el padre Seguí me convocó en su despacho.
Con el semblante sombrío y una mirada penetrante me preguntó qué me estaba sucediendo.
-No lo sé  -respondí.
-Quizá si hablamos de ello, podamos averiguar de qué se trata  -me ofreció Seguí.
-No lo creo  -dije con una brusquedad de la que me arrepentí al instante.
-Pasaste una semana fuera del internado estas Navidades. ¿Puedo preguntar dónde?
-Con mi familia.
La mirada de mi tutor se tiñó de sombras.
-Si vas a mentirme, no tiene sentido que continuemos esta conversación, Oscar.
-Es la verdad  -dije, he estado con mi familia...

Febrero trajo consigo el sol.
Las luces del invierno fundieron aquel manto de hielo y escarcha que había enmascarado la ciudad. Eso me animó y un sábado me presenté en casa de Marina. Una cadena aseguraba el cierre de la verja. Más allá de los árboles, la vieja mansión parecía más abandonada que nunca. Por un instante creí haber perdido la razón. ¿Lo había imaginado todo? Los habitantes de aquella residencia fantasmal, la historia de Kolvenik  y la dama de negro, el inspector Florián, Luis Claret, las criaturas resucitadas..., personajes a los que la mano negra del destino había hecho desaparecer uno a uno... ¿Habría soñado a Marina y su playa encantada?
"Sólo recordamos aquello que nunca sucedió..."

Aquella noche desperté gritando, envuelto en sudor frío y sin saber dónde me encontraba. Había vuelto en sueños a los túneles de Kolvenik. Seguía a Marina sin poder alcanzarla hasta que la descubría cubierta por un manto de mariposas negras; sin embargo, al alzar éstas el vuelo, no dejaban tras de sí más que el vacío. Frío. Sin explicación. El demonio destructor que obsesionaba a Kolvenik. La nada tras la última oscuridad.

Cuando el padre Seguí y mi compañero JF acudieron a mi habitación alertados por mis gritos, tardé unos segundos en reconocerlos. Seguí me tomó el pulso mientras JF me observaba consternado, convencido de que su amigo había perdido la razón por completo. No se movieron de mi lado hasta que volví a dormirme.
Al día siguiente, después de dos meses sin ver a Marina, decidí volver al caserón de Sarriá. No me echaría atrás hasta haber obtenido una explicación.

Capítulo 26

Era un domingo brumoso. Las sombras de los árboles, con sus ramas secas, dibujaban figuras esqueléticas. Las campanas de la iglesia marcaron el compás de mis pasos. Me detuve frente a la verja que me impedía la entrada. Advertí, sin embargo, marcas de neumáticos sobre la hojarasca y me pregunté si Germán habría vuelto a sacar su viejo Tucker del garaje. Me colé como un ladrón saltando la verja y me adentré en el jardín.
La silueta del caserón se alzaba en completo silencio, más oscura y desolada que nunca. Entre la maleza distinguí la bicicleta de Marina, caída como un animal herido. La cadena estaba oxidada, el manillar carcomido por la humedad. Contemplé aquel escenario y tuve la impresión de que estaba frente a una ruina donde no vivían más que viejos muebles y ecos invisibles.
-¿Marina?  -llamé.
 El viento se llevó mi voz. Rodeé la casa buscando la puerta trasera que comunicaba con la cocina.
Estaba abierta. La mesa, vacía y cubierta por una capa de polvo. Me adentré en las habitaciones. Silencio. Llegué al gran salón de los cuadros. La madre de Marina me miraba desde todos ellos, pero para mí eran los ojos de Marina...
Fue entonces cuando escuché  un llanto a mi espalda.
Germán estaba acurrucado en una de las butacas, inmóvil como una estatua, tan sólo las lágrimas persistían en su movimiento. Nunca había visto a un hombre de su edad llorar así. Me heló la sangre. La vista perdida en los retratos. Estaba pálido. Demacrado. Había envejecido desde que le había visto por última vez. Vestía uno de los trajes de gala que yo recordaba, pero arrugado y sucio. Me pregunté cuántos días llevaría así. Cuántos  días en aquel sillón.

Me arrodillé frente a él y le palmeé la mano.
-Germán...
Su mano estaba tan fría que me asustó. Súbitamente, el pintor se abrazó a mí, temblando como un niño. Sentí que se me secaba la boca. Le abracé a mi vez y le sostuve mientras lloraba en mi hombro.
Temí entonces que los médicos le hubiesen anunciado lo peor, que la esperanza de aquellos meses se hubiese desvanecido y le dejé desahogarse mientras me preguntaba dónde estaría Marina, por qué no estaba allí con Germán...
Entonces, el anciano alzó la vista. Me bastó con mirarle a los ojos para comprender la verdad. Lo entendí con la brutal claridad con la que se desvanecen los sueños. Como un puñal frío y envenenado que se te clava en el alma sin remedio.
-¿Dónde está Marina?  -pregunté, casi balbuceando.
Germán no consiguió articular una palabra. No hacía falta. Supe por sus ojos que las visitas de Germán al hospital de San Pablo eran falsas. Supe que el doctor de la Paz nunca había visitado al pintor. Supe que la alegría y la esperanza de Germán al regresar de Madrid nada tenían que ver con él. Marina me había engañado desde el principio.
El mal que se llevó a su madre...  murmuró Germán  se la lleva, amigo Oscar, se lleva a mi Marina...
Sentí que los párpados se me cerraban como losas y que, lentamente, el mundo se deshacía a mi alrededor. Germán me abrazó de nuevo y allí, en aquella sala desolada de un viejo caserón, lloré con él como un pobre imbécil mientras la lluvia empezaba a caer sobre Barcelona.

Desde el taxi, el hospital de San Pablo me pareció una ciudad suspendida en las nubes, todo torres afiladas y cúpulas imposibles.
Germán se había enfundado un traje limpio y viajaba junto a mí en silencio. Yo sostenía un paquete envuelto en el papel de regalo más reluciente que había podido encontrar. Al llegar, el médico que atendía a Marina, un tal Damián Rojas, me observó de arriba abajo y me dio una serie de instrucciones. No debía cansar a Marina. Debía mostrarme positivo y optimista. Era ella quien necesitaba mi ayuda y no a la inversa. No acudía allí a llorar ni a lamentarme. Iba a ayudarla. Si era incapaz de seguir estas normas, más valía que no me molestase en volver.
Damián Rojas era un médico joven y la bata aún le olía a facultad. Su tono era severo e impaciente y gastó muy poca cortesía conmigo. En otras circunstancias le habría tomado por un cretino arrogante, pero algo en él me decía que todavía no había aprendido a aislarse del dolor de sus pacientes y que aquella actitud era su modo de sobrevivir.

Subimos a la cuarta planta y caminamos por un largo pasillo que parecía no tener fin. Olía a hospital, una mezcla de enfermedad, desinfectante y ambientador. El poco valor que me quedaba en el cuerpo se me escapó en una exhalación tan pronto puse un pie en aquel ala del edificio. Germán entró primero en la habitación. Me pidió que esperase fuera mientras anunciaba a Marina mi visita. Intuía que Marina preferiría que yo no la viese allí.
-Deje que yo hable primero con ella, Oscar...
Aguardé. El corredor era una galería infinita de puertas y voces perdidas. Rostros cargados de dolor y pérdida se cruzaban en silencio. Me repetí una y otra vez las instrucciones del doctor Rojas.
Había venido a ayudar. Finalmente, Germán se asomó a la puerta y asintió. Tragué saliva y entré. Germán se quedó fuera.

La habitación era un largo rectángulo donde la luz se evaporaba antes de tocar el suelo. Desde los ventanales, la avenida de Gaudí se extendía hacia el infinito. Las torres del templo de la Sagrada Familia cortaban el cielo en dos.
Había cuatro camas separadas por ásperas cortinas. A través de ellas uno podía ver las siluetas de los otros visitantes, igual que en un espectáculo de sombras chinescas. Marina ocupaba la última cama a la derecha, junto a la ventana.

Sostener su mirada en aquellos primeros momentos fue lo más difícil. Le habían cortado el pelo como a un muchacho. Sin su larga cabellera, Marina me pareció humillada, desnuda. Me mordí la lengua con fuerza para conjurar las lágrimas que me ascendían del alma.
-Me lo tuvieron que cortar... -dijo, adivina. Por las pruebas.
Vi que tenía marcas en el cuello y en la nuca que dolían con sólo mirar. Traté de sonreír y le tendí el paquete.
-A mí me gusta  -comenté como saludo.
Aceptó el paquete y lo dejó en su regazo. Me acerqué y me senté junto a ella en silencio. Me tomó la mano y me la apretó con fuerza.
Había perdido peso. Se le podían leer las costillas bajo un camisón blanco de hospital. Dos círculos oscuros se dibujaban bajo sus ojos.
Sus labios eran dos líneas finas y resecas. Sus ojos color ceniza ya no brillaban. Con manos inseguras abrió el paquete y extrajo el libro del interior. Lo hojeó y alzó la mirada, intrigada.
-Todas las páginas están en blanco...
-De momento  -repliqué yo. Tenemos una buena historia que contar, y lo mío son los ladrillos.
Apretó el libro contra su pecho.
-¿Cómo ves a Germán?  -me preguntó.
-Bien  -mentí. Cansado, pero bien.
-Y tú, ¿cómo estás?
-¿Yo?
-No, yo. ¿Quién va a ser?
-Yo estoy bien.
-Ya, sobre todo después de la arenga del sargento Rojas...
Enarqué las cejas como si no tuviese la menor idea de lo que me estaba hablando.
-Te he echado de menos  -dijo.
-Yo también.

Nuestras palabras se quedaron suspendidas en el aire. Durante un largo instante nos miramos en silencio. Vi cómo la fachada de Marina se iba desmoronando.
-Tienes derecho a odiarme  -dijo entonces.
-¿Odiarte? ¿Por qué iba a odiarte?
-Te mentí  -dijo Marina. Cuando viniste a devolver el reloj de Germán, ya sabía que estaba enferma. Fui egoísta, quise tener un amigo... y creo que nos perdimos por el camino.
Desvié la mirada a la ventana.
-No, no te odio.
-Me apretó la mano de nuevo.
Marina se incorporó y me abrazó.
-Gracias por ser el mejor amigo que nunca he tenido  -susurró a mi oído.
Sentí que se me cortaba la respiración. Quise salir corriendo de allí. Marina me apretó con fuerza y recé pidiendo que no se diese cuenta de que estaba llorando. El doctor Rojas me iba a quitar el carné.
-Si me odias sólo un poco, el doctor Rojas no se molestará  dijo entonces. Seguro que va bien para los glóbulos blancos o algo así.
Entonces sólo un poco.
Gracias.

Capítulo 27

En las semanas que siguieron Germán Blau se convirtió en mi mejor amigo. Tan pronto acababan las clases en el internado a las cinco y media de la tarde, corría a reunirme con el viejo pintor. Tomábamos un taxi hasta el hospital y pasábamos la tarde con Marina hasta que las enfermeras nos echaban de allí.
En aquellos paseos desde Sarriá a la avenida de Gaudí aprendí que Barcelona puede ser la ciudad más triste del mundo en invierno. Las historias de Germán y sus recuerdos pasaron a ser los míos.  
En las largas esperas en los pasillos desolados del hospital, Germán me confesó intimidades que no había compartido con nadie más que con su esposa. Me habló de sus años con su maestro Salvat, de su matrimonio y de cómo sólo la compañía de Marina le había permitido sobrevivir a la pérdida de su mujer. Me habló de sus dudas y de sus miedos, de cómo toda una vida le había enseñado que cuanto tenía por cierto era una simple ilusión y que había demasiadas lecciones que no valía la pena aprender. También yo hablé con él sin trabas por primera vez, le hablé de Marina, de mis sueños como futuro arquitecto, en unos días en los que había dejado de creer en el futuro. Le hablé de mi soledad y de cómo hasta encontrarlos a ellos había tenido la sensación de estar perdido en el mundo por casualidad. Le hablé de mi temor a volver a estarlo si los perdía. Germán me escuchaba y me entendía. Sabía que mis palabras no eran más que un intento por aclarar mis propios sentimientos y me dejaba hacer.

Guardo un recuerdo especial de Germán Blau y de los días que compartimos en su casa y en los pasillos del hospital. Ambos sabíamos que sólo nos unía Marina y que, en otras circunstancias, jamás hubiésemos llegado a cruzar una palabra. Siempre creí que Marina llegó a ser quien era gracias a él y no me cabe duda de que lo poco que yo soy se lo debo también a él más de lo que me gusta admitir.
Conservo sus consejos y sus palabras guardados bajo llave en el cofre de mi memoria, convencido de que algún día me servirán para responder a mis propios miedos y a mis propias dudas.

Aquel mes de marzo llovió casi todos los días. Marina escribía la historia de Kolvenik  y Eva Irinova en el libro que le había regalado mientras decenas de médicos y auxiliares iban y venían con pruebas, análisis y más pruebas y más análisis. Fue por entonces cuando recordé la promesa que le había hecho a Marina en una ocasión, en el funicular de Vallvidrera, y empecé a trabajar en la catedral. Su catedral.
Conseguí un libro en la biblioteca del internado sobre la catedral de Chartres y empecé a dibujar las piezas del modelo que pensaba construir. Primero las recorté en cartulina. Después de mil intentos que casi me convencieron de que jamás sería capaz de diseñar una simple cabina de teléfonos, encargué a un carpintero de la calle Margenat que recortase mis piezas sobre láminas de madera.
-¿Qué es lo que estás construyendo, muchacho?  me preguntaba, intrigado. ¿Un radiador?
-Una catedral.

Marina me observaba con curiosidad mientras erigía su pequeña catedral en la repisa de la ventana. A veces, hacía bromas que no me dejaban dormir durante días.
-¿No te estás dando mucha prisa, Oscar?  preguntaba. Es como si esperases que me fuese a morir mañana.

Mi catedral pronto empezó a hacerse popular entre los otros pacientes de la habitación y sus visitantes. Doña Carmen, una sevillana de ochenta y cuatro años que ocupaba la cama de al lado me lanzaba miradas de escepticismo.
Tenía una fuerza de carácter capaz de reventar ejércitos y un trasero del tamaño de un seiscientos. Llevaba al personal del hospital a golpe de pito. Había sido estraperlista, cupletera, "bailaora", contrabandista, cocinera, estanquera y Dios sabe qué más. Había enterrado dos maridos y tres hijos.
Una veintena de nietos, sobrinos y demás parientes acudían a verla y a adorarla. Ella los ponía a raya diciendo que las pamplinas eran para los bobos. A mí siempre me pareció que doña Carmen se había equivocado de siglo y que, de haber estado ella allí, Napoleón no habría pasado de los Pirineos. Todos los presentes, excepto la diabetes, éramos de la misma opinión.
En el otro lado de la habitación estaba Isabel Llorente, una dama con aire de maniquí que hablaba en susurros y que parecía escapada de una revista de modas de antes de la guerra. Se pasaba el día maquillándose y mirándose en un pequeño espejo ajustándose la peluca. La quimioterapia la había dejado como una bola de billar, pero ella estaba convencida de que nadie lo sabía. Me enteré de que había sido "Miss" Barcelona en 1934 y la querida de un alcalde de la ciudad. Siempre nos hablaba de un romance con un formidable espía que en cualquier momento volvería a rescatarla de aquel horrible lugar donde la habían confinado. Doña Carmen ponía los ojos en blanco cada vez que la oía. Nunca la visitaba nadie y bastaba con decirle lo guapa que estaba para que sonriese una semana.

Una tarde de jueves a finales de marzo llegamos a la habitación y encontramos su cama vacía. Isabel Llorente había fallecido aquella mañana, sin darle tiempo a su galán a que la rescatase.

La otra paciente de la habitación era Valeria Astor, una niña de nueve años que respiraba gracias a una traqueotomía. Siempre me sonreía al entrar. Su madre pasaba todas las horas que le permitían a su lado y, cuando no la dejaban, dormía en los pasillos. Cada día envejecía un mes. Valeria siempre me preguntaba si mi amiga era escritora y yo le decía que sí, y que además era famosa. Una vez me preguntó,  nunca sabré por qué,  si yo era policía. Marina solía contarle historias que se inventaba sobre la marcha. Sus favoritas eran las de fantasmas, princesas y locomotoras, por este orden. Doña Carmen escuchaba las historias de Marina y se reía de buena gana. La madre de Valeria, una mujer consumida y sencilla hasta la desesperación de cuyo nombre nunca conseguí acordarme, tejió un chal de lana para Marina en agradecimiento.

El doctor Damián Rojas pasaba varias veces al día por allí. Con el tiempo, aquel médico llegó a caerme simpático. Descubrí que había sido alumno de mi internado años atrás y que había estado a punto de entrar como seminarista.
Tenía una novia deslumbrante que se llamaba Lulú. Lulú lucía una colección de minifaldas y medias de seda negras que quitaban el aliento. Le visitaba todos los sábados y a menudo pasaba a saludarnos y a preguntar si el bruto de su novio se portaba bien. Yo siempre me ponía colorado como un pimiento cuando Lulú me dirigía la palabra.
Marina me tomaba el pelo y solía decir que, si la miraba tanto, se me pondría cara de liguero.
Lulú y el doctor Rojas se casaron en abril. Cuando el médico volvió de su breve luna de miel en Menorca una semana más tarde, estaba como un fideo. Las enfermeras se partían de risa con sólo mirarle.

Durante unos meses ése fue mi mundo. Las clases del internado eran un interludio que pasaba en blanco. Rojas se mostraba optimista sobre el estado de Marina. Decía que era fuerte, joven, y que el tratamiento estaba dando resultado.
Germán y yo no sabíamos cómo agradecérselo. Le regalábamos puros, corbatas, libros y hasta una pluma Mont Blanc. Él protestaba y argumentaba que únicamente hacia su trabajo, pero a ambos nos constaba que metía más horas que ningún otro médico en la planta.
A finales de abril Marina ganó un poco de peso y de color. Dábamos pequeños paseos por el corredor y, cuando el frío empezó a emigrar, salíamos un rato al claustro del hospital. Marina seguía escribiendo en el libro que le había regalado, aunque no me dejaba leer ni una línea.
-¿Por dónde vas?  preguntaba yo.
-Es una pregunta tonta.
-Los tontos hacen preguntas tontas. Los listos las responden. ¿Por dónde vas?
Nunca me lo decía. Intuía que escribir la historia que habíamos  vivido juntos tenía un significado especial para ella. En uno de nuestros paseos por el claustro me dijo algo que me puso la piel de gallina.
-Prométeme que, si me pasa cualquier cosa, acabarás tú la historia.
-La acabarás tú  -repliqué yo y además me la tendrás que dedicar.
Mientras tanto la pequeña catedral de madera crecía y, aunque doña Carmen decía que le recordaba al incinerador de basuras de San Adrián del Besós, para entonces la aguja de la bóveda se perfilaba perfectamente.
Germán y yo empezamos a hacer planes para llevar a Marina de excursión a su lugar favorito, aquella playa secreta entre Tossa y Sant Feliu de Guíxols, tan pronto pudiera salir de allí. El doctor Rojas, siempre prudente, nos dio como fecha aproximada mediados de mayo.
En aquellas semanas aprendí que se puede vivir de esperanza y poco más.

El doctor Rojas era partidario de que Marina pasara el mayor tiempo posible andando y haciendo ejercicio por el recinto del hospital.
-Arreglarse un poco le vendrá bien  -dijo.
Desde que estaba casado, Rojas se había convertido en un experto en cuestiones femeninas, o eso creía él. Un sábado me envió con su esposa Lulú a comprar una bata de seda para Marina. Era un regalo y la pagó de su propio bolsillo.
Acompañé a Lulú a una tienda de lencería en la Rambla de Cataluña, junto al cine Alexandra. Las dependientas la conocían. Seguí a Lulú por toda la tienda, observándola calibrar un sinfín de ingenios de corsetería que le ponían a uno la imaginación a cien. Aquello era infinitamente más estimulante que el ajedrez.
-¿Le gustará esto a tu novia? -me preguntaba Lulú, relamiéndose aquellos labios encendidos de carmín.
No le dije que Marina no era mi novia. Me enorgullecía que alguien pudiera creer que lo era. Además, la experiencia de comprar ropa interior de mujer con Lulú resultó ser tan embriagadora que me limité a asentir a todo como un bobo. Cuando se lo expliqué a Germán, se rió de buena gana y me confesó que él también encontraba a la esposa del doctor altamente peligrosa para la salud. Era la primera vez en meses que le veía reír.

Una mañana de sábado, mientras nos preparábamos para ir al hospital, Germán me pidió que subiera a la habitación de Marina a ver si era capaz de encontrar un frasco de su perfume favorito. Mientras buscaba en los cajones de la cómoda, encontré una cuartilla de papel doblada en el fondo. La abrí y reconocí la caligrafía de Marina al instante. Hablaba de mí. Estaba llena de tachaduras y párrafos borrados. Sólo habían sobrevivido estas líneas:

Mi amigo Oscar es uno de  esos príncipes sin reino que  corren por ahí esperando que los  beses para transformarse en sapo. Lo entiende todo al revés y por eso me gusta tanto. La gente que piensa que lo entiende  todo a derechas hace las cosas a  izquierdas, y eso, viniendo de  una zurda, lo dice todo.
Me  mira y se cree que no le veo. Imagina que me evaporaré si me  toca y que, si no lo hace, se va  a evaporar él. Me tiene en un  pedestal tan alto que no sabe  cómo subirse. Piensa que mis  labios son la puerta del paraíso, pero no sabe que están envenenados. Yo soy tan cobarde  que, por no perderle, no se lo digo. Finjo que no le veo y que  sí, que me voy a evaporar...
 Mi amigo Oscar es uno de  esos príncipes que harían bien  manteniéndose alejados de los cuentos y de las princesas que  los habitan. No sabe que es el  príncipe azul quien tiene que  besar a la bella durmiente para  que despierte de su sueño eterno, pero eso es porque Oscar  ignora que todos los cuentos son  mentiras, aunque no todas las  mentiras son cuentos. Los príncipes no son azules y las durmientes, aunque sean bellas, nunca despiertan de su sueño.
Es el mejor amigo que nunca he  tenido y, si algún día me tropiezo con Merlín, le daré las gracias por haberlo cruzado en  mi camino.

Guardé la cuartilla y bajé a reunirme con Germán. Se había colocado un corbatín especial y estaba más animado que nunca. Me sonrió y le devolví la sonrisa.
Aquel día durante el camino en taxi resplandecía el sol. Barcelona vestía galas que embobaban a turistas y nubes, y también ellas se paraban a mirarla. Nada de eso consiguió borrar la inquietud que aquellas líneas habían clavado en mi mente. Era el primer día de mayo de 1980.


Capítulo 28

Aquella mañana encontramos la cama de Marina vacía, sin sábanas.
No había ni rastro de la catedral de madera ni de sus cosas. Cuando me volví, Germán ya salía corriendo en busca del doctor Rojas. Fui tras él. Lo encontramos en su despacho con aspecto de no haber dormido.
-Ha tenido un bajón  dijo escuetamente.
Nos explicó que la noche anterior, apenas un par de horas después de que nos hubiésemos ido, Marina había sufrido una insuficiencia respiratoria y que su corazón había estado parado durante treinta y cuatro segundos. La habían reanimado y ahora estaba en la unidad de vigilancia intensiva, inconsciente. Su estado era estable y Rojas confiaba en que pudiera salir de la unidad en menos de veinticuatro horas, aunque no nos quería infundir falsas esperanzas.
Observé que las cosas de Marina, su libro, la catedral de madera y aquella bata que no había llegado a estrenar, estaban en la repisa de su despacho.
-¿Puedo ver a mi hija?  -preguntó Germán.
Rojas personalmente nos acompañó a la UVI. Marina estaba atrapada en una burbuja de tubos y máquinas de acero más monstruosa y más real que cualquiera de las invenciones de Mijail Kolvenik.
Yacía como un simple pedazo de carne al amparo de magias de latón.
Y entonces vi el verdadero rostro del demonio que atormentaba a Kolvenik  y comprendí su locura.
Recuerdo que Germán rompió a llorar y que una fuerza incontrolable me sacó de aquel lugar. Corrí y corrí sin aliento hasta llegar a unas ruidosas calles repletas de rostros anónimos que ignoraban mi sufrimiento. Vi en torno a mí un mundo al que nada le importaba la suerte de Marina. Un universo en el que su vida era una simple gota de agua entre las olas. Sólo se me ocurrió un lugar al que acudir.

El viejo edificio de las Ramblas seguía en su pozo de oscuridad. El doctor Shelley abrió la puerta sin reconocerme. El piso estaba cubierto de escombros y hedía a viejo. El doctor me miró con ojos desorbitados, idos. Le acompañé a su estudio y le hice sentar junto a la ventana. La ausencia de María flotaba en el aire y quemaba. Toda la altivez y el mal carácter del doctor se habían desvanecido. No quedaba en él más que un pobre anciano, solo y desesperado.
Se la llevó  me dijo, se la llevó...
Esperé respetuosamente a que se tranquilizase. Finalmente alzó la vista y me identificó. Me preguntó qué quería y se lo dije. Me observó pausadamente.
-No hay ningún frasco más del suero de Mijail. Fueron destruidos. No puedo darte lo que no tengo. Pero si lo tuviese, te haría un flaco favor. Y tú cometerías un error al usarlo con tu amiga. El mismo error que cometió Mijail...

Sus palabras tardaron en calar.
Sólo tenemos oídos para lo que queremos escuchar, y yo no quería oír eso. Shelley sostuvo mi mirada sin pestañear. Sospeché que había reconocido mi desesperación y los recuerdos que le traía le asustaban. Me sorprendió a mí mismo comprobar que, si de mí hubiese dependido, en aquel mismo instante hubiese tomado el mismo camino de Kolvenik. Nunca más volvería a juzgarle.
-El territorio de los seres humanos es la vida  -dijo el doctor. La muerte no nos pertenece.
Me sentía terriblemente cansado. Quería rendirme y no sabía  a qué.
Me volví para irme. Antes de salir, Shelley me llamó de nuevo.
-¿Tú estabas allí, verdad?  -me preguntó.
Asentí.
-María murió en paz, doctor.
Vi sus ojos brillando en lágrimas. Me ofreció su mano y la estreché.
-Gracias.
Nunca más le volví a ver.

A finales de aquella misma semana, Marina recobró el conocimiento y salió de la UVI. La instalaron en una habitación en el segundo piso que miraba hacia Horta. Estaba sola. Ya no escribía en su libro y apenas podía inclinarse para ver su catedral casi terminada en la ventana. Rojas pidió permiso para realizar una última batería de pruebas. Germán consintió. Él todavía conservaba la esperanza. Cuando Rojas nos anunció los resultados en su despacho, se le quebró la voz. Después de meses de lucha, se hundió a la evidencia mientras Germán le sostenía y le palmeaba los hombros.
-No puedo hacer más..., no puedo hacer más... Perdóneme... -gemía Damián Rojas.
Dos días más tarde nos llevamos a Marina de vuelta a Sarriá. Los médicos no podían hacer ya nada por ella. Nos despedimos de doña Carmen, de Rojas y de Lulú, que no paraba de llorar. La pequeña Valeria me preguntó adónde nos llevábamos a mi novia, la escritora famosa, y que si ya no le contaría más cuentos.
-A casa. Nos la llevamos a casa.

Dejé el internado un lunes, sin avisar ni decir a nadie adónde iba. Ni siquiera pensé que se me echaría en falta. Poco me importaba. Mi lugar estaba junto a Marina.
La instalamos en su cuarto. Su catedral, ya terminada, le acompañaba en la ventana. Aquél fue el mejor edificio que jamás he construido. Germán y yo nos turnábamos para velarla las veinticuatro horas del día. Rojas nos había dicho que no sufriría, que se apagaría lentamente como una llama al viento.

Nunca Marina me pareció más hermosa que en aquellos últimos días en el caserón de Sarriá. El pelo le había vuelto a crecer, más brillante que antes, con mechas blancas de plata. Incluso sus ojos eran más luminosos. Yo apenas salía de su habitación. Quería saborear cada hora y cada minuto que me quedaba a su lado. A menudo pasábamos horas abrazados sin hablar, sin movernos. Una noche, era jueves, Marina me besó en los labios y me susurró al oído que me quería y que, pasara lo que pasara, me querría siempre.

Murió al amanecer siguiente, en silencio, tal como había predicho Rojas. Al alba, con las primeras luces, Marina me apretó la mano con fuerza, sonrió a su padre y la llama de sus ojos se apagó para siempre.

Hicimos el último viaje con Marina en el viejo Tucker. Germán condujo en silencio hasta la playa, tal como lo habíamos hecho meses atrás. El día era tan luminoso que quise creer que el mar que ella tanto quería se había vestido de fiesta para recibirla. Aparcamos entre los árboles y bajamos a la orilla para esparcir sus cenizas.
Al regresar, Germán, que se había quebrado por dentro, me confesó que se sentía incapaz de conducir hasta Barcelona. Abandonamos el Tucker entre los pinos.
Unos pescadores que pasaban por la carretera se avinieron a acercarnos a la estación del tren. Cuando llegamos a la estación de Francia, en Barcelona, hacía siete días que  yo había desaparecido. Me parecía que habían pasado siete años.
Me despedí de Germán con un abrazo en el andén de la estación.

Al día de hoy, desconozco cuál fue su rumbo o su suerte. Ambos sabíamos que no podríamos volver a mirarnos a los ojos sin ver en ellos a Marina. Le vi alejarse, un trazo desvaneciéndose en el lienzo del tiempo. Poco después un policía de paisano me reconoció y me preguntó si mi nombre era Oscar Drai.






Epílogo

La Barcelona de mi juventud ya no existe. Sus calles y su luz se han marchado para siempre y ya sólo viven en el recuerdo. Quince años después regresé a la ciudad y recorrí los escenarios que ya creía desterrados de mi memoria. Supe que el caserón de Sarriá fue derribado. Las calles que lo rodeaban forman ahora parte de una autovía por la que, dicen, corre el progreso. El viejo cementerio sigue allí, supongo, perdido en la niebla. Me senté en aquel banco de la plaza que tantas veces había compartido con Marina. Distinguí a lo lejos la silueta de mi antiguo colegio, pero no me atreví a acercarme a él. Algo me decía que, si lo hacía, mi juventud se evaporaría para siempre. El tiempo no nos hace más sabios, sólo más cobardes.

Durante años he huido sin saber de qué. Creí que, si corría más que el horizonte, las sombras del pasado se apartarían de mi camino.
Creí que, si ponía suficiente distancia, las voces de mi mente se acallarían para siempre. Volví por fin a aquella playa secreta frente al Mediterráneo. La ermita de Sant Elm se alzaba a lo lejos, siempre vigilante. Encontré el viejo Tucker de mi amigo Germán.
Curiosamente, sigue allí, en su destino final entre los pinos.

Bajé a la orilla y me senté en la arena, donde años atrás había esparcido las cenizas de Marina. La misma luz de aquel día encendió el cielo y sentí su presencia, intensa. Comprendí que ya no podía ni quería huir más. Había vuelto a casa.
En sus últimos días prometí a Marina que, si ella no podía hacerlo, yo acabaría esta historia. Aquel libro en blanco que le regalé me ha acompañado todos estos años. Sus palabras serán las mías.
No sé si sabré hacer justicia a mi promesa. A veces dudo de mi memoria y me pregunto si únicamente seré capaz de recordar lo que nunca sucedió.

Marina, te llevaste todas las respuestas contigo.


FIN DE “MARINA”

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