Retrato de Cervantes

Retrato pintado por Jáuregui a partir de la autodescripción que hace Cervantes en las "Novelas ejemplares"
dimecres, 28 de setembre del 2011
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dimarts, 27 de setembre del 2011
Memorización y recitado de este poema para los alumnos de los grupos B, D y E cuyo apellido empiece por M-Z
"Un soneto me manda hacer Violante"
Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tal aprieto;
catorce versos dicen que es soneto:
burla burlando van los tres delante.
Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
Por el primer terceto voy entrando
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.
Ya estoy en el segundo, y aún sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.
Lope de Vega
Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tal aprieto;
catorce versos dicen que es soneto:
burla burlando van los tres delante.
Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
Por el primer terceto voy entrando
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.
Ya estoy en el segundo, y aún sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.
Lope de Vega
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Memorización y recitado de este poema para los alumnos de los grupos B, D y E cuyo apellido empiece por A-L
SONETO XXIII
En tanto que de rosa y de azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
con clara luz la tempestad serena;
y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena:
coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.
Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.
Garcilaso de la Vega

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divendres, 23 de setembre del 2011
Marina: prefacio y capítulos del 1 al 8
MARINA
CARLOS RUIZ ZAFÓN
Para Mateu
Androver,
cuyo nombre, tarde
o temprano,
tenía que acabar en
un libro.
Y para Antonio
Verdazca,
Cuya sabiduría
llenaría unos cuantos
Nací en Barcelona en 1964 y, durante varios años, trabajé
como compositor y creativo en el mundo de la publicidad, del que me fugué para
siempre el primero de enero de 1992. Un año más tarde gané el Premio "Edebé"
de Literatura Juvenil con mi primera novela, "El príncipe de la niebla",
que lleva más de 150.000 copias vendidas en cinco idiomas hasta la fecha. Soy
autor también de las novelas "El palacio de la medianoche" y
"Las luces de septiembre", ambas publicadas en Edebé. Desde 1994
resido en Los Ángeles (California) en compañía de mi bruja favorita y docenas
de dragones.
Carlos Ruiz Zafón
Marina me dijo una vez que sólo recordamos lo que nunca
sucedió.
Pasaría una
eternidad antes de que comprendiese aquellas palabras.
Pero más vale que
empiece por el principio, que en este caso es el final.
En mayo de 1980
desaparecí del mundo durante una semana. Por espacio de siete días y siete
noches, nadie supo de mi paradero. Amigos, compañeros, maestros y hasta la
policía se lanzaron a la búsqueda de aquel fugitivo al que algunos ya creían
muerto o perdido por calles de mala reputación en un rapto de amnesia.
Una semana más
tarde, un policía de paisano creyó reconocer a aquel muchacho; la descripción
encajaba. El sospechoso vagaba por la estación de Francia como un alma perdida
en una catedral forjada de hierro y niebla. El agente se me aproximó con aire
de novela negra. Me preguntó si mi nombre era Oscar Drai y si era yo el muchacho
que había desaparecido sin dejar rastro del internado donde estudiaba. Asentí
sin despegar los labios. Recuerdo el reflejo de la bóveda de la estación sobre
el cristal de sus gafas.
Nos sentamos en un
banco del andén. El policía encendió un cigarrillo con parsimonia. Lo dejó quemar
sin llevárselo a los labios.
Me dijo que había
un montón de gente esperando hacerme muchas preguntas para las que me convenía tener
buenas respuestas. Asentí de nuevo. Me miró a los ojos, estudiándome. "A
veces, contar la verdad no es una buena idea, Oscar", dijo. Me tendió unas
monedas y me pidió que llamase a mi tutor en el internado. Así lo hice. El policía
aguardó a que hubiese hecho la llamada. Luego me dio dinero para un taxi y me
deseó suerte. Le pregunté cómo sabía que no iba a volver a desaparecer. Me
observó largamente. "Sólo desaparece la gente que tiene algún sitio adonde
ir", contestó sin más.
Me acompañó hasta
la calle y allí se despidió, sin preguntarme dónde había estado. Le vi alejarse
por el Paseo Colón. El humo de su cigarrillo intacto le seguía como un perro
fiel.
Aquel día el
fantasma de Gaudí esculpía en el cielo de Barcelona nubes imposibles sobre un
azul que fundía la mirada. Tomé un taxi hasta el internado, donde supuse que me
esperaría el pelotón de fusilamiento.
Durante cuatro
semanas, maestros y psicólogos escolares me martillearon para que revelase mi
secreto. Mentí y ofrecí a cada cual lo que quería oír o lo que podía aceptar.
Con el tiempo, todos se esforzaron en fingir que habían olvidado aquel
episodio. Yo seguí su ejemplo. Nunca le expliqué a nadie la verdad de lo que
había sucedido. No sabía entonces que el océano del tiempo tarde o temprano nos
devuelve los recuerdos que enterramos en él.
Quince años más
tarde, la memoria de aquel día ha vuelto a mí. He visto a aquel muchacho vagando
entre las brumas de la estación de Francia y el nombre de Marina se ha
encendido de nuevo como una herida fresca.
Todos tenemos un
secreto encerrado bajo llave en el ático del alma. Éste es el mío.
Capítulo 1
A finales de la
década de los setenta, Barcelona era un espejismo de avenidas y callejones
donde uno podía viajar treinta o cuarenta años hacia el pasado con sólo cruzar
el umbral de una portería o un café. El tiempo y la memoria, historia y
ficción, se fundían en aquella ciudad hechicera como acuarelas en la lluvia.
Fue allí, al eco de calles que ya no existen, donde catedrales y edificios fugados
de fábulas tramaron el decorado de esta historia.
Por entonces yo era un muchacho de quince años
que languidecía entre las paredes de un internado con nombre de santo en las
faldas de la carretera de Vallvidrera. En aquellos días la barriada de Sarriá
conservaba aún el aspecto de pequeño
pueblo varado a orillas de una metrópolis modernista. Mi colegio se alzaba en
lo alto de una calle que trepaba desde el Paseo de la Bonanova. Su monumental fachada
sugería más un castillo que una escuela. Su angulosa silueta de color arcilloso
era un rompecabezas de torreones, arcos y alas en tinieblas.
El colegio estaba rodeado por una ciudadela de
jardines, fuentes, estanques cenagosos, patios y pinares encantados. En torno a
él, edificios sombríos albergaban piscinas veladas de vapor fantasmal, gimnasios
embrujados de silencio y capillas tenebrosas donde imágenes de santos sonreían
al reflejo de los cirios. El edificio levantaba cuatro pisos, sin contar los
dos sótanos y un altillo de clausura donde vivían los pocos sacerdotes que
todavía ejercían como profesores. Las habitaciones de los internos estaban
situadas a lo largo de corredores cavernosos en el cuarto piso. Estas
interminables galerías yacían en perpetua penumbra, siempre envueltas en un eco
espectral.
Yo pasaba mis días soñando despierto en las
aulas de aquel inmenso castillo, esperando el milagro que se producía todos los
días a las cinco y veinte de la tarde. A esa hora mágica, el sol vestía de oro
líquido los altos ventanales. Sonaba el timbre que anunciaba el fin de las
clases y los internos gozábamos de casi tres horas libres antes de la cena en
el gran comedor. La idea era que ese tiempo debía estar dedicado al estudio y a la reflexión espiritual. No recuerdo haberme
entregado a ninguna de estas nobles tareas un solo día de los que pasé allí.
Aquél era mi momento favorito. Burlando el
control de portería, partía a explorar la ciudad. Me acostumbré a volver al
internado, justo a tiempo para la cena, caminando entre viejas calles y avenidas
mientras anochecía a mi alrededor. En aquellos largos paseos experimentaba una sensación de libertad
embriagadora. Mi imaginación volaba por encima de los edificios y se elevaba al
cielo. Durante unas horas, las calles de Barcelona, el internado y mi lúgubre
habitación en el cuarto piso se desvanecían. Durante unas horas, con sólo un
par de monedas en el bolsillo, era el individuo más afortunado del universo.
A menudo mi ruta me llevaba por lo que
entonces se llamaba el desierto de Sarriá, que no era más que un amago de
bosque perdido en tierra de nadie. La mayoría de las antiguas mansiones
señoriales que en su día habían poblado el norte del Paseo de la Bonanova se
mantenía todavía en pie, aunque sólo fuese en ruinas. Las calles que rodeaban
el internado trazaban una ciudad fantasma. Muros cubiertos de hiedra vedaban el
paso a jardines salvajes en los que se alzaban monumentales residencias.
Palacios invadidos por la maleza y el abandono en los que la memoria parecía flotar,
como niebla que se resiste a marchar. Muchos de estos caserones aguardaban el
derribo y otros tantos habían sido saqueados durante años. Algunos, sin
embargo, aún estaban habitados.
Sus ocupantes eran los miembros olvidados de
estirpes arruinadas. Gentes cuyo nombre se escribía a cuatro columnas en
"La Vanguardia" cuando los tranvías aún despertaban el recelo de los
inventos modernos. Rehenes de su pasado moribundo, que se negaban a abandonar
las naves a la deriva. Temían que, si osaban poner los pies más allá de sus
mansiones ajadas, sus cuerpos se desvaneciesen en cenizas al viento.
Prisioneros, languidecían a la luz de los candelabros. A veces, cuando cruzaba
frente a aquellas verjas oxidadas con paso apresurado, me parecía sentir miradas
recelosas desde los postigos despintados.
Una tarde, a
finales de septiembre de 1979, decidí aventurarme por azar en una de aquellas
avenidas sembradas de palacetes modernistas en la que no había reparado hasta
entonces. La calle describía una curva que terminaba en una verja igual que
muchas otras. Más allá se extendían los restos de un viejo jardín marcado por
décadas de abandono. Entre la vegetación se apreciaba la silueta de una vivienda
de dos pisos. Su sombría fachada se erguía tras una fuente con esculturas que
el tiempo había vestido de musgo.
Empezaba a oscurecer y aquel rincón se me
antojó un tanto siniestro. Rodeado por un silencio mortal, únicamente la brisa
susurraba una advertencia sin palabras. Comprendí que me había metido en una de
las zonas "muertas" del barrio. Decidí que lo mejor era regresar
sobre mis pasos y volver al internado. Estaba debatiéndome entre la fascinación
morbosa hacia aquel lugar olvidado y el sentido común cuando advertí dos
brillantes ojos amarillos encendidos en la penumbra, clavados en mí como dagas.
Tragué saliva.
El pelaje gris y aterciopelado de un gato se
recortaba inmóvil frente a la verja del caserón. Un pequeño gorrión agonizaba
entre sus fauces. Un cascabel plateado pendía del cuello del felino. Su mirada
me estudió durante unos segundos. Poco después se dio media vuelta y se deslizó
entre los barrotes de metal. Lo vi perderse en la inmensidad de aquel edén
maldito portando al gorrión en su último viaje.
La visión de aquella pequeña fiera altiva y
desafiante me cautivó. A juzgar por su lustroso pelaje y su cascabel, intuí que
tenía dueño. Tal vez aquel edificio albergaba algo más que los fantasmas de una
Barcelona desaparecida. Me acerqué y posé las manos sobre los barrotes de la
entrada. El metal estaba frío. Las últimas luces del crepúsculo encendían el
rastro que las gotas de sangre del gorrión habían dejado a través de aquella selva.
Perlas escarlatas trazando la ruta en el laberinto. Tragué saliva otra vez.
Mejor dicho, lo intenté. Tenía la boca seca. El pulso, como si supiese algo que
yo ignoraba, me latía en las sienes con fuerza. Fue entonces cuando sentí ceder
bajo mi peso la puerta y comprendí que estaba abierta.
Cuando di el primer paso hacia el interior, la
luna iluminaba el rostro pálido de los ángeles de piedra de la fuente. Me
observaban. Los pies se me habían clavado en el suelo. Esperaba que aquellos seres
saltasen de sus pedestales y se transformasen en demonios armados de garras lobunas
y lenguas de serpiente. No sucedió nada de eso. Respiré profundamente,
considerando la posibilidad de anular mi imaginación o, mejor aún, abandonar mi tímida exploración de aquella propiedad.
Una vez más, alguien decidió por mí. Un sonido celestial invadió las sombras
del jardín igual que un perfume. Escuché los perfiles de aquel susurro cincelar
un aria acompañada al piano. Era la voz más hermosa que jamás había oído.
La melodía me
resultó familiar, pero no acerté a reconocerla. La música provenía de la
vivienda. Seguí su rastro hipnótico. Láminas de luz vaporosa se filtraban desde
la puerta entreabierta de una galería de cristal. Reconocí los ojos del gato,
fijos en mí desde el alféizar de un ventanal del primer piso. Me aproximé hasta
la galería iluminada de la que manaba aquel sonido indescriptible. La voz de una
mujer. El halo tenue de cien velas parpadeaba en el interior. El brillo
descubría la trompa dorada de un viejo gramófono en el que giraba un disco. Sin
pensar en lo que estaba haciendo, me sorprendí a mí mismo adentrándome en la galería,
cautivado por aquella sirena atrapada en el gramófono. En la mesa sobre la que
descansaba el artilugio distinguí un objeto brillante y esférico. Era un reloj
de bolsillo. Lo tomé y lo examiné a la luz de las velas. Las agujas estaban paradas
y la esfera astillada. Me pareció de oro y tan viejo como la casa en la que me encontraba.
Un poco más allá había un gran butacón, de espaldas a mí, frente a una chimenea
sobre la cual pude apreciar un retrato al óleo de un mujer vestida de blanco.
Sus grandes ojos grises, tristes y sin fondo, presidían la sala.
Súbitamente el
hechizo se hizo trizas. Una silueta se alzó de la butaca y se giró hacia mí.
Una larga cabellera blanca y unos ojos encendidos como brasas brillaron en la
oscuridad. Sólo acerté a ver dos inmensas manos blancas extendiéndose hacia mí.
Presa del pánico, eché a correr hacia la puerta, tropecé en mi camino con el
gramófono y lo derribé. Escuché la aguja lacerar el disco. La voz celestial se
rompió con un gemido infernal. Me lancé hacia el jardín, sintiendo aquellas
manos rozándome la camisa, y lo crucé con alas en los pies y el miedo ardiendo
en cada poro de mi cuerpo. No me detuve ni un instante. Corrí y corrí sin mirar
atrás hasta que una punzada de dolor me taladró el costado y comprendí que
apenas podía respirar. Para entonces estaba cubierto de sudor frío y las luces
del internado brillaban treinta metros más allá.
Me deslicé por una puerta junto a las cocinas
que nunca estaba vigilada y me arrastré hasta mi habitación. Los demás internos
ya debían de estar en el comedor desde hacía rato. Me sequé el sudor de la
frente y poco a poco mi corazón recuperó su ritmo habitual. Empezaba a tranquilizarme
cuando alguien golpeó en la puerta de la habitación con los nudillos.
-Oscar, hora de bajar a cenar -entonó la voz
de uno de los tutores, un jesuita racionalista llamado Seguí, que detestaba
tener que hacer de policía.
-Ahora mismo, padre -contesté. Un segundo.
Me apresuré a
colocarme la chaqueta de rigor y apagué la luz de la habitación. A través de la
ventana el espectro de la luna se alzaba sobre Barcelona. Sólo entonces me di
cuenta de que todavía sostenía el reloj de oro en la mano.
Capítulo 2
En los días que
siguieron, el condenado reloj y yo nos hicimos compañeros inseparables. Lo
llevaba a todas partes conmigo, incluso dormía con él bajo la almohada, temeroso
de que alguien lo encontrase y me preguntase de dónde lo había sacado. No
hubiera sabido qué responder. "Eso es porque no lo has encontrado; lo has
robado", me susurraba una voz acusadora. "El término técnico es
"robo y allanamiento de morada", añadía aquella voz que, por alguna
extraña razón, guardaba un sospechoso parecido con la del actor que doblaba a Perry
Mason.
Aguardaba
pacientemente todas las noches hasta que mis compañeros se dormían para
examinar mi tesoro particular.
Con la llegada del silencio, estudiaba el
reloj a la luz de una linterna. Ni toda la culpabilidad del mundo hubiese conseguido
mermar la fascinación que me producía el botín de mi primera aventura en el
"crimen desorganizado". El reloj era pesado y parecía forjado en oro
macizo. La quebrada esfera de cristal sugería un golpe o una caída. Supuse que
aquel impacto era el que había acabado con la vida de su mecanismo y había congelado
las agujas en las seis y veintitrés, condenadas eternamente.
En la parte
posterior se leía una inscripción:
Para Germán, en quien habla la luz.
Se me ocurrió que
aquel reloj debía de valer un dineral y los remordimientos no tardaron en visitarme.
Aquellas palabras grabadas me hacían sentir igual que un ladrón de recuerdos.
Un jueves teñido de
lluvia decidí compartir mi secreto. Mi mejor amigo en el internado era un chaval de ojos penetrantes y temperamento
nervioso que insistía en responder a las
siglas JF, pese a que tenían poco o nada
que ver con su nombre real. JF tenía alma de
poeta libertario y un ingenio tan
afilado que a menudo acababa por cortarse
la lengua con él. Era de constitución
débil y bastaba con mencionar la palabra
"microbio" en un radio de un
kilómetro a la redonda para que él creyese que había pillado una infección.
Una vez busqué en un diccionario el término "hipocondríaco" y le saqué una copia.
-No sé si lo
sabías, pero tu biografía viene en el Diccionario de la Real Academia le anuncié.
Echó un vistazo a la fotocopia y me lanzó una
mirada de alcayata.
-Prueba a buscar en la "i" de idiota
y verás que no soy el único famoso
replicó JF.
Aquel día, a la hora del patio del mediodía,
JF y yo nos deslizamos en el tenebroso salón de actos. Nuestros pasos en el
pasillo central despertaban el eco de cien sombras caminando de puntillas. Dos
haces de luz acerada caían sobre el escenario polvoriento. Nos sentamos en
aquel claro de luz, frente a las filas de asientos vacíos que se fundían en la
penumbra. El susurro de la lluvia arañaba las cristaleras del primer piso.
–Bueno, -espetó JF, ¿a qué viene tanto
misterio?
Sin mediar palabra
saqué el reloj y se lo tendí. JF enarcó las cejas y evaluó el objeto. Lo valoró
con detenimiento durante unos instantes antes de devolvérmelo con una mirada
intrigada.
-¿Qué te parece? -inquirí.
-Me parece un reloj -replicó JF. ¿Quién es el tal Germán?
-No tengo ni la más
mínima idea.
Procedí a relatarle
con detalle mi aventura de días atrás en aquel caserón desvencijado. JF escuchó
atentamente el recuento de los hechos con la paciencia y atención cuasi
científica que le caracterizaban. Al término de mi narración, pareció sopesar
el asunto antes de expresar sus primeras impresiones.
-O sea, que lo has robado -concluyó.
-Ésa no es la cuestión -objeté.
-Habría que ver cuál es la opinión del tal
Germán-adujo JF.
-El tal Germán probablemente lleve muerto
años sugerí sin mucho convencimiento.
JF se frotó la barbilla.
-Me pregunto qué dirá el Código Penal acerca
del hurto premeditado de objetos personales y relojes con dedicatoria... apuntó mi amigo.
-No hubo premeditación ni niño muerto -protesté.
Todo ocurrió de golpe, sin darme tiempo a pensar. Cuando me di cuenta de que
tenía el reloj, ya era tarde. En mi lugar tú hubieras hecho lo mismo.
-En tu lugar yo habría sufrido un paro
cardíaco -precisó JF, que era más hombre de palabras que de acción. Suponiendo
que hubiese estado tan loco como para meterme en ese caserón siguiendo a un
gato luciferino. A saber qué clase de gérmenes pueden pillarse de un bicho así.
Permanecimos en silencio por unos segundos,
escuchando el eco distante de la lluvia.
-Bueno -concluyó JF, lo hecho, hecho está. No
pensarás volver allí, ¿verdad?
Sonreí.
-Solo no.
Los ojos de mi amigo se abrieron como platos.
-¡Ah, no! Ni pensarlo.
Aquella misma
tarde, al terminar las clases, JF y yo nos escabullimos por la puerta de las
cocinas y enfilamos aquella misteriosa calle que conducía al palacete. El adoquinado
estaba surcado de charcos y hojarasca. Un cielo amenazador cubría la ciudad. JF,
que no las tenía todas consigo, estaba más pálido que de costumbre. La visión de
aquel rincón atrapado en el pasado le estaba reduciendo el estómago al tamaño
de una canica. El silencio era ensordecedor.
-Yo creo que lo mejor es que demos media
vuelta y nos larguemos de aquí murmuró,
retrocediendo unos pasos.
-No seas gallina.
-La gente no aprecia las gallinas en lo que
valen. Sin ellas no habría ni huevos ni...
Súbitamente, el tintineo de un cascabel se esparció en el viento. JF
enmudeció. Los ojos amarillos del gato nos observaban. De repente, el animal
siseó como una serpiente y nos sacó las garras. Los pelos del lomo se le erizaron
y sus fauces nos mostraron los mismos colmillos que días atrás habían arrancado
la vida a un gorrión. Un relámpago lejano encendió una caldera de luz en la
bóveda del cielo. JF y yo intercambiamos una mirada.
Quince minutos más tarde estábamos sentados en
un banco junto al estanque del claustro del internado. El reloj seguía en el
bolsillo de mi chaqueta. Más pesado que nunca.
Permaneció allí el
resto de la semana hasta la madrugada del sábado. Poco antes del alba, me desperté
con la vaga sensación de haber soñado con la voz atrapada en el gramófono. Más
allá de mi ventana, Barcelona se encendía en un lienzo de sombras escarlata, un
bosque de antenas y azoteas. Salté de la cama y busqué el maldito reloj que me
había embrujado la existencia durante los últimos días. Nos miramos el uno al
otro. Por fin me armé de la determinación que sólo encontramos cuando hemos de afrontar
tareas absurdas y me decidí a poner término a aquella situación. Iba a
devolverlo.
Me vestí en
silencio y atravesé de puntillas el oscuro corredor del cuarto piso. Nadie
advertiría mi ausencia hasta las diez o las once de la mañana. Para entonces
esperaba estar ya de vuelta.
Afuera las calles yacían bajo aquel turbio
manto púrpura que envuelve los amaneceres en Barcelona. Descendí hasta la calle
Margenat. Sarriá despertaba a mi alrededor. Nubes bajas peinaban la barriada
capturando las primeras luces en un halo dorado. Las fachadas de las casas se
dibujaban entre los resquicios de neblina y las hojas secas que volaban sin rumbo.
No tardé en encontrar la calle. Me detuve un
instante para absorber aquel silencio, aquella extraña paz que reinaba en aquel
rincón perdido de la ciudad. Empezaba a sentir que el mundo se había detenido
con el reloj que llevaba en el bolsillo,
cuando escuché un sonido a mi espalda. Me
volví y presencié una visión robada de un sueño.
Capítulo 3
Una bicicleta
emergía lentamente de la bruma. Una muchacha, ataviada con un vestido blanco,
enfilaba aquella cuesta pedaleando hacia mí. El trasluz del alba permitía
adivinar la silueta de su cuerpo a través del algodón. Una larga cabellera de
color heno ondeaba velando su rostro. Permanecí allí inmóvil, contemplándola
acercarse a mí, como un imbécil a medio ataque de parálisis. La bicicleta se detuvo
a un par de metros. Mis ojos, o mi imaginación, intuyeron el contorno de unas
piernas esbeltas al tomar tierra. Mi mirada ascendió por aquel vestido escapado
de un cuadro de Sorolla hasta detenerse en los ojos, de un gris tan profundo
que uno podría caerse dentro. Estaban clavados en mí con una mirada sarcástica.
Sonreí y ofrecí mi mejor cara de idiota.
-Tú debes de ser el del reloj -dijo la muchacha
en un tono acorde a la fuerza de su mirada.
Calculé que debía de tener mi edad, quizás un
año más. Adivinar la edad de una mujer era, para mí, un arte o una ciencia,
nunca un pasatiempo. Su piel era tan pálida como el vestido.
-¿Vives aquí?
balbuceé, señalando la verja.
Apenas pestañeó. Aquellos dos ojos me
taladraban con una furia tal que habría de tardar un par de horas en darme
cuenta de que, por lo que a mí respectaba, aquélla era la criatura más
deslumbrante que había visto en mi vida o esperaba ver. Punto y aparte.
-¿Y quién eres tú para preguntar?
-Supongo que soy el
del reloj -improvisé. Me llamo Oscar. Oscar Drai. He venido a devolverlo. Sin
darle tiempo a replicar, lo saqué del bolsillo y se lo ofrecí.
La muchacha sostuvo mi mirada durante unos
segundos antes de cogerlo. Al hacerlo, advertí que su mano era tan blanca como
la de un muñeco de nieve y lucía un aro dorado en el anular.
-Ya estaba roto cuando lo cogí -expliqué.
-Lleva roto quince años -murmuró sin mirarme.
Cuando finalmente
alzó la mirada, fue para examinarme de arriba abajo, como quien evalúa un
mueble viejo o un trasto. Algo en sus ojos me dijo que no daba mucho crédito a
mi categoría de ladrón; probablemente me estaba catalogando en la sección de
cretino o bobo vulgar. La cara de iluminado que yo lucía no ayudaba mucho. La
muchacha enarcó una ceja al tiempo que sonrió enigmáticamente y me tendió el reloj
de vuelta.
-Tú te lo llevaste, tú se lo devolverás a su
dueño.
-Pero...
-El reloj no es mío -me aclaró la muchacha. Es
de Germán.
La mención de aquel nombre conjuró la visión
de la enorme silueta de cabellera blanca que me había sorprendido en la galería
del caserón días atrás.
-¿Germán?
-Mi padre.
-¿Y tú eres? -pregunté.
-Su hija -Quería decir, ¿cómo te llamas?
-Sé perfectamente
lo que querías decir replicó la muchacha.
Sin más, se aupó de nuevo en su bicicleta y
cruzó la verja de entrada. Antes de perderse en el jardín, se giró brevemente.
Aquellos ojos se estaban riendo de mí a carcajadas. Suspiré y la seguí.
Un viejo conocido
me dio la bienvenida. El gato me miraba con su desdén habitual. Deseé ser un
"dobermann".
Crucé el jardín escoltado por el felino.
Sorteé aquella jungla hasta llegar a la fuente de los querubines. La bicicleta
estaba apoyada allí y su dueña descargaba una bolsa de la cesta que tenía frente
al manillar. Olía a pan fresco. La chica sacó una botella de leche de la bolsa
y se arrodilló para llenar un tazón que había en el suelo. El animal salió disparado
a por su desayuno. Se diría que aquél era un ritual diario.
Creí que tu gato únicamente comía pajarillos
indefensos dije.
Sólo los caza. No se los come. Es una
cuestión territorial explicó como lo
hubiese hecho ante un niño. A él lo que le gusta es la leche. ¿Verdad, Kafka,
que te gusta la leche?
El kafkiano felino
le lamió los dedos en señal de asentimiento. La muchacha sonrió cálidamente
mientras acariciaba su lomo. Al hacerlo, los músculos de su costado se dibujaron
en los pliegues del vestido. Justo entonces alzó la vista y me sorprendió
observándola y relamiéndome los labios.
-¿Y tú? ¿Has desayunado? -preguntó.
Negué con la cabeza.
-Entonces tendrás hambre. Todos los tontos
tienen hambre -dijo. Ven, pasa y come algo. Te vendrá bien tener el estómago
lleno si le vas a explicar a Germán por qué robaste su reloj.
La cocina era una
gran sala situada en la parte de atrás de la casa. Mi inesperado desayuno consistió
en cruasanes que la joven había traído de la pastelería Foix, en la Plaza
Sarriá. Me sirvió un tazón inmenso de café con leche y se sentó frente a mí
mientras yo devoraba aquel festín con avidez. Me contemplaba como si hubiese
recogido a un mendigo hambriento, con una mezcla de curiosidad, pena y recelo.
Ella no probó bocado.
-Ya te había visto alguna vez por ahí -comentó sin quitarme los ojos de encima. A
ti y a ese chaval pequeñín que tiene cara de susto. Muchas tardes cruzáis por
la calle de detrás cuando os sueltan del internado. A veces vas tú solo,
canturreando despistado. Apuesto a que os lo pasáis bomba dentro de esa
mazmorra...
Estaba a punto de responder algo ingenioso
cuando una sombra inmensa se esparció sobre la mesa como una nube de tinta. Mi
anfitriona alzó la vista y sonrió. Yo me quedé inmóvil, con la boca llena de
cruasán y el pulso como unas castañuelas.
-Tenemos visita anunció, divertida. Papa, éste es Oscar Drai,
ladrón de relojes aficiona do. Oscar, éste es Germán, mi padre.
Tragué de golpe y me volví lentamente. Una
silueta que se me antojó altísima se erguía frente a mí. Vestía un traje de
alpaca, con chaleco y corbatín. Una cabellera blanca pulcramente peinada hacia atrás
le caía sobre los hombros. Un bigote cano tocaba su rostro cincelado por ángulos
cortantes en torno a dos ojos oscuros y tristes.
Pero lo
que realmente le definía eran sus manos. Manos blancas de ángel, de dedos finos
e interminables. Germán.
-No soy un ladrón,
señor... -articulé nerviosamente. Todo tiene una explicación. Si me atreví a
aventurarme en su casa, fue porque creí que estaba deshabitada. Una vez dentro
no sé qué me pasó, escuché aquella música,
bueno no, bueno sí, el caso es que entré y vi el reloj. No pensaba cogerlo, se lo
juro, pero me asusté y, cuando me di cuenta de que tenía el reloj, ya estaba
lejos. O sea, no sé si me explico...
La muchacha sonreía maliciosamente. Los ojos
de Germán se posaron en los míos, oscuros e impenetrables. Hurgué en el
bolsillo y le tendí el reloj, esperando que en cualquier momento aquel hombre
prorrumpiese en gritos y me amenazase con llamar a la policía, a la guardia
civil y al tribunal tutelar de menores.
-Le creo dijo amablemente, aceptando el reloj y
tomando asiento en la mesa junto a nosotros.
Su voz era suave, casi inaudible. Su hija
procedió a servirle un plato con dos cruasanes y una taza de café con leche
igual que la mía. Mientras lo hacía, le besó en la frente y Germán la abrazó.
Los contemplé al trasluz de aquella claridad que se inmiscuía desde los ventanales.
El rostro de Germán, que había imaginado de ogro, se volvió delicado, casi
enfermizo. Era alto y extraordinariamente delgado. Me sonrió amablemente mientras
llevaba la taza a sus labios y, por un instante, noté que entre padre e hija
circulaba una corriente de afecto que iba más allá de palabras y gestos. Un vínculo
de silencio y miradas los unía en las sombras de aquella casa, al final de una
calle olvidada, donde cuidaban el uno del otro, lejos del mundo.
Germán terminó su
desayuno y me agradeció cordialmente que me hubiese molestado en devolverle su reloj.
Tanta amabilidad me hizo sentir doblemente culpable.
-Bueno, Oscar -dijo con voz cansina, ha sido un placer conocerle.
Espero verle de nuevo por aquí cuando guste visitarnos otra vez.
No comprendía por qué se empeñaba en tratarme
de usted. Había algo en él que hablaba de otra época, otros tiempos en los que aquella
cabellera gris había brillado y aquel caserón había sido un palacio a medio
camino entre Sarriá y el cielo. Me estrechó la mano y se despidió para penetrar
en aquel laberinto insondable. Le vi alejarse cojeando levemente por el corredor.
Su hija lo observaba ocultando un velo de tristeza en la mirada.
-Germán no está muy bien de salud -murmuró. Se cansa con facilidad.
Pero en seguida borró aquel aire melancólico.
-¿Te apetece alguna
cosa más?
-Se me hace tarde -dije, combatiendo la tentación de aceptar cualquier
excusa para alargar mi estancia en su compañía. Creo que lo mejor será que me
vaya.
Ella aceptó mi decisión y me acompañó al
jardín. La luz de la mañana había esparcido las brumas.
El inicio del otoño
teñía de cobre los árboles. Caminamos hacia la verja; Kafka ronroneaba al sol. Al
llegar a la puerta, la muchacha se quedó en el interior de la propiedad y me
cedió el paso. Nos miramos en silencio. Me ofreció su mano y la estreché. Pude
sentir su pulso bajo la piel aterciopelada.
-Gracias por todo -dije. Y perdón por...
-No tiene importancia.
Me encogí de hombros.
-Bueno...
Eché a andar calle abajo, sintiendo que la
magia de aquella casa se desprendía de mí a cada paso que daba. De repente, su
voz sonó a mi espalda.
-¡Oscar!
Me volví. Ella
seguía allí, tras la verja. Kafka yacía a sus pies.
-¿Por qué entraste en nuestra casa la otra
noche?
Miré a mi alrededor
como si esperase encontrar la respuesta escrita en el pavimento.
-No lo sé
admití finalmente. El misterio, supongo...
La muchacha sonrió enigmáticamente.
-¿Te gustan los misterios?
Asentí. Creo que si
me hubiese preguntado si me gustaba el arsénico, mi respuesta hubiera sido la misma.
-¿Tienes algo que hacer mañana?
Negué igualmente
mudo. Si tenía algo, pensaría en una excusa.
Como ladrón no
valía un céntimo, pero como mentiroso debo confesar que siempre fui un artista.
-Entonces te espero
aquí, a las nueve -dijo ella,
perdiéndose en las sombras del jardín.
-¡Espera!
Mi grito la detuvo.
-No me has dicho cómo te llamas...
-Marina... Hasta mañana.
La saludé con la mano, pero ya se había
desvanecido. Aguardé en vano a que Marina volviese a asomarse. El sol rozaba la
cúpula del cielo y calculé que debían de rondar las doce del mediodía. Cuando
comprendí que Marina no iba a volver, regresé al internado.
Los viejos portales del barrio parecían
sonreírme, cómplices. Podía escuchar el eco de mis pasos, pero hubiera jurado
que andaba un palmo por encima del suelo.
Capítulo 4
Creo que nunca
había sido tan puntual en toda mi vida. La ciudad
todavía andaba en
pijama cuando crucé la Plaza Sarriá. A mi paso, una bandada de palomas alzó el vuelo
al toque de campanas de misa de nueve. Un sol de calendario encendía las
huellas de una llovizna nocturna. Kafka se había adelantado a recibirme al
principio de la calle que conducía al caserón. Un grupo de gorriones se
mantenía a distancia prudencial en lo alto de un muro. El gato los observaba con
una estudiada indiferencia profesional.
-Buenos días,
Kafka. ¿Hemos cometido algún asesinato esta mañana?
El gato me
respondió con un simple ronroneo y, como si se tratase de un flemático
mayordomo, procedió a guiarme a través del jardín hasta la fuente. Distinguí la
silueta de Marina sentada al borde, enfundada en un vestido de color marfil que
dejaba sus hombros al descubierto. Sostenía en las manos un libro encuadernado
en piel en el que escribía con una estilográfica. Su rostro delataba una gran
concentración y no advirtió mi presencia. Su mente parecía estar en otro mundo,
lo cual me permitió observarla embobado durante unos instantes. Decidí que Leonardo
da Vinci debía de haber diseñado aquellas clavículas; no cabía otra explicación.
Kafka, celoso, rompió la magia con un maullido. La estilográfica se detuvo en
seco y los ojos de Marina se alzaron hacia los míos. En seguida cerró el libro.
-¿Listo?
Marina me guió a
través de las calles de Sarriá con rumbo desconocido y sin más indicio de sus intenciones
que una misteriosa sonrisa.
-¿Adónde vamos? pregunté tras varios minutos.
-Paciencia. Ya lo verás.
Yo la seguí dócilmente, aunque albergaba la
sospecha de ser objeto de alguna broma que por el momento no acertaba a
comprender. Descendimos hasta el Paseo de la Bonanova y, desde allí, giramos en
dirección a San Gervasio. Cruzamos frente al agujero negro del bar Víctor. Un
grupo de "pijos", parapetados tras gafas de sol, sostenía unas cervezas
y calentaba el sillín de sus Vespas con indolencia. Al vernos pasar, varios tuvieron
a bien bajarse las Ray Ban a media asta para hacerle una radiografía a Marina.
"Tragad plomo", pensé.
Una vez llegamos a la calle Dr. Roux, Marina
giró a la derecha. Descendimos un par de manzanas hasta un pequeño sendero sin
asfaltar que se desviaba a la altura del número 112. La enigmática sonrisa seguía
sellando los labios de Marina.
-¿Es aquí?
pregunté, intrigado.
Aquel sendero no parecía conducir a ninguna
parte. Marina se limitó a adentrarse en él. Me condujo hasta un camino que
ascendía hacia un pórtico flanqueado por cipreses. Más allá, un jardín encantado
poblado por lápidas, cruces y mausoleos enmohecidos palidecía bajo sombras
azuladas. El viejo cementerio de Sarriá.
El cementerio de
Sarriá es uno de los rincones más escondidos de Barcelona. Si uno lo busca en
los planos, no aparece. Si uno pregunta cómo llegar a él a vecinos o taxistas,
lo más seguro es que no lo sepan, aunque todos hayan oído hablar de él. Y si
uno, por ventura, se atreve a buscarlo por su cuenta, lo más probable es que se
pierda. Los pocos que están en posesión del secreto de su ubicación sospechan
que, en realidad, este viejo cementerio no es más que una isla del pasado que
aparece y desaparece a su capricho.
Ése fue el escenario al que Marina me llevó
aquel domingo de septiembre para desvelarme un misterio que me tenía casi tan
intrigado como su dueña. Siguiendo sus instrucciones, nos acomodamos en un discreto
rincón elevado en el ala norte del recinto. Desde allí teníamos una buena
visión del solitario cementerio. Nos sentamos en silencio a contemplar tumbas y
flores marchitas. Marina no decía ni pío y, transcurridos unos minutos, yo
empecé a impacientarme. El único misterio que veía en todo aquello era qué
diablos hacíamos allí.
-Esto está un tanto
muerto -sugerí, consciente de la ironía.
-La paciencia es la madre de la ciencia -ofreció Marina.
-Y la madrina de la
demencia -repliqué. Aquí no hay nada de nada.
Marina me dirigió una mirada que no supe
descifrar.
-Te equivocas. Aquí están los recuerdos de
cientos de personas, sus vidas, sus sentimientos, sus ilusiones, su ausencia,
los sueños que nunca llegaron a realizar, las decepciones, los engaños y los amores
no correspondidos que envenenaron sus vidas... Todo eso está aquí, atrapado
para siempre.
La observé intrigado y un tanto cohibido,
aunque no sabía muy bien de lo que estaba hablando. Fuera lo que fuese, era
importante para ella.
-No se puede entender nada de la vida hasta
que uno no entiende la muerte -añadió
Marina.
De nuevo me quedé sin comprender muy bien sus
palabras.
-La verdad es que yo no pienso mucho en
eso -dije. En la muerte, quiero decir.
En serio no, al menos...
Marina sacudió la cabeza, como un médico que
reconoce los síntomas de una enfermedad fatal.
-O sea, que eres uno de los pardillos
desprevenidos... -apuntó, con cierto
aire de intriga.
-¿Los desprevenidos? Ahora sí que estaba perdido. Al cien por cien.
Marina dejó ir la mirada y su rostro adquirió
un tono de gravedad que la hacía parecer mayor. Estaba hipnotizado por ella.
-Supongo que no has
oído la leyenda empezó Marina.
-¿Leyenda?
-Me lo imaginaba -sentenció. El caso es que, según dicen, la muerte
tiene emisarios que vagan por las calles en busca de los ignorantes y los
cabezas huecas que no piensan en ella.
Llegado a este punto, clavó sus pupilas en las
mías.
-Cuando uno de esos
desafortunados se topa con un emisario de la muerte -continuó Marina, éste le guía a una trampa
sin que lo sepa. Una puerta del infierno. Estos emisarios se cubren el rostro
para ocultar que no tienen ojos, sino dos huecos negros en los que habitan
gusanos. Cuando ya no hay escapatoria, el emisario revela su rostro y la
víctima comprende el horror que le aguarda...
Sus palabras flotaron con eco mientras mi
estómago se encogía.
Sólo entonces Marina dejó escapar aquella
sonrisa maliciosa. Sonrisa de gato.
-Me estás tomando
el pelo -dije por fin. Evidentemente.
Transcurrieron
cinco o diez minutos en silencio, quizá más. Una eternidad. Una brisa leve rozaba
los cipreses. Dos palomas blancas revoloteaban entre las tumbas. Una hormiga
trepaba por la pernera de mi pantalón. Poco más sucedía. Pronto sentí que una pierna
se me empezaba a dormir y temí que mi
cerebro siguiese el mismo camino. Estaba a punto de protestar cuando Marina
alzó la mano, haciéndome callar antes de que hubiese despegado los labios. Me
señaló hacía el pórtico del cementerio.
Alguien acababa de entrar. La figura parecía
la de una dama envuelta en una capa de terciopelo negro. Una capucha cubría su
rostro. Las manos, cruzadas sobre el pecho, enfundadas en guantes del mismo color
que su atuendo. La capa llegaba hasta el suelo y no permitía ver sus pies.
Desde allí, se diría que aquella figura sin rostro se deslizaba sin rozar el suelo.
Por alguna razón, sentí un escalofrío.
-¿Quién...? -susurré.
-Sssh -me cortó Marina.
Ocultos tras las
columnas de la balconada, espiamos a aquella dama de negro. Avanzaba entre las
tumbas como una aparición. Portaba una rosa roja entre los dedos enguantados.
La flor parecía una herida fresca esculpida a cuchillo. La mujer se aproximó a
una lápida que quedaba justo bajo nuestro punto de observación y se detuvo, dándonos
la espalda. Por primera vez advertí que aquella tumba, a diferencia de todas
las demás, no tenía nombre. Sólo podía distinguirse una inscripción grabada en
el mármol: un símbolo que parecía representar un insecto, una mariposa negra
con las alas desplegadas.
La dama de negro permaneció por espacio de
casi cinco minutos en silencio al pie de la tumba. Finalmente se inclinó,
depositó la rosa roja sobre la lápida y se marchó lentamente, del mismo modo en
que había venido. Como una aparición.
Marina me dirigió una mirada nerviosa y se
acercó a susurrarme algo al oído. Sentí sus labios rozarme la oreja y un
ciempiés con patitas de fuego empezó a bailar la samba en mi nuca.
-La descubrí por
casualidad hace tres meses, cuando acompañé a Germán a traerle flores a su tía Reme...
Viene aquí el último domingo de cada mes a las diez de la mañana y deja una
rosa roja idéntica sobre esa tumba
explicó Marina. Siempre lleva la misma capa, los guantes y la capucha.
Siempre viene sola. Nunca se le ve la cara. Nunca habla con nadie.
-¿Quién está
enterrado en esa tumba?
El extraño símbolo tallado sobre el mármol
despertaba mi curiosidad.
-No lo sé. En el registro del cementerio no
figura ningún nombre...
-¿Y quién es esa mujer?
Marina iba a
responder cuando vislumbró la silueta de la dama desapareciendo por el pórtico
del cementerio. Me asió de la mano y se alzó apresurada.
-Rápido. Vamos a
perderla.
-¿Es que vamos a
seguirla? -pregunté.
-¿Tú querías
acción, no? -me dijo, a medio camino
entre la pena y la irritación, como si fuera bobo.
Para cuando
alcanzamos la calle Dr. Roux, la mujer de negro se alejaba hacia la Bonanova.
Volvía a llover, aunque el sol se resistía a ocultarse. Seguimos a la dama a través
de aquella cortina de lágrimas de oro. Cruzamos el Paseo de la Bonanova y
ascendimos hacia la falda de las montañas, poblada por palacetes y mansiones
que habían conocido mejores épocas. La dama se adentró en la retícula de calles
desiertas. Un manto de hojas secas las cubría, brillantes como las escamas abandonadas
por una gran serpiente. Luego se detuvo al llegar a un cruce, una estatua viva.
-Nos ha visto... -susurré, refugiándome con Marina tras un grueso
tronco surcado de inscripciones.
Por un instante temí que fuese a volverse y a
descubrirnos. Pero no. Al poco rato, torció a la izquierda y desapareció.
Marina y yo nos miramos. Reanudamos nuestra persecución. El rastro nos llevó a una
callejuela sin salida, cortada por el tramo descubierto de los ferrocarriles de
Sarriá, que ascendían hacia Vallvidrera y Sant Cugat. Nos detuvimos allí. No había
rastro de la dama de negro, aunque la habíamos visto torcer justo en aquel
punto. Por encima de los árboles y los tejados de las casas se distinguían los
torreones del internado en la distancia.
-Se habrá metido en
su casa -apunté. Debe de vivir por aquí...
-No. Estas casas
están deshabitadas. Nadie vive aquí.
Marina me señaló las fachadas ocultas tras
verjas y muros. Un par de viejos almacenes abandonados y un caserón devorado
por las llamas décadas atrás era cuanto quedaba en pie. La dama se había esfumado
ante nuestras narices.
Nos adentramos en el callejón. Un charco
reflejaba una lámina de cielo a nuestros pies. Las gotas de lluvia desvanecían
nuestra imagen. Al final del callejón, un portón de madera se balanceaba movido
por el viento.
Marina me miró en silencio. Nos aproximamos
hasta allí con sigilo y me asomé a echar un vistazo. El portón, cortado sobre
un muro de ladrillo rojo, daba a un patio. Lo que en otro tiempo fue un jardín
ahora estaba completamente poseído por las malas hierbas. Tras la espesura, se
adivinaba la fachada de un extraño edificio cubierto de hiedra. Tardé un par de
segundos en comprender que se trataba de un invernadero de cristal armado sobre
un esqueleto de acero. Las plantas siseaban, igual que un enjambre al acecho.
-Tú primero -me invitó Marina.
Me armé de valor y penetré en la maleza.
Marina, sin previo aviso, me tomó la mano y siguió tras de mí.
Sentí mis pasos
hundirse en el manto de escombros. La imagen de una maraña de oscuras
serpientes con ojos escarlatas me pasó por la cabeza. Sorteamos aquella jungla de
ramas hostiles que arañaban la piel hasta llegar a un claro frente al
invernadero. Una vez allí, Marina soltó mi mano para contemplar la siniestra
edificación. La hiedra tendía una telaraña sobre toda la estructura. El
invernadero parecía un palacio sepultado en las profundidades de un pantano.
-Me temo que nos ha
dado esquinazo -apunté. Aquí nadie ha puesto
los pies en años.
Marina me dio la
razón a regañadientes. Echó un último vistazo al invernadero con aire de decepción.
"Las derrotas en silencio saben mejor", pensé.
-Anda, vámonos -le sugerí, ofreciéndole mi mano con la esperanza
de que la tomase de nuevo para atravesar los matojos.
Marina la ignoró y, frunciendo el ceño, se
alejó para rodear el invernadero. Suspiré y la seguí con desgano. Aquella
muchacha era más tozuda que una mula.
-Marina -empecé, aquí no...
La encontré en la parte trasera del
invernadero, frente a lo que parecía la entrada. Me miró y alzó la manó hacia
el vidrio. Limpió la suciedad que cubría una inscripción sobre el cristal.
Reconocí la misma mariposa negra que marcaba la tumba anónima del cementerio. Marina
apoyó la mano sobre ella. La puerta cedió lentamente. Pude sentir el aliento
fétido y dulzón que exhalaba del interior. Era el hedor de los pantanos y los
pozos envenenados. Desoyendo el poco sentido común que aún me quedaba en la cabeza,
me adentré en las tinieblas.
Capítulo 5
Un aroma fantasmal
a perfume y a madera vieja flotaba en las sombras. El piso, de tierra fresca, rezumaba
humedad. Espirales de vapor danzaban hacia la cúpula de cristal. La
condensación resultante sangraba gotas invisibles en la oscuridad. Un extraño
sonido palpitaba más allá de mi campo de visión. Un murmullo metálico, como el
de una persiana agitándose.
Marina seguía avanzando lentamente. La
temperatura era cálida, húmeda. Noté que la ropa se me pegaba a la piel y una
película de sudor me afloraba en la frente. Me giré hacia Marina y comprobé, a media
luz, que a ella le estaba sucediendo otro tanto. Aquel murmullo sobrenatural
continuaba agitándose en la sombra. Parecía provenir de todas partes.
-¿Qué es eso?
susurró Marina, con un punzada de temor en la voz.
Me encogí de hombros. Seguimos internándonos
en el invernadero.
Nos detuvimos en un
punto donde convergían unas agujas de luz que se filtraban desde la techumbre. Marina
iba a decir algo cuando escuchamos de nuevo aquel siniestro traqueteo. Cercano.
A menos de dos metros. Directamente sobre nuestras cabezas. Intercambiamos una
mirada muda y, lentamente, alzamos la vista hacia la zona anclada en la sombra
en el techo del invernadero. Sentí la mano de Marina cerrarse sobre la mía con fuerza.
Temblaba. Temblábamos.
Estábamos rodeados.
Varias siluetas angulosas pendían del vacío. Distinguí una docena, quizá más.
Piernas, brazos, manos y ojos brillando en las tinieblas. Una jauría de cuerpos
inertes se balanceaba sobre nosotros como títeres infernales. Al rozar unos con
otros producían aquel susurro metálico. Dimos un paso atrás y, antes de que
pudiésemos darnos cuenta de lo que estaba sucediendo, el tobillo de Marina
quedó atrapado en una palanca unida a un sistema de poleas. La palanca cedió.
En una décima de segundo aquel ejército de figuras congeladas se precipitó al vacío.
Me lancé para cubrir a Marina y ambos caímos de bruces. Escuché el eco de una
sacudida violenta y el rugido de la vieja estructura de cristal vibrando. Temí que
las láminas de vidrio se quebrasen y una lluvia de cuchillos transparentes nos
ensartase en el suelo. En aquel momento sentí un contacto frío sobre la nuca.
Dedos.
Abrí los ojos. Un rostro me sonreía. Ojos
brillantes y amarillos brillaban, sin vida. Ojos de cristal en un rostro
cincelado sobre madera lacada. Y en aquel instante escuché a Marina ahogar un grito a mi lado.
-Son muñecos
-dije, casi sin aliento.
Nos incorporamos para comprobar la verdadera
naturaleza de aquellos seres. Títeres. Figuras de madera, metal y cerámica. Estaban
suspendidas por mil cables de una tramoya. La palanca que había accionado Marina
sin querer había liberado el mecanismo de poleas que las sostenía. Las figuras
se habían detenido a tres palmos del suelo. Se movían en un macabro ballet de ahorcados.
-¿Qué
demonios...? -exclamó Marina.
Observé aquel grupo
de muñecos. Reconocí una figura ataviada de mago, un policía, una bailarina, una
gran dama vestida de granate, un forzudo de feria... Todos estaban construidos
a escala real y vestían lujosas galas de baile de disfraces que el tiempo había
convertido en harapos. Pero había algo en ellos que los unía, que les confería
una extraña cualidad que delataba su origen común.
-Están
inacabadas -descubrí.
Marina comprendió en el acto a qué me refería.
Cada uno de aquellos seres carecía de algo. El policía no tenía brazos. La
bailarina no tenía ojos, tan sólo dos cuencas vacías. El mago no tenía boca, ni
manos... Contemplamos las figuras balanceándose en la luz espectral. Marina se
aproximó a la bailarina y la observó cuidadosa mente. Me indicó una pequeña
marca sobre la frente, justo bajo el nacimiento de su pelo de muñeca. La mariposa
negra, de nuevo. Marina alargó la mano hasta aquella marca. Sus dedos rozaron
el cabello y Marina retiró la mano
bruscamente. Observé su gesto de repugnancia.
-El pelo... es de
verdad -dijo.
Imposible.
Procedimos a examinar cada una de las
siniestras marionetas y encontramos la misma marca en todas ellas. Accioné otra
vez la palanca y el sistema de poleas alzó de nuevo los cuerpos. Viéndolos ascender
así, inertes, pensé que eran almas mecánicas que acudían a unirse con su
creador.
-Ahí parece que hay algo -dijo Marina a mi espalda.
Me volví y la vi señalando hacia un rincón del
invernadero, donde se distinguía un viejo escritorio. Una fina capa de polvo
cubría su superficie. Una araña correteaba dejando un rastro de diminutas huellas.
Me arrodillé y soplé la película de polvo. Una nube gris se elevó en el aire.
Sobre el escritorio yacía un tomo encuadernado en piel, abierto por la mitad.
Con una caligrafía pulcra, podía leerse al pie de una vieja fotografía de color
sepia pegada al papel: "Arles, 1903”. La imagen mostraba a dos niñas
siamesas unidas por el torso. Luciendo vestidos de gala, las dos hermanas
ofrecían para la cámara la sonrisa más triste del mundo.
Marina volvió las páginas. El cuaderno era un
álbum de antiguas fotografías, normal y corriente. Pero las imágenes que
contenía no tenían nada de normal y nada de corriente. La imagen de las niñas siamesas
había sido un presagio. Los dedos de Marina giraron hoja tras hoja para
contemplar, con una mezcla de fascinación y repulsión, aquellas fotografías.
Eché un vistazo y sentí un extraño hormigueo en la espina dorsal.
-Fenómenos de la
naturaleza... -murmuró Marina. Seres con malformaciones, que antes se desterraban
a los circos...
El poder turbador de aquellas imágenes me
golpeó con un latigazo. El reverso oscuro de la naturaleza mostraba su rostro
monstruoso. Almas inocentes atrapadas en el interior de cuerpos horriblemente
de formados.
Durante minutos
pasamos las páginas de aquel álbum en silencio. Una a una, las fotografías nos
mostraban, siento decirlo, criaturas de pesadilla. Las abominaciones físicas,
sin embargo, no conseguían velar las miradas de desolación, de horror y soledad
que ardían en aquellos rostros.
Dios mío... susurró Marina.
Las fotografías
estaban fechadas, citando el año y la procedencia de la fotografía: Buenos Aires,
1893. Bombay, 1911. Turín, 1930. Praga, 1933... Me resultaba difícil adivinar
quién, y por qué, habría recopilado semejante colección. Un catálogo del infierno.
Finalmente Marina apartó la mirada del libro y se alejó hacia las sombras.
Traté de hacer lo mismo, pero me sentía incapaz de desprenderme del dolor y el
horror que respiraban aquellas imágenes. Podría vivir mil años y seguiría recordando
la mirada de cada una de aquellas criaturas. Cerré el libro y me volví hacia Marina.
La escuché suspirar en la penumbra y me sentí
insignificante, sin saber qué hacer o qué decir. Algo en aquellas fotografías
la había turbado profundamente.
-¿Estás bien...? -pregunté.
Marina asintió en silencio, con los ojos casi
cerrados. Súbitamente, algo resonó en el recinto. Exploré el manto de sombras
que nos rodeaba. Escuché de nuevo aquel sonido inclasificable. Hostil. Maléfico.
Noté entonces un hedor a podredumbre, nauseabundo y penetrante. Llegaba desde
la oscuridad como el aliento de una bestia salvaje. Tuve la certeza de que no estábamos
solos. Había alguien más allí. Observándonos. Marina contemplaba petrificada la
muralla de negrura. La tomé de la mano y la guié hacia la salida.
Capítulo 6
La llovizna había
vestido las calles de plata cuando salimos de allí. Era la una de la tarde. Hicimos
el camino de regreso sin cruzar palabra. En casa de Marina, Germán nos esperaba
para comer.
-A Germán no le menciones nada de todo esto,
por favor -me pidió Marina.
-No te preocupes.
Comprendí que tampoco hubiera sabido explicar
lo que había sucedido. A medida que nos alejábamos del lugar, el recuerdo de
aquellas imágenes y de aquel siniestro invernadero se fue desvaneciendo. Al llegar
a la Plaza Sarriá, advertí que Marina estaba pálida y respiraba con dificultad.
-¿Te encuentras
bien? -pregunté.
Marina me dijo que sí con poca convicción.
Nos sentamos en un banco
de la plaza. Ella respiró profundamente varias veces, con los ojos cerrados.
Una bandada de palomas correteaba a nuestros pies. Por un instante temí que
Marina fuera a desmayarse. Entonces abrió los ojos y me sonrió.
-No te asustes. Es sólo un pequeño mareo. Debe
de haber sido ese olor.
Seguramente. Probablemente era un animal
muerto. Una rata o...
Marina apoyó mi hipótesis. Al poco rato el
color le volvió a las mejillas.
-Lo que me hace
falta es comer algo. Anda, vamos. Germán estará harto de esperarnos.
Nos incorporamos y
nos encaminamos hacia su casa. Kafka aguardaba en la verja. A mí me miró con desdén
y corrió a frotar su lomo sobre los tobillos de Marina. Andaba yo sopesando las
ventajas de ser un gato, cuando reconocí el sonido de aquella voz celestial en el
gramófono de Germán. La música se filtraba por el jardín como una marea alta.
-¿Qué es esa música?
-Leo Delibes
-respondió Marina.
-Ni idea.
-Delibes. Un
compositor francés aclaró Marina,
adivinando mi desconocimiento. ¿Qué os enseñan en el colegio?
Me encogí de
hombros.
-Es un fragmento de
una de sus óperas. "Lakmé".
-¿Y esa voz?
-Mi madre.
La miré atónito.
-¿Tu madre es
cantante de ópera?
Marina me devolvió
una mirada impenetrable.
-Era respondió. Murió.
Germán nos esperaba
en el salón principal, una gran habitación ovalada. Una lámpara de lágrimas de cristal
pendía del techo. El padre de Marina iba casi de etiqueta. Vestía traje y
chaleco, y su cabellera plateada aparecía pulcramente peinada hacia atrás. Me
pareció estar viendo a un caballero de fin de siglo. Nos sentamos a la mesa, ataviada
con manteles de hilo y cubiertos de plata.
-Es un placer
tenerle entre nosotros, Oscar dijo
Germán. No todos los domingos tenemos la fortuna de contar con tan grata compañía.
La vajilla era de porcelana, genuino artículo
de anticuario. El menú parecía consistir en una sopa de aroma delicioso y pan.
Nada más. Mientras Germán me servía a mí primero, comprendí que todo aquel
despliegue se debía a mi presencia. A pesar de la cubertería de plata, la
vajilla de museo y las galas de domingo, en aquella casa no había dinero para
un segundo plato. Por no haber, no había ni luz. La casa estaba perpetuamente iluminada
con velas. Germán debió de leerme el pensamiento.
-Habrá advertido
que no tenemos electricidad, Oscar. Lo cierto es que no creemos demasiado en los
adelantos de la ciencia moderna. Al fin y al cabo, ¿qué clase de ciencia es
ésa, capaz de poner un hombre en la luna pero incapaz de poner un pedazo de pan
en la mesa de cada ser humano?
-A lo mejor el problema no está en la
ciencia, sino en quienes deciden cómo emplearla
-sugerí.
Germán consideró mi idea y asintió con
solemnidad, no sé si por cortesía o por convencimiento.
-Intuyo que es
usted un tanto filósofo, Oscar. ¿Ha leído a Schopenhauer?
Advertí los ojos de
Marina sobre mí, sugiriéndome que le siguiese la corriente a su padre.
-Sólo por
encima -improvisé.
Saboreamos la sopa
sin hablar. Germán me sonreía amablemente de vez en cuando y observaba con cariño
a su hija. Algo me decía que Marina no tenía muchos amigos y que Germán veía
con buenos ojos mi presencia allí, a pesar de no ser capaz de distinguir entre
Schopenhauer y una marca de artículos ortopédicos.
-Y dígame usted, Oscar, ¿qué se cuenta en el
mundo estos días?
Formuló esta
pregunta de tal modo que sospeché que, si le anunciaba el final de la Segunda
Guerra Mundial, iba a causar un revuelo.
-No mucho, la verdad dije, bajo la atenta vigilancia de Marina. Vienen
elecciones...
Esto despertó el interés de Germán, que detuvo
la danza de su cuchara y sopesó el tema.
-¿Y usted qué es,
Oscar? ¿De derechas o de izquierdas?
-Oscar es ácrata, papá -cortó Marina.
El pedazo de pan se me atragantó. No sabía lo
que significaba aquella palabra, pero sonaba a anarquista en bicicleta. Germán
me observó detenidamente, intrigado.
-El idealismo de la juventud... murmuró. Lo comprendo, lo comprendo. A su
edad, yo también leí a Bakunin. Es como el sarampión; hasta que no se pasa...
Lancé una mirada asesina a Marina, que se
relamía los labios como un gato. Me guiñó el ojo y desvió la vista. Germán me
observó con curiosidad benevolente. Le devolví su amabilidad con una inclinación
de cabeza y me llevé la cuchara a los labios. Al menos así no tendría que
hablar y no metería la pata.
Comimos en
silencio. No tardé en advertir que, al otro lado de la mesa, Germán se estaba
quedando dormido. Cuando finalmente la cuchara resbaló entre sus dedos, Marina
se levantó y, sin mediar palabra, le aflojó el corbatín de seda plateada.
Germán suspiró. Una de sus manos temblaba ligeramente. Marina tomó a su padre
del brazo y le ayudó a incorporarse. Germán asintió, abatido, y me sonrió débilmente,
casi avergonzado.
Me pareció que
había envejecido quince años en un soplo.
-Me disculpará usted, Oscar... -dijo con un hilo de voz. Las cosas de la
edad...
Me incorporé a mi vez, ofreciendo ayuda a
Marina con una mirada. Ella la rechazó y me pidió que permaneciese en la sala.
Su padre se apoyó en ella y así los vi abandonar el salón.
-Ha sido un placer, Oscar... -murmuró la voz
cansina de Germán, perdiéndose en el corredor de sombras. Vuelva a visitarnos,
vuelva a visitarnos...
Escuché los pasos
desvanecerse en el interior de la vivienda y esperé el regreso de Marina a la luz
de las velas por espacio de casi media hora. La atmósfera de la casa fue
calando en mí. Cuando tuve la certeza de que Marina no iba a volver, empecé a
preocuparme.
Dudé en ir a
buscarla, pero no me pareció correcto husmear en las habitaciones sin
invitación. Pensé en dejar una nota, pero no tenía nada con qué hacerlo. Estaba
anocheciendo, así que lo mejor era marcharme. Ya me acercaría al día siguiente,
después de clase, para ver si todo andaba bien. Me sorprendió comprobar que
apenas hacía media hora que no veía a Marina y mi mente ya estaba buscando
excusas para regresar. Me dirigí hasta la puerta trasera de la cocina y recorrí
el jardín hasta la verja. El cielo se apagaba sobre la ciudad con nubes en
tránsito.
Mientras paseaba
hacia el internado, lentamente, los acontecimientos de la jornada desfilaron por
mi mente. Al ascender las escaleras de mi habitación en el cuarto piso estaba
convencido de que aquél había sido el día más extraño de mi vida. Pero si se pudiese
comprar un billete para repetirlo, lo habría hecho sin pensarlo dos veces.
Capítulo 7
Por la noche soñé
que estaba atrapado en el interior de un inmenso caleidoscopio. Un ser diabólico,
de quien sólo podía ver su gran ojo a través de la lente, lo hacía girar. El
mundo se deshacía en laberintos de ilusiones ópticas que flotaban a mi
alrededor. Insectos. Mariposas negras. Desperté de golpe con la sensación de tener
café hirviendo corriéndome por las venas. El estado febril no me abandonó en
todo el día.
Las clases del
lunes desfilaron como trenes que no paraban en mi estación. JF se percató en
seguida.
-Normalmente estás
en las nubes -sentenció, pero hoy te
estás saliendo de la atmósfera. ¿Estás enfermo?
Con gesto ausente
le tranquilicé. Consulté el reloj sobre la pizarra del aula. Las tres y media.
En poco menos de dos horas se acababan las clases. Una eternidad. Afuera, la
lluvia arañaba los cristales.
Al toque del timbre
me escabullí a toda velocidad, dando plantón a JF en nuestro habitual paseo por
el mundo real. Atravesé los eternos corredores hasta llegar a la salida. Los
jardines y las fuentes de la entrada palidecían bajo un manto de tormenta. No
llevaba paraguas, ni siquiera una capucha. El cielo era una lápida de plomo.
Los faroles ardían como cerillas.
Eché a correr. Sorteé charcos, rodeé los
desagües desbordados y alcancé la salida. Por la calle descendían regueros de
lluvia, como una vena desangrándose. Calado hasta los huesos corrí por calles angostas
y silenciosas. Las alcantarillas rugían a mi paso. La ciudad parecía hundirse
en un océano negro.
Me llevó diez
minutos llegar a la verja del caserón de Marina y Germán. Para entonces ya tenía
la ropa y los zapatos empapados sin remedio. El crepúsculo era un telón de
mármol grisáceo en el horizonte. Creí escuchar un chasquido a mis espaldas, en
la boca del callejón. Me volví sobresaltado. Por un instante sentí que alguien
me había seguido. Pero no había nadie allí, tan sólo la lluvia ametrallando
charcos en el camino.
Me colé a través de la verja. La claridad de
los relámpagos guió mis pasos hasta la vivienda. Los querubines de la fuente me
dieron la bienvenida. Tiritando de frío, llegué a la puerta trasera de la cocina.
Estaba abierta. Entré. La casa estaba completamente a oscuras. Recordé las
palabras de Germán acerca de la ausencia de electricidad. No se me ocurrió
pensar hasta entonces que nadie me había invitado. Por segunda vez, me colaba
en aquella casa sin ningún pretexto. Pensé en irme, pero la tormenta aullaba
afuera. Suspiré. Me dolían las manos de frío y apenas sentía la punta de los
dedos. Tosí como un perro y sentí el corazón latiéndome en las sienes. Tenía la
ropa pegada al cuerpo, helada. "Mi reino por una toalla", pensé.
-¿Marina? -llamé.
El eco de mi voz se
perdió en el caserón. Tuve conciencia del manto de sombras que se extendía a mi
alrededor. Sólo el aliento de los relámpagos filtrándose por los ventanales
permitía fugaces impresiones de claridad, como el flash de una cámara.
-¿Marina? insistí. Soy Oscar...
Tímidamente me
adentré en la casa. Mis zapatos empapados producían un sonido viscoso al andar.
Me detuve al llegar al salón donde habíamos comido el día anterior. La mesa
estaba vacía, y las sillas, desiertas.
-¿Marina? ¿Germán?
No obtuve
contestación. Distinguí en la penumbra una palmatoria y una caja de fósforos
sobre una consola. Mis dedos arrugados e insensibles necesitaron cinco intentos
para prender la llama.
Alcé la luz
parpadeante. Una claridad fantasmal inundó la sala. Me deslicé hasta el
corredor por donde había visto desaparecer a Marina y a su padre el día
anterior.
El pasillo conducía
a otro gran salón, igualmente coronado por una lámpara de cristal. Sus cuentas brillaban
en la penumbra como tiovivos de diamantes. La casa estaba poblada por sombras
oblicuas que la tormenta proyectaba desde el exterior a través de los
cristales. Viejos muebles y butacones yacían bajo sábanas blancas. Una escalinata
de mármol ascendía al primer piso. Me aproximé a ella, sintiéndome un intruso.
Dos ojos amarillos brillaban en lo alto de la escalera. Escuché un
maullido.
“Kafka”. Suspiré
aliviado. Un segundo después el gato se retiró a las sombras. Me detuve y miré
alrededor. Mis pasos habían dejado un rastro de huellas sobre el polvo.
-¿Hay alguien? -llamé de nuevo, sin obtener respuesta.
Imaginé aquel gran
salón décadas atrás, vestido de gala. Una orquesta y docenas de parejas
danzantes. Ahora parecía el salón de un buque hundido. Las paredes estaban
cubiertas de lienzos al óleo. Todos ellos eran retratos de una mujer. La reconocí.
Era la misma que aparecía en el cuadro que había visto la primera noche que me
colé en aquella casa. La perfección y la magia del trazo y la luminosidad de
aquellas pinturas eran casi sobrenaturales. Me pregunté quién sería el artista.
Incluso a mí me resultó evidente que todos eran obra de una misma mano. La dama
parecía vigilarme desde todas partes.
No era difícil
advertir el tremendo parecido de aquella mujer con Marina. Los mismos labios sobre
una tez pálida, casi transparente. El mismo talle, esbelto y frágil como el de
una figura de porcelana. Los mismos ojos de ceniza, tristes y sin fondo. Sentí algo
rozarme un tobillo. Kafka ronroneaba a mis pies. Me agaché y acaricié su pelaje
plateado.
-¿Dónde está tu
ama, eh?
Como respuesta
maulló melancólico. No había nadie allí. Escuché el sonido de la lluvia
golpeando el techo. Miles de arañas de agua correteando en el desván. Supuse
que Marina y Germán habían salido por algún motivo imposible de adivinar. En
cualquier caso, no era de mi incumbencia. Acaricié a Kafka y decidí que debía
marcharme antes de que volviesen.
-Uno de los dos
está de más aquí -le susurré a Kafka.
Yo.
Súbitamente, los
pelos del lomo del gato se erizaron como púas. Sentí sus músculos tensarse como
cables de acero bajo mi mano. Kafka emitió un maullido de pánico.
Me estaba preguntando
qué podía haber aterrorizado al animal de aquel modo cuando lo noté. Aquel olor.
El hedor a podredumbre animal del invernadero. Sentí náuseas. Alcé la vista.
Una cortina de lluvia velaba el ventanal del salón. Al otro lado distinguí la silueta
incierta de los ángeles en la fuente. Supe instintivamente que algo andaba mal.
Había una figura más entre las estatuas. Me incorporé y avancé lentamente hacia
el ventanal. Una de las siluetas se volvió sobre sí misma. Me detuve,
petrificado. No podía distinguir sus rasgos, apenas una forma oscura envuelta
en un manto. Tuve la certeza de que aquel extraño me estaba observando. Y sabía
que yo lo estaba observando a él. Permanecí inmóvil durante un instante infinito.
Segundos más tarde, la figura se retiró a las sombras.
Cuando la luz de un
relámpago estalló sobre el jardín, el extraño ya no estaba allí. Tardé en darme
cuenta de que el hedor había desaparecido con él.
No se me ocurrió
más que sentarme a esperar el regreso de Germán y Marina. La idea de salir al exterior
no era muy tentadora. La tormenta era lo de menos. Me dejé caer en un inmenso
butacón.
Poco a poco, el eco
de la lluvia y la claridad tenue que flotaba en el gran salón me fueron
adormeciendo. En algún momento escuché el sonido de la cerradura principal al abrirse
y pasos en la casa. Desperté de mi trance y el corazón me dio un vuelco. Voces
que se aproximaban por el pasillo. Una vela. Kafka corrió hacia la luz justo
cuando Germán y su hija entraban en la sala. Marina me clavó una mirada helada.
-¿Qué estás
haciendo aquí, Oscar?
Balbuceé algo sin
sentido. Germán me sonrió amablemente y me examinó con curiosidad.
-Por Dios, Oscar.
¡Está usted empapado! Marina, trae unas toallas limpias para Oscar... Venga
usted, Oscar, vamos a encender un fuego, que hace una noche de perros...
Me senté frente a
la chimenea, sosteniendo una taza de caldo caliente que Marina me había
preparado. Relaté torpemente el motivo de mi presencia sin mencionar lo de la
silueta en la ventana y aquel siniestro hedor. Germán aceptó mis explicaciones
de buen grado y no se mostró en absoluto ofendido por mi intrusión, al
contrario. Marina era otra historia. Su mirada me quemaba. Temí que mi
estupidez al colarme en su casa como si fuera un hábito hubiese acabado para
siempre con nuestra amistad. No abrió la boca durante la media hora en que estuvimos
sentados frente al fuego.
Cuando Germán se excusó y me deseó buenas
noches, sospeché que mi ex amiga me iba a echar a patadas y a decirme que no
volviese jamás. "Ahí viene", pensé. El beso de la muerte. Marina
sonrió finamente, sarcástica.
-Pareces un pato
mareado -dijo.
Gracias -repliqué, esperando algo peor.
-¿Vas a contarme
qué demonios hacías aquí?
Sus ojos brillaban
al fuego. Sorbí el resto del caldo y bajé la mirada.
-La verdad es que
no lo sé... dije. Supongo que..., qué sé
yo... Sin duda mi aspecto lamentable ayudó, porque Marina se acercó y me palmeó
la mano.
-Mírame -ordenó.
Así lo hice. Me
observaba con una mezcla de compasión y simpatía.
–No estoy enfadada contigo, ¿me oyes? -dijo.
Es que me ha sorprendido verte aquí,
así, sin avisar. Todos los lunes acompaño a Germán al médico, al hospital de San
Pablo, por eso estábamos fuera. No es un buen día para visitas.
Estaba avergonzado.
-No volverá a
suceder prometí.
Me disponía a
explicarle a Marina la extraña aparición que había creído presenciar cuando
ella se rió sutilmente y se inclinó para besarme en la mejilla. El roce de sus
labios bastó para que se me secase la ropa al instante. Las palabras se me
perdieron rumbo a la lengua. Marina advirtió mi balbuceo mudo.
-¿Qué? preguntó.
La contemplé en
silencio y negué con la cabeza.
-Nada.
Enarcó la ceja,
como si no me creyese, pero no insistió.
-¿Un poco más de
caldo? -preguntó, incorporándose.
-Gracias.
Marina tomó mi
tazón y fue hasta la cocina para rellenarlo. Me quedé junto al hogar, fascinado
por los retratos de la dama en las paredes. Cuando Marina regresó, siguió mi
mirada.
-La mujer que
aparece en todos esos retratos... -empecé.
-Es mi madre dijo Marina.
Sentí que invadía
un terreno resbaladizo.
-Nunca había visto
unos cuadros así. Son como... fotografías del alma.
Marina asintió en
silencio.
-Debe de tratarse
de un artista famoso -insistí. Pero
nunca había visto nada igual.
Marina tardó en responder.
-Ni lo verás. Hace
casi dieciséis años que el autor no pinta un cuadro. Esta serie de retratos fue
su última obra.
-Debía de conocer
muy bien a tu madre para poder retratarla de ese modo -apunté.
Marina me miró
largamente.
Sentí aquella misma
mirada atrapada en los cuadros.
-Mejor que nadie -respondió. Se casó con ella.
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